martes, 29 de diciembre de 2020

ABUELEANDO IV

 

Mi nieta me está enseñando

a vivir, una vez más,

en una vida imposible

que no pude imaginar:

A regresar siendo el mismo;

a aprender de sus silencios

porque no todo es hablar.

Ella sabe que hay momentos

en que mejor es callar,

y entonces, coge mi mano

y se la acerca a su cara

para que yo la acaricie.

Mientras, me mira a los ojos,

sonriendo,

y acurruca su silencio

y su cabeza

en mirar cómo la miro

y en callar como es callar.

Y los ojos se le achinan

y se juntan con los míos

que, a veces, siente vibrar,

porque solo están pendientes

de no romper a llorar.

Y me cuesta convencerla

de que los abuelos lloran,

cuando menos te lo esperas,

de pura felicidad.

jueves, 10 de diciembre de 2020

MI AMIGO JAVIER

                   (Hoy, 2 de diciembre, que empiezo a escribirte, llevo llorando tu muerte desde ayer, Javier. Y a ver cuando termino de escribir y de llorar)

         Cuando estuvimos juntos por última vez, me di cuenta de que no tenías escapatoria. Tú, siempre comunicativo, irónico, socarrón con los amigos, estabas solo contigo, ausente, distante, absorto, como escondiéndote de ti mismo. E intuí, supe, que te alejabas. No sólo de nosotros: Te alejabas, a tu pesar, de seguir vivo. Me fui de la reunión (y esa fue la última vez que pude verte) convencido de que te sabías ya condenado. Porque lo estabas. Sonreías, sí, pero la tristeza de tu mirada hablaba otro lenguaje y tu silencio me decía adiós con él. A mí me resultó dolorosísimo comprobar los esfuerzos que hacías para que tu risa, ausente y extrañada, disimulara la angustia que, sin duda, llevabas a cuestas. Conociéndote, yo sé que tú lo hacías para no entristecernos. Pero el color cerúleo de tus mejillas y tu delgadez hacían inútil cualquier empeño de escamotear la certidumbre. La tuya, la mía, la nuestra... En fin, tú eras así, Javier. A un paso de la muerte pretendías evitarnos compartir tu dolor. Me recordó la tuya a la actitud callada de mi padre en la semana previa a que muriera, también de cáncer, sentado en su sillón, distante, silencioso, queriendo asimilar la ausencia irreversible de un no estar inminente. Entregado y sumiso ante la nada. Con los pasos ya dados para decir adiós.

         Esta tarde-noche del día 3 de diciembre, mi amigo Masito, alias Tomás Martín Tamayo”, me ha llamado por teléfono y he tratado de explicarle el dolor que me produce que de ti, Francisco Javier Blanco Nevado, sólo me quedarán ya los recuerdos, que nunca más podrá haber abrazos, ni risas, ni silencios compartidos, ni complicidades, ni miradas irónicas, ni ratos juntos en el “Rincón del poeta” del bar del Rectorado de la UEx. A ti ya no te queda nada y a mí, a nosotros, tan sólo la añoranza de saberte, recurso inútil, engaño frágil, triste, mentiroso, para ocultar la muerte, el silencio infinito, la distancia imposible.

         Hay veces en las que me resulta doloroso seguir vivo porque, a pesar de estar acompañado, de saber que soy querido (y por suerte también odiado) me voy quedando cada vez más solo. Y me siento culpable por vivir y, así, tener la posibilidad de sufrir la pérdida de quien dejó de estarlo para seguir queriéndome. A estas alturas de mi vida estoy ya muy cansado de acumular recuerdos, lágrimas y ausencias, de despedir a amigos que ya no veré más. Y mientras desbrozaba estas últimas líneas, surcos en el erial de mi tristeza, me vino a la memoria el poema con el que me despedí, sin que él supiera, de Santiago Castelo. Me lo publicó, de forma exquisita, el HOY, cuando en tiempos felizmente distintos a la oscuridad de los actuales, lo dirigía Ángel Ortiz. Decía yo entonces: «... Se me van mis amigos, / me voy quedando solo / y no sé si, al quedarme, / el que se va soy yo... / Volvió a ganar la muerte, / querido amigo mío, / y me has dejado triste, / llorando canto triste / de triste ruiseñor».

         En cualquier caso, Javier, creo que, escribiendo lo que escribo ahora, me estoy equivocando. Porque estoy seguro de que no es lo que tú esperabas: Tanta lágrima, tanta tristeza, tanto pensamiento lúgubre. No es así, desde tu ausencia, como querrías que habláramos de ti. Tú querrías, como hombre bueno y generoso que eres, y digo eres porque lo sigues siendo aun en la lejanía de tu no estar, tú querrías, digo, que recordáramos las risas, que los vivos siguiéramos en los encuentros y en las tertulias mágicas del bar de Rectorado con Martín, Paco, Lucía, Juan, Manolito, Agustín, tu hermana Luna/Lupe, el Capi..., y tu recuerdo. Y Cele Pajarito y Agustín-tín, detrás de la barra, soportando pacientes nuestras gaitas y chanzas. Tú querrías seguir siendo el mismo entre nosotros, que siguiéramos esperando a que te presentaras incluso siendo ya volandero invisible, melancolía escondida.  Y que nuestro dolor no enturbiara tu alegría, escondida en el aire de todos. Pero eso es muy difícil. Porque nos has dejado más solos, más huérfanos de risas y de guiños, extraños ya de ti... Las lágrimas, ya sabes, también tienen su vida y su razón de ser. Y ellas no se conforman con quedarse dormidas donde quiera que duerman. Ellas vienen de pronto, a su capricho, al aire de tu vuelo, e inundan el momento irreversible que el recuerdo propicia. Y quizás aparezcas, discretamente tenue, viviendo en una de ellas cuando llegue el momento del compadreo en la barra y en la vida escondida.

 Escribiendo estas líneas ando en la sensación de haberte traicionado. Y sin que tengas la posibilidad de que protestes. Aunque sienta tus quejas en cada despertar, en cada sueño sonámbulo que pueda recordar. En mi descargo tengo que repetirte (yo sé que tú lo entiendes, que tú ya lo sabías) que estoy cansado de decir adiós por mi empeño tozudo en seguir siendo. Y, a veces, creo que mis lágrimas por tu muerte vienen de mi egoísmo al sentirme más viejo y más recalcitrante en el vivir. Hablando de tu huida (Jesús Delgado Valhondo, dixit) con mi amigo Masito, alias “Tomás Martín Tamayo”, le pedí un favor, muy difícil y muy simple al mismo tiempo. Un favor que a ti no te pedí la última vez que nos vimos porque estaba convencido de que no podías hacérmelo. Y de que ibas a sufrir más de lo que ya sufrías con tu suerte. Pues le pedí, (chaladuras poéticas, ya sabes) que no se me muriera antes que yo. Porque (qué pesado me pongo) estoy muy cansado de despedir, definitivamente, a gente a la que quiero y,  llegado el momento, de que la vida tan sólo pueda darme el recurso callado de mis lágrimas.

«Yo, que no sé nada, sé que mis ojos están abiertos porque las lágrimas no dejan de caer», decía Samuel Beckett. Y (lo siento muy de veras) no voy a ser yo quien lo contradiga. O quizá sí, quién sabe. En cualquier caso, como he dicho otras veces, llorar y aprovecharnos de los muertos que amamos es la triste ventaja que tenemos los vivos. Qué absurda puede ser la vida en ocasiones, siempre. Qué inútil la poesía. Y qué certeramente dolorosa la muerte y su silencio. Tendré que mantener con vida los recuerdos y, con recuerdos, soportar la vida. Ahora (es noche del día 10) te dejo descansar, que ya me has aguantado suficiente. Cuando nos dé la murria, si quieres, hablaremos de nuevo en este sueño nuestro. Quimérico y callado, no lo dudo, pero nuestro, Javier, amigo mío.




lunes, 23 de noviembre de 2020

MI HERMANO QUICO Y EL SILENCIO DE LOS AÑOS

     

De derecha a izquierda, Quico es el 4º, con sus manos entrelazadas.
          

Mi hermano Quico (Francisco Javier), murió el 20 de octubre de 1954, a los dos años de que naciéramos mi melliza y yo. Era un «niño azul», así llamados porque, en ellos, su sangre arterial oxigenada (roja), en algún momento del recorrido de vuelta desde el corazón se mezcla con la venosa de ida, no oxigenada (azul), y esa circunstancia hace que el color de su piel sea de un azulón más o menos grisáceo. En el caso de Quico, el problema venía de una abertura en el tabique que separa los ventrículos izquierdo y derecho del corazón, de manera que la sangre que la arteria aorta distribuía por su cuerpo, salía de él azulada, contaminada por la venosa sin oxigenar y, así, no repartía a los distintos órganos el oxígeno necesario para la vida.

           

Dormía en la habitación de mis padres, en una cuna de barrotes niquelados (el tercero de la derecha, se movía,) que ocupaba el espacio entre el lado de mi madre en la cama de matrimonio (que le den a Leticia Dolera y su nomenclatura) y la ventana del dormitorio, que daba a una pequeña terraza con macetas y arriates con campanitas, que llamábamos «La galería». Recuerdo que mis hermanos y yo, sobre todo los cuatro últimos de los diez, con gran disgusto de mi madre, las arrancábamos y, como abejas intrusas, sorbíamos el néctar dulcísimo de las florecillas desde el tallo. Y, después de sorber, soplábamos para sacar de ellas un sonido como de pedorreta trompetera más o menos musical.

            

La verdad es que ahora, que sólo sé el día de la semana en el que vivo gracias al pastillero o, si se me olvidó llenarlo el lunes, cuando se lo pregunto a mi santa, que ahí sigue aguantando mis despistes la pobre mía, mira tú que, sin embargo, recuerdo el año en el que murió un hermano al que, en realidad, no conocí. Parece que eso, como poco, es una señal de vejez. Digo, primo, el olvido borroso de la realidad del día en que vivo y, al tiempo, el recuerdo más o menos diáfano de lo que persiste sumergido en la niebla de un pasado distante o, no estoy seguro, quizá a veces inventado en el sueño de vivir. Puede que, por eso, haya pensado en Quico, del que no recuerdo nada más que lo que de él me habló mi madre. Entre otras cosas, que murió en sus brazos la madrugada de ese aciago día de octubre de 1954, con 6 años de edad. Y que, sentada a los pies de la cama, gritó abrazando su cuerpo inánime. Aunque creo que mi melancolía retroactiva, en este caso, se sustenta en el hecho de que heredara su cuna, su colchón y su sitio en el dormitorio de mis padres. Y de que yo no tuviera tiempo de conocerle. Y él muy poco para conocerme a mí.

            

En un artículo que publiqué en HOY, en febrero de 2017, ya saqué a relucir, sin darme cuenta de la que se venía y de refilón, este asunto. El artículo era un Elogio de la música, en el que mi hermano y su cuna usurpada aparecieron sin que yo los llamara. Pero ahí estaban. Decía entonces: «Yo creo que ya cantaba antes de hablar. Al menos no recuerdo cuándo hablé, pero al ocupar en el dormitorio de mis padres la cuna de mi hermano muerto, a veces, ellos dormidos, me despertaba con la luz que se colaba por las rendijas de la persiana. Y, quizás aburrido, cantaba. Posiblemente nada, solo intentos carentes de armonía. Tenía apenas dos años y aún vive entre mis manos ese querer coger la luz de las mañanas, esa felicidad de no ser nada, acaso un despertar de notas sueltas que olía a polvos de talco y a ternura. Música al fin y al cabo. Ahora, según dice mi santa, también canto dormido...».

           

Nunca había escrito de Quico tan descaradamente como ahora, quizá porque, como digo, no le conocí y no sabría qué contar de una relación que no existió por culpa de mi niñez y de su temprana e injusta muerte. Pero, de un tiempo a esta parte, me lo encuentro en mis desvelos como en un afán de recuperar lo imposible, de remediar lo que no tiene remedio. Y, a través de nuestra madre, casi reconozco su voz en el silencio de las horas que se fueron. Una manera de volver adonde nunca estuve o, tal vez, de volver a oír lo que nunca fui consciente de haber oído. O ansia de rellenar vacíos y pérdidas; de vivir la ilusión de una quimera poblada de fantasmas que vienen a mis manos para que les dé vida. Porque no me conformo, y él tampoco, a no reconocernos en el asombro de vivir esa otra vida que anida en los silencios. Conversamos, callados, con él en mis adentros, de lo que nos perdimos, de su cuna, los sueños y el llavero de madre, dorado y musical. Y del tiempo, claro, tema muy socorrido en ascensores y panaderías. Y sin duda también en los viajes... aunque éstos sean astrales, primo.

          

           

sábado, 21 de noviembre de 2020

LA VERDAD, SEGÚN DE QUIÉN.

          «Hay un brote de coronavirus con decenas de infectados en una residencia. ¿Lo subimos ya a la web? –¿Lo tenemos confirmado con el SES? –No. –Pues espera a confirmarlo. Conversaciones similares a esta se han repetido en la Redacción de HOY desde que hace casi diez meses llegó la pandemia a nuestras vidas. Son solo tres frases rápidas intercambiadas entre un periodista y su jefe, pero sirven para poner de manifiesto cómo se trabaja en HOY para ofrecer a los lectores noticias rigurosas», escribía en el HOY del pasado domingo, Manuela Martín, su directora.

          Y ahora, imaginemos una conversación similar entre el director de The Washington Post en junio de 1972, Ben Bradlee, y los reporteros Bob Woodward y Carl Bernstein: «Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser un antiguo empleado de la CIA, han sido detenidos cuando intentaban llevar a cabo un plan elaborado para espiar las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington. ¿Lo publicamos? –¿Lo tenemos confirmado con la CIA? –No. –Pues espera a confirmarlo». Son sólo cuatro frases rápidas (no tres) intercambiadas entre dos periodistas y su jefe, que hubieran mandado a la papelera y a la inexistencia pública el caso Watergate y la posterior dimisión de Richard Nixon.

          Es la diferencia entre rigor informativo y noticias oficiales; entre dirigir un periódico o el Boletín Oficial del Estado o, en este caso nuestro, el Diario Oficial de Extremadura. O, lo que es muchísimo peor, confundir lo que es ser director/a de un periódico con lo que es dirigir un Gabinete de Prensa del Gobierno, cualquiera que sea éste. Porque rigor no es sinónimo de oficialidad. Antes al contrario, con demasiada frecuencia es, sin ninguna duda, acérrimamente antónimo. Si la verdad periodística en el HOY de hoy día tienen que autentificarla, como en este caso, Vergeles o un fraile zigzagueante con náuseas, mal vamos. Debería bastar con el crédito que aportan la profesionalidad y la honradez de los periodistas que integran su plantilla, de las que, leído lo leído, duda hasta su propia directora. Yo no dudo de ellos. Yo solo dudo de ella y de los adláteres lánguidos que asienten a su férula y sus ocurrencias con media sonrisa entregada y sumisa. Una pena, primo.   

martes, 3 de noviembre de 2020

ABUELEANDO III

 

Mi nieta dice un «no» suyo

cuando quiere decir no

que es un «no» nada corriente.

Depende de su cabreo

para que el «no» que te dice

sea el grito de un ¡«ga»! tajante

del que no puedes huir;

o tan solo un penduleo

de cabeza, y un «ga» plácido

del que, por mucho que quieras,

tampoco puedes huir,

porque es un «no» sin remedio

lo que te quiere decir.

 

Ella sabe que sabemos

que su «ga» es decir «no»,

mas no quiere decir «no»

como dicen los demás,

porque no le da la gana

de andar diciendo que no

cuando quiere decir «ga».

 

Su forma de decir «sí»

es otra cosa distinta.

Hay que mirarla a los ojos,

que ella pestañea dos veces,

para decirlo.

                      Y así

si no la miras, no sabes

que está diciendo que «sí»

porque se queda en silencio.

 

Sin mirarla,

si dice que no, sabemos

lo que acaba de decir,

porque nos grita diciéndolo                                        

en su lenguaje infantil.

Pero si dice que sí,

(callada, media sonrisa,

boca de pitiminí)

hay que mirarla a los ojos

porque intuye, sin saberlo,

que los ojos, cuando hablan,

nunca han sabido mentir.

 

Y quiere, con su silencio,

que la mires a los ojos

cuando te dice que sí.

Y mirarte ella a los tuyos,

y que la veas sonreír,

y le digas entregado,

sin hablar,

que no hace falta decir

lo que los ojos ya dicen

diciéndolo sin decir.

Y, si es que sí,

sin remedio,

seguro que será sí.

 

Y atente a las consecuencias

si dices que «ga» a su «sí».

 

 

 

 

domingo, 18 de octubre de 2020

LOS AÑOS Y EL SILENCIO

           

Yo era el bebé rechoncho del centro.

           El día en el que escribo lo que ahora leen es pura anécdota, un detalle aleatorio que nada aportará a lo que aquí yo diga. Y, además, no tengo ganas de mirar el calendario para saber. Lo que me importa es la luz de este sábado y de aquel momento, la efeméride intrínseca del ahora de entonces. Porque tal día como el cual, ese de 1952, 17 de octubre, hace 68 que me asomé al mundo en el Sanatorio de San Francisco.  En Badajoz, España. Nací, mellizo de una niña que esperó media hora mi llegada, a las dos horas y treinta minutos de un día viernes. Y, a pesar de ser el décimo hijo de mis padres, con lo que, por aquello de la enseñanza genética, el aprendizaje y la herencia cromosómica, debería haber sabido comportarme como un buen neonato, pues no fue así, porque no lloré al hacerlo, quizá por sentirme feliz y liberado al no tener que compartir un espacio agobiante, tal vez insuficiente, en los adentros maternos. Las lágrimas vinieron en un después urgente e inmediato, tras de los cachetes que recibí en las nalgas y que, al hacerme llorar, salvaron una vida, la mía, que recién empezaba.

 

Mi melliza y yo.

            Conforme los años han ido viniendo y a su compás, no al mío, incorporaron oscuridad o luz a mis silencios, llegado tal día como el descrito y desde un tiempo atrás de no sé cuándo, he tenido presente entre mis manos una frase de Mark Twain (
Samuel Langhorne Clemens en los carnés), que se quedó grabada en mi mollera desde que la leí y que, para mí y mis neuras, fue, sin duda, un hallazgo definitivamente prodigioso: «Cuando era joven podía recordarlo todo, aunque no hubiese ocurrido; pero ahora estoy perdiendo facultades y dentro de poco ya no voy a poder recordar nada, salvo las cosas que nunca han pasado», decían al unísono Mark y Samuel. No sé qué edad tendrían uno y otro cuando dijeron esto que dicen que dijo uno de ellos, el otro o ambos, pero aunque yo no haya llegado todavía a una indigencia memorística que me obligue a inventar recuerdos y creer en ellos, bien es verdad que, sin saber en el día en el que vivo, me apabullan imágenes y sensaciones tan nítidas, tan claras, tan limpias, tan palpables de aquel sentir de entonces, que deben ser verdad. Mayormente, porque conozco los límites de mi capacidad para poder soñar quimeras que puedan distorsionar lo que yo he sido. Y hay imágenes tan firmemente ancladas a mi ensueño, que me impiden dudar de su certeza.  

 

Quiero decir, llegado a este momento y sin duelo emocional de ningún tipo, que he pasado la vida queriendo convivir con mis carencias, para tener constancia de aquello que no he sido ni jamás podré ser. Y he derrochado sueños obsesionado en un afán maníaco de recuperar tiempos, de almacenar razones (causa-efecto)  y, así, saber quién soy por lo que fui y, llegado el momento, a quién o qué me enfrento con mí mismo por no haber sido o ser como ahora soy. Recapitulo olores, angustias olvidadas, recuerdos polvorientos, como un bibliotecario que cataloga libros e incunables. Y la vida vivida se vuelve, en perspectiva, un presagio de intentos, de acasos imposibles, presencias fugitivas que duermen en estantes olvidados que nadie alcanzará. Un trabajo baldío. Un deambular adrede, sonámbulo y estéril buscando la constancia callada de la pérdida.

 


Vivir, llegado el caso, es tan sólo un relámpago que ilumina el silencio de una tarde de siempre que empieza a amanecer en el ocaso, con una luz marchita que quiere escabullirse de la noche, último sueño absorto de un amor infinito, sin remedio y sin tasa. Y el presente es la espera de un futuro impreciso, una melancolía más profunda y más tenue, más difusa, más íntima, que se aferra a los pasos indecisos que deambulan, sin rumbo, camino de la nada de un silencio obligado. Ilusión retroactiva, incompleta torpeza de las horas que sueñan.  

 

Dúctil como la vida que se fue, la infancia es una ausencia que vive el imposible de ser lo que ya ha sido y nunca vuelve si no es en la distancia del recuerdo, o en el absurdo amargo del olvido. Y seguir se transforma, cuando menos lo espero, en el afán absurdo de volver a un presente que no existe sino en el inventario de todo lo que ignoro, de lo que pudo ser y no conozco. Me recuesto en mis muertos para dormir el tiempo de este  dulce soñar de amaneceres falsos, sintiéndome culpable de estar vivo. Y, sin saber cómo recompensarles su  presencia, me  duermo amodorrado en el recuerdo sin que ellos hagan nada, tan sólo lo que pueden hacer y mejor saben, que es estar muertos. Y en su silencio ausente, ayudarme a vivir mientras los pienso. No pueden escapar de mi egoísmo: «Es la triste ventaja que tenemos los vivos».

 

 

martes, 13 de octubre de 2020

ABUELEANDO II

 




Cuando declina la tarde,

mi nieta busca la luna

mirando al cielo, expectante,                               

mientras sale de mi mano

de paseo por el parque.

Al encontrarla entre estrellas

se le ilumina el semblante

y la señala, riendo,

aunque esté en cuarto menguante,

aunque sea casi el silencio

de una línea, de un

                                   instante.

Y se alegra al descubrirla

en el cielo,

                    rutilante.

 

No sé que vendrá a sus ojos,

qué pensará cuando mira

un misterio tan lejano,

una ausencia tan distante.

 

Mi nieta mira la luna

mientras yo la miro a ella

cuando mira,

y al ver sus ojos brillantes

descubriendo ese prodigio

de la luz que le aturrulla

desde el cielo,

siento y sé que estoy viviendo

todos mis sueños de antes.

 

Es lo que tiene mi nieta

cuando se le pone cara

de astrónoma principiante.                  

Y lo que tiene la luna,

aunque apenas sea un suspiro            

cuando está en cuarto menguante.

sábado, 26 de septiembre de 2020

UNA NOTICIA AL RESCATE

           


A final del pasado mes de agosto, concretamente el viernes 21, conocedor como es de los apuros que, por mor de las contradicciones de mi carácter dual, paso desde siempre para cumplir con los plazos de entrega de mis artículos, mi amigo Masito, alias “Tomás Martín Tamayo”, me envió de salvavidas una noticia que podría ayudar a liberarme de mis angustiosas urgencias. En esa ocasión no hubo lugar a utilizarla pues, mal que bien, cumplí con el plazo, no diré que holgadamente, pero cumplí. Y a la siguiente semana, anterior a la actual, también llegué a tiempo. Por los pelos, todo hay que decirlo, pero llegué. Y como el que guarda, halla, y en ésta (escribo estas líneas el jueves 24 a la 21:40 horas) el cumplimiento del deber presenta un cariz más peliagudo, no sólo por fecha y hora sino también por la escasa lucidez de mi cacumen, que anda más bien espeso y despistado, echo mano de esa ayuda con la esperanza de poder resolver la papeleta semanal. En situaciones como ésta todo vale. Y yo, parafraseando al fraile que cargaba con la prójima casquivana camino del convento, también digo (si se me permite la osadía) que «todo es bueno para mi artículo».

         La noticia recibida, que mi amigo creyó actual, fue publicada en El Periódico el día 30 de octubre de 2017. A pesar de los casi 3 años transcurridos, no me resisto a compartirla. Acostumbrados como estamos a viajar en el tiempo desde el pasado mes de marzo, yendo desde una «nueva normalidad» a una «segunda ola» que, sin solución de continuidad, nos retrotrae a fases ya pasadas de «desescalada» que, en realidad, nos encaraman de nuevo al «inicio confinado» en busca del pico de una curva que lleva camino de ser el Tourmalet, digo, que después de estas idas y venidas por el mundo fantástico de H. G. Wells,  ¿qué son 3 años más o menos cuando el tiempo ha venido a ser, desde el «estado de alarma», apenas una realidad cambiante e hipotética?  

 


El titular de esta noticia rescatadora era, sin suda, atronador, impactante: EL PEDO DE UN HIPOPÓTAMO DEJA TRES HOSPITALIZADOS / Tres ancianos que visitaban el Parque de Cabárceno, en Cantabria, tuvieron que ser atendidos. Y decía así, textualmente: Ninguno de ellos hubiera imaginado acabar ingresado a causa de las ventosidades de un hipopótamo. Pero así fue. Tres ancianos palentinos que viajaban con el IMSERSO y visitaban el Parque de la Naturaleza de Cabárceno, en Cantabria, se vieron sorprendidos a causa de la tóxicidad (sic) de los gases que soltó de repente uno de los hipopótamos del centro, y tuvieron que ser ingresados de inmediato. 

Cuando el grupo de viajeros estaba visitando las instalaciones del parque, muy cerca del recinto de los hipopótamos, uno de estos animales soltó un enorme pedo que provocó que varias personas cayeran al suelo, al parecer a causa de esos gases.                     Varias unidades del servicio de emergencias se desplazaron hasta el lugar de los hechos y trasladaron a tres de los visitantes, que no conseguían ser reanimados. Dos de ellos fueron dados de alta poco después, pero uno de los ancianos se encuentra aún ingresado en el Hospital Marqués de Valdecilla de Santander, donde evoluciona favorablemente. 

Un testigo de los hechos explica que todo ocurrió muy rápido: "En principio, pensamos que había sido una especie de bomba, hasta que nos dimos cuenta de que había sido el hipopótamo. Nunca había visto nada igual", afirmó. 

El cuidador del animal, Toni García, reconoció que el hipopótamo en cuestión estaba sufriendo de flatulencia y problemas estomacales en las últimas semanas. También aseguró que el parque prohíbe siempre a los visitantes dar de comer a los animales. "Ellos tienen su dieta y no pueden comer otra cosa. Nunca nos hacen caso y luego pasan cosas desagradables como ésta", se quejó García.

 

           


Recuperado del pasmo y de la risa que me produjo su lectura, recordé un artículo que, sin tener noticia de esta noticia, publiqué en diciembre de 2017. Mi fuente de inspiración fueron las declaraciones del melindroso catalanista, Josep Rull, sobre la flatulencia que le producía la comida que le daban en la cárcel, que incluso llegaba a llagar sus delicadas encías. En fin, desdichas de currutaco. El artículo lo titulé La peña del bufo, y en él daba cuenta de la formada por un grupo de pedorros irredentos y cercanos a mí que, en las clases vespertinas de aquel bachillerato de a saber qué año, sentados estratégicamente en la clase de no sé qué profesor pero, sin duda, víctima de la modorra en la siesta de los meses primaverales, se dedicaban a dar rienda suelta a sus flatulencias. Con cierta y anárquica periodicidad pero allí mismo, y a mano alzada, los integrantes de la peña elegían presidente al que, según su leal saber y entender, había sido el más convincentemente estruendoso.

 

            Si algunos de aquellos leyeran estas líneas, sería cuestión de que organizaran un viaje hasta Cabárceno y nombraran al hipopótamo pedorro «Presidente Honorario y Vitalicio de la Peña del Bufo». Y si acaso el pobre animal ha sido víctima de sus propios gases y ya pasó a mejor vida, pues que en vez de vitalicio lo nombren perpetuo, como perpetuo es el difunto primer secretario de la Real Academia de Extremadura de las Artes y las Letras. ¡Lo perpetua que es la eternidad, primo!

domingo, 20 de septiembre de 2020

VISITA A MI CENTRO DE SALUD

 


Ayer, viernes, tenía cita a las 09:04 horas en mi Centro de Salud, para cumplir con una doble prescripción médica de analizar mi sangre. Ha sido éste mío un Centro viajero, que se ubicaba, cuando yo empecé a visitarlo, en la calle Donoso Cortés, para trasladarse después a las traseras del antiguo Hospital Provincial y, al cabo, terminar en la Ronda del Pilar, que es donde está actualmente, en tenguerengue por sus problemas de deterioro físico y, quizá, estructural. Y lo que te rondaré, morena, porque nuestras fuerzas vivas, o no tanto, no acaban de ponerse de acuerdo en su destino definitivo. Se habló de la vuelta al antiguo Hospital Provincial, del edificio de Correos, de la Residencia Universitaria Juan XXIII, del Hospital Perpetuo Socorro o de la Oficina de Respuesta Personalizada, un ente del que ignoro a qué personas pueda dar respuestas, sobre qué y desde dónde... Pero el caso es que este asunto ya va para 2 años y en esas seguimos, con grietas y en precario, porque Consejería de Sanidad, Ayuntamiento y Diputación Provincial de Badajoz no se ponen de acuerdo en el enclave idóneo. Y, para colmo de males y por si fuéramos pocos, parió la abuela Covid, con lo que se suprimió la presencialidad de pacientes y, ante el imposible de extracciones de sangre telefónicas, quienes debamos pasar por el trance analítico tenemos que hacerlo en un cocherón oscuro que sería la envidia del diabólico Doctor Pat o del Profesor Tenebro. Aledaño al consultorio y, sin duda y por aquello de ajustarse al presupuesto, amueblado con saldos del Centro Reto, su sala de espera es un trozo de  acera de la Ronda del Pilar. Una sala diáfana, ventilada, con superficie variable que aumenta o disminuye a fin de adaptarse al número de usuarios y también, por supuesto, a la distancia de seguridad que debemos mantener entre nosotros. Toda una cucada, ¿a que sí, Vergeles? En fin, como comprobarán, a nuestros próceres, ¡bendita sea la leche que mamaron!, no se les escapa una y están pendientes de nuestras necesidades sanitarias de manera exquisita. Y, además, ahorrándonos dinero.

 

           


          En cualquier caso y no obstante lo anterior, cada vez que he tenido que opinar, aquí y en otros foros, de la Sanidad Pública en Extremadura, sólo he podido decir que he recibido una atención de primera de todos y cada uno de sus profesionales. Antes y después del Covid, in situ o por teléfono. Y hablo de profesionales, o sea, de médicos, enfermeros, celadores, funcionarios y afeitadora de la zona a operar... Y de mi Centro de Salud, de Consultas Externas, del Servicio de Cirugía Mayor Ambulatoria, del Centro de Especialidades, de Urgencias... Leo en las redes, y en cartas a la directora en estas páginas, más de una crítica a la tardanza en la atención telefónica de este o aquel Centro de Salud cuando llamamos a él. Y no siempre queda claro en ellas, o yo no soy capaz de verlo, a quién va dirigida la crítica de esa tardanza o de esa pesadez. No sé si estaré equivocado pero mi experiencia me dice que ese problema no es consecuencia de que, de un día para otro, los funcionarios que las atendían hayan pasado de la diligencia a la desidia. Posiblemente el problema está en que antes debían atender 20 o 30 llamadas en su jornada laboral y ahora, suprimidas las consultas presenciales, deban atender 200 o 300. Y quien debería remediar el atiborre, no ha ampliado líneas telefónicas ni contratado al personal necesario para hacer frente a una avalancha más que previsible. Quiero decir que si quienes dirigen el sistema son incapaces de prevenir su saturación en determinadas circunstancias, excepcionales o no, el sistema colapsa. Y quienes forman parte de él de manera activa (médicos, enfermeros, celadores, funcionarios, afeitadora de la zona a operar...) son igual de víctimas que los usuarios del mismo. Y, me imagino, que con un grado de frustración al menos similar a la de ellos. Porque de las carencias de un sistema, y si es sanitario, más, todos somos víctimas. Todos, menos aquellos, culpables e inútiles que, dirigiendo el cotarro, son incapaces de hacerlo eficaz.  

 

           


        Ayer, mientras esperaba en la calle para entrar a que me pincharan en el brazo, vi cómo una anciana menuda, frágil, que ya había pasado por el trance, comenzó a marearse al ver cómo la sangre resbalaba por su brazo y goteaba dejando un rastro rojo en la acera. Fue atendida de inmediato y, al entrar yo, salía ya recuperada.  Y vi cómo pasaban niños camino de un colegio cercano que esquivaban pisar las gotas rojas. Y también vi (y, a pesar de mi sordera, escuché) la desesperación y la angustia que había en el ambiente. Y sentí el agobio que en el interior de ese apaño siniestro, se respiraba. Y en la acera, a 10 o 12 personas, esperando. Pero, a pesar de ausencias, iban adelantados en las citas. Así, cuando me fui de allí, eran las 09:03 de una mañana gris que amenazaba lluvia. Si lloviera -pensé mientras huía- el agua limpiará la sangre de la anciana.

domingo, 13 de septiembre de 2020

LA "COMPARESENCIA" DE VARA


El HOY del pasado miércoles día 09, se hizo eco de la entrevista que el presidente Fernández Vara concedió a Canal Extremadura el día antes. Casi una hora de prédica apostólica en la que, con la prosa meliflua y, por momentos, grandilocuente a la que nos tiene acostumbrados, intenta desgranar los avatares que la apertura del curso académico ha acarreado a costa del covid o la covid, (sic),  las ratios, el desdoblamiento de aulas, la contratación de profesores consiguiente y alguna que otra teoría peregrina sobre la inutilidad de los PCR masivos a los docentes, o la capacidad de los “grupos estables”  para contener la propagación de la pandemia. La verdad es que, de entrada, intenté ir a la fuente original y escuchar y ver el desarrollo íntegro de la comparesencia, que diría la portavoz o portavoza sanchista, pero mi instinto de conservación consiguió imponerse y desistí del envite, que no están las cosas como para andar jugando con fuego. Y, así, lo destacado por el HOY fue más que suficiente para hacerme ver la enjundia disparatada del asunto y comprobar que el presidente extremeño anda en este asunto al mismo nivel ausente e improvisado, si cabe, que los responsables estatales, que están alcanzando cifras de nuevos casos positivos más que alarmantes. Y creciendo.

            El primer titular del periódico me sumió en un estado de estupefacción del que aún no me he recuperado. Dice así: «Vara asegura que las pruebas masivas a los docentes dan una falsa sensación de seguridad». Y sigue  diciendo que «nunca se han planteado hacer pruebas PCR masivas a los docentes, como se ha hecho en otras comunidades autónomas, porque no valen para nada». Y remata la faena diciendo otra perogrullada mayúscula: «El docente puede dar negativo hoy y ser positivo mañana». De sus palabras cabe  deducir que, «masivamente», los docentes titulares y los interinos contratados en Extremadura acuden a clase sin que la Junta de Extremadura, de la que dependen, sepa su situación pandémica. Y, sin embargo, tiene el descaro de proclamar que «el riesgo cero no existe pero en los centros educativos no va a ser mayor que cuando los estudiantes están en los parques o en las piscinas». Se necesita ser desahogado. O sea, que para este portento es lo mismo estar apiñados en una habitación cerrada, compartida con alguien que puede ser positivo asintomático por COVID19, que al aire libre con compañeros o familiares sanos. Y pontifica en plan abad mitrado: «Habrá más tranquilidad si todo el mundo, de forma colectiva, hace mejor las cosas en la parte que le toca». Pues debería aplicarse el cuento este alma de cántaro, porque el cacao mental que tiene es de órdago a la grande.

           
En cualquier caso, los subterfugios que se inventan para esconder la verdadera razón del desatino, quedan al descubierto cuando dice de manera infantiloide que  «esto no es una carrera para ver quién hace más pruebas, ya que hay que hacerlas adecuadamente porque si no puede ser inútil y un gasto de dinero que se puede dedicar en otras cosas». Y ahí está el busilis. Y, con él, volvemos a los cuentos ya conocidos... ¿No hay dinero para mascarillas o no podemos adquirirlas? Pues eso, las mascarillas no sirven para nada y no hay que usarlas, diga lo que diga la OMS. ¿Hay dinero para comprarlas y abastecernos? Pues mascarillas obligatorias para todo quisqui, como dice la OMS. ¿Quiero pagar con los fondos europeos del COVID19 un Plan de Regadíos en Tierra de Barros? Pues eso, las pruebas PCR no sirven para nada, así que no se hacen y los profesores y alumnos, que se busquen la vida. Y yo a lo mío, que es permanecer desparramando incienso aunque apeste el incensario a tocino añejo. El tal ha adquirido un grado de misticismo y de embeleso buenista  impostado que cualquier día lo vemos levitar como al monje budista «Rayo Bendito» de «Tintín en el Tíbet», pero en plan cura preconciliar en posición de Dominus Vobiscum.  Digo, un acto teatral más (y los que nos quedan por sufrir) de la astracanada trágica que vivimos desde el pasado mes de marzo a costa del COVID19 o de la COVID19 (sic), pero, como decía el director de aquella banda de música que siempre interpretaba la única pieza que sabía, más cargado de bombo, para emboscar la carencia. Una sucesión de frases hechas y vacías de contenido, de las que aporto dos ejemplos señeros:  «Tenemos que hacer lo que hay que hacer», sin duda una muestra preclara del absurdo metafórico más zafio. O estotra: “La única certidumbre es la incertidumbre”, que, si hubiera podido oírla Isaac Asimov, él y sus gusanos andarían removiéndose en la tumba.

           
En resumen, el presidente de Extremadura, en su verborrea diarreica, se zambulle en el pantanoso terreno del «Principio de contradicción», que el DRAE define como «1. m. Fil. Enunciado lógico y metafísico que consiste en reconocer la imposibilidad de que una cosa sea y no sea al mismo tiempo». Porque si al tiempo que, en su deslavazado argumentario, recurre a la ciencia y al conocimiento para combatir al virus, considera inútiles los PCR y no los hace mayoritariamente. Y si, al alimón, Perogrullo afirma que los positivos asintomáticos no tienen síntomas, ¿cómo coño sabemos que no hay, entre los docentes fijos o contratados, positivos que puedan expandir la enfermedad entre sus alumnos y compañeros y liar la gorda? Pues él sabrá. O no. Habrá que esperar a su próxima comparesencia, Chiqui, si es que la hubiere. Si  no nos obstruccionamos, primo.

domingo, 6 de septiembre de 2020

PUESTA AL DÍA


Desentrenado como estoy, cojo carrerilla y empiezo a escribir este artículo de reingreso a mi curso «articulístico» el 22 de agosto, a las 22:36 horas. Más que nada por darme un margen de tiempo, ¿suficiente?, para poder machacarlo y machacarme antes de lo imposible. Y así,  buscando una ayuda que solo puedo encontrar en mi propia historia, repaso lo que escribí desde 2017 en circunstancias como ésta. En cualquier caso, un repaso estéril porque, desde el mes de marzo, este año no puede compararse a ninguno de los anteriores. En aquellos, la vida transcurría a su ritmo, seguía su curso con las dosis de angustia que cada cual sufriera o quisiera añadirle por el hecho de ser. Al fin, la natural extrañeza que supone, con frecuencia, el estar vivo. En éste, ha sido la angustia la que se ha enseñoreado de nuestros pasos. Y la que nos ha obligado  (al menos, en mi caso) a incorporarles la parte alícuota de gozo necesaria para celebrar el hecho de sobrevivir y, además, poder hacerlo sin despeñarnos por la pendiente de la desesperación. Y todo este desvelo agobiante, por culpa de la catástrofe sin paliativos que ha supuesto el proceso de «transición hacia una nueva normalidad», que es la estrambótica y ridícula denominación con la que, los cabezas de chorlito de la clase política gobernante, bautizaron a la situación paradisíaca que íbamos a disfrutar tras el estado de alarma y que, a la postre, no ha sido más que una desastrosa vuelta atrás, un regreso incuestionable a los infiernos víricos.
            

No sé por qué extraña asociación de ideas, o quizá sí, este retorno a nuestro pasado más cercano me ha hecho recordar la primera entrega de la trilogía peliculera de Robert Zemeckis, Back to the future, titulada en España Regreso al futuro, y en Hispanoamérica, creo que con más rigor lingüístico y cinematográfico, Volver al futuro o De vuelta al futuro. Aunque, en cualquier caso, creo que lo correcto hubiera sido titularla sustituyendo la palabra ‘futuro’ por ‘presente’. Pero, ya saben, la mercadotecnia tiene sus vasallajes. En fin... reproduzco la sinopsis que de esta comedia de ciencia ficción hace FilmAffinity: El adolescente Marty McFly, (Michael J. Fox), es amigo de Doc, (Christopher Lloyd), un científico al que todos toman por loco. Cuando Doc crea una máquina para viajar en el tiempo, un error fortuito hace que Marty llegue a 1955, año en el que sus futuros padres aún no se habían conocido. Después de impedir su primer encuentro, deberá conseguir que se conozcan y se casen; de lo contrario, su existencia no sería posible. Gracias a su amigo Doc, consigue su objetivo y, al fin, vuelve al presente del año 1985 del que partió. Marty, en la ficción, pudo volver. Pero nosotros, en la realidad contundente que vivimos, nos hemos quedado abandonados en un pasado próximo y tenebroso, acaso con la sensación de estar viviendo una pesadilla recurrente. Es la diferencia de estar  bajo el amparo de un científico que, loco o cuerdo, sabe lo que se trae entre manos; o sometidos a los dictámenes de unos dirigentes políticos incompetentes y malintencionados, un “comité de expertos” fantasmagórico y un hipnotizador mercenario y alopécico apóstata, colaborador necesario y cómplice de la hecatombe, emboscado entre las sombras de su gabinete “monclovita”  cual doctor Caligari redivivo.
             

Y ya que me pongo repipi, decir que El gabinete del doctor Caligari, es una película muda de terror de 1920, cumbre del expresionismo alemán, que nos narra las andanzas de un loco que utiliza a un sonámbulo, Cesare, para cometer asesinatos. Una metáfora de «la autoridad brutal e irracional ejercida sobre el hombre común condicionado y su renuncia a rebelarse contra la autoridad trastornada». Si tuviera que seguir parangonando la película con la situación atribulada en la que nos encontramos, el papel de Cesare lo adjudicaría, sin duda, a Pedro Sánchez. Con matices, por supuesto, porque él es un sonámbulo hipnotizado pero despierto, poseído hasta la insania por un ansia enfermiza de permanecer entronizado. Todo lo que no sea eso, le es indiferente. Cuando veo en televisión sus apariciones con estética cutre de figurín de Hogar y Moda, pantalón pitillo y ademanes ensayados, largando sinsorgas ampulosas y rollos patateros y falaces al dictado, me pasa lo que al albañil gallego accidentado, que «pierdo mi presencia de espíritu».  Y, en mi desvarío, me lo imagino iniciando un torpe zapateo de claqué tal que un Fred Astaire de baratillo, que es lo que la iconografía de su oropel y su impostura me sugieren.
             



He de reconocer que este hechicero oculto que padecemos, convencido como estoy de que es factótum de nuestras desdichas, tiene una especial sabiduría para ofrecer sus servicios a políticos más o menos camuesos que, sin él, serían apenas nada: muñecos de madera inanimados. En Extremadura, este Gepetto Caligari se conformó, entre otras chorradas, con vestir a Monago con un chándal fosforito y hacerlo retozar patéticamente entre encinas. Ahora ha coadyuvado a que el número de infectados por la pandemia alcance cifras de marca mayor, porque la “nueva normalidad” sigue acumulando muertos, ingresados y brotes a lo bestia. A todo esto, Simón, el simpaticón, nos dice, tras más de 47.000 nuevos contagios en la semana pasada, que la situación «no es buena», (¡joder con la ambigüedad semántica del epidemiólogo!). Mientras, Sánchez, bajo la nueva consigna de «España puede», él, que no ve más allá de su ombligo, pide «altura de miras» a la oposición al tiempo que amenaza con una legislatura de 40 meses. Pues si se cumple su vaticinio, con la pandemia descontrolada de por medio, España quizá pueda, ¡ojalá!, pero a saber cuántos llegaremos a verlo, primo.

domingo, 28 de junio de 2020

SETIEMBRE SERÁ OTRO DÍA


Es éste el último artículo de mi curso articulista 2019-2020. Un curso, sin duda, distinto a todos los que he vivido:  Apenas empezadas las vacaciones, el 4 de julio, abuelicé por primera vez. Y el primer artículo que escribí para la apertura de este nuevo curso que ahora acaba, lo titulé Volver a la ternura, que me publicaron en estas páginas el sábado, día 7 de setiembre. En él hablaba de las primeras sensaciones del hecho de ser abuelo. Y pensaba abrir el nuevo curso con otro desahogo de abuelo, tratando de hacerles llegar la evolución de mi ternura chocha y entregada. Pero me temo que no me van a dejar. Porque la vida que vivimos está sujeta a las intromisiones de quienes pueden amargárnosla sin remedio y ante los que estamos absolutamente indefensos. Por fortuna vivimos en sociedad. O acaso por desgracia, porque las riendas que  guían la nuestra están en manos de quienes, con frecuencia, no son más que un manojo de incompetentes que, a pesar de que te miren a los ojos, (según dice que hace nuestro frailón de oficio para dar, así, muestra de su tranquilidad moral y, posiblemente, buscando nuestro convencimiento de su bonhomía y su altruismo), muchas veces lo hacen solo con la intención de saber dónde tienen que meter el dedo para dejarte tuerto y jodido de por vida. Y no estoy hablando de cinismo, que también, estoy hablando de incapacidad, de la dictadura democrática de los mediocres electos, que es muchísimo peor.

           
Cuando empecé a escribir este artículo de despedida y al tiempo que me apalancaba una Estrella Galicia bien fresquita, pensaba hablar de lo escrito y publicado en HOY a lo largo de estos últimos 10 meses. Digo, de recapitular las inquietudes y los sentimientos compartidos aquí cada sábado durante casi un año de mi vida. Pero no me han dejado. Porque ha habido tres noticias (joé con la puñetera actualidad informativa) que han trastocado mis deseos. La primera, en la que no quiero extenderme porque se me sube al gaznate el asco de la náusea, es el follón que se trae Pablo Iglesias con la Fiscalía Anticorrupción chivata, el juez del caso Villarejo, la tarjeta estampada de su móvil y sus cloacas particulares y apestosas, que ya veremos cómo acaba. La segunda, la paliza que vi en televisión, propinada por un bestia a su novia en el coche y que fue grabada por una vecina del lugar que, sin duda, la salvó de la muerte en ese momento porque esta buena samaritana llamó a la policía y el hombre fue detenido... Para ser puesto en libertad poco después, ¿por el juez de guardia?,  con una orden de alejamiento que estos energúmenos se pasan por el forro de sus nísperos porque saben que es absolutamente ineficaz. Y mientras, la ministra de Igualdad, Irene María Montero Gil, arrastrando su feminismo inútil de escaparate, en vez de intentar cambiar una ley que permite tamaña aberración. Si eso, por pura aritmética electoral, no fuera posible, al menos debería intentar que se dotara a la que hay para que esa orden de alejamiento no fuera el papel mojado con la sangre de las víctimas que es en la actualidad. En definitiva, para proteger a estas mujeres agredidas de la reincidencia, tantas veces mortal, de sus agresores. Hay veces que pienso que a esta gentuza, bocazas y encumbrada, no le interesa acabar con esta lacra, y lo único que quiere es poder seguir aprovechándose de ella para seguir en la bicoca. ¡Si seré yo mal pensado, primo!

           
Y la guinda del pastel que desbarató mis intenciones de articulista, por cercanía y porque sí, ha sido «una serie de catastróficas desdichas» que han hecho posible el rebrote de la puta pandemia habido en Navalmoral de la Mata. La literatura del absurdo introducida en nuestra vida gracias a la incompetencia de la Delegada del Gobierno en Extremadura y del vicepresidente segundo de la Junta de Extremadura, Vergeles, ignoro si bajo la égida paternalista y cursi del frailón que la preside. A ver si me aclaro: Se decide el traslado, que se realiza el 24 de mayo cuando aún estaban prohibidos los viajes interprovinciales, de un inmigrante desde Almería hasta Navalmoral, realizado por la Fundación Cepaim con las bendiciones de la Secretaría de Estado de Migraciones. Al llegar a Navalmoral, se le hace un PCR que da positivo. Y, a pesar de su situación de aislamiento, contagia a unos pocos colegas más. Pero el individuo huye de la acogida y anda por ahí, en paradero desconocido, soltando yesca virulenta y con una orden de busca y captura que trata de impedir que siga jodiendo la marrana. Y, digo yo: ¿Por qué no se le hizo la prueba antes de salir y, viendo que estaba contagiado, no se le aisló y trató en Almería? Otrosí digo: ¿No se establecieron medidas de vigilancia para impedir una posible fuga? ¿Acaso se paseaba por las calles de Navalmoral a su libre albedrío? Otrosí digo: ¿El hecho de venir en patera, ser un príncipe belga o un turista alemán, exime a estos privilegiados de cumplir las normas impuestas por el estado de alarma, de obligado cumplimiento para la ciudadanía? Y si esto es así, ¿cuáles son, en cada caso, las razones para dicha exención? Y, termino: ¿Además de ser unos incompetentes cum laude, nuestros políticos se creen tan listos que nos toman a todos por idiotas? Pues no lo sé. Pero me temo que, de seguir así, sometidos a los dislates de semejante pandilla de desnortados ampulosos, vamos a tener pandemia hasta que a las ranas, o a mí, nos salga  pelo.


             En fin, si todo va como tiene que ir, (y, visto lo visto, pueden aplicar a esta frase todas las posibilidades que ofrece su inconcreción), volveré por aquí el sábado 5 de setiembre próximo. Hasta entonces, les deseo a todos que pasen un verano sin sobresaltos. Y a mi primo, también.

domingo, 21 de junio de 2020

UN CARDENAL, DOS ANTIVACUNAS Y MI PRÓSTATA.

¡Ay, primo!, que ahora sí que ya ando en un sinvivir  de no te menees ni bailes. Que han salido a la palestra un cardenal-arzobispo y unos cantantes faranduleros que me han puesto las tripas al sereno y, según tengo yo la próstata, que no sabe a qué carta quedarse si a la del cáncer o a la de la obsolescencia viejuna, hay veces que voy a mear y no echo gota. Y ni ella ni yo sabemos si es por una cosa o por la otra. Puestos a ser optimistas (por una vez y con el permiso de José Saramago y de mí mismo) quiero creer que no es por ninguna de las dos. Lo que ella piense, si es que las próstatas piensan, no sé qué será y jamás podré saberlo, porque entre ambos hay una dificultad intrínseca para la comunicación verbal; pero yo le digo, por lo que pueda pasar y por si acaso se entera, que no se desespere ni tire por la calle de en medio facilona. Que lo mío no va a ser más que un empacho de estupefacción. Y que el hecho en sí de mi ocasional imposibilidad miccional nada tiene que ver con ella, ni con su agotamiento por la edad, ni por la certeza de que anide en su interior algún grumo maligno. Que lo de ir a mear y no echar gota no pasa de ser una metáfora, un recurso estilístico de escritor deslenguado. Y que (ella lo sabe mejor que yo) cuando voy a lo que voy, lo suelo hacer sin problemas. Entre otras cosas, porque la Estrella Galicia es un diurético infalible que añade gloria bendita al desahogo.  

Y es que, por si no tuviéramos bastante con el confinamiento; las fases polimorfas y asimétricas de la desescalada; las contradicciones normativas del proceso con el que intentan llevarnos a esa horterada altisonante de la “nueva normalidad”;  la languidez meliflua de Illa; la ronquera mística de Simón y la prepotencia esdrújula de Sánchez, ahora han venido a formar parte de la charanga para, con sus majaderías paranoicas, poner a tan agrio pastel la guinda peripatética, unos espontáneos de postín y a cual más ocurrente: Por un lado, el cardenal-arzobispo de Valencia y otrora prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Antonio Cañizares Llovera; y, por otro, dos cantantes antivacunas: Luis Miguel González Bosé, de nombre artístico ‘Miguel Bosé’; y Enrique Ortiz de Landázuri Izarduy, alias ‘Enrique Bunbury’. Y su acción conjunta y monomaníaca, ignoro si coordinada, ha logrado hacer una pinza que ríete tú de la que hubo en la batalla de Guadalete. Pinza que, en lo que a mi próstata se refiere, ha sido demoledora en su comportamiento, (dicho sea esto último en el sentido más poético y metafórico que pueda decirse).

Monseñor Cañizares, o como quiera que sea su tratamiento protocolario cardenalicio-arzobispal, en la homilía de la misa oficiada por él el pasado jueves día 11, en el que la Iglesia Católica, Apostólica y Romana celebraba el Corpus Christi, aleccionó a sus oyentes con la siguiente mamarrachada, dogmática y falsa de toda falsedad: «El demonio existe en plena pandemia, intentando llevar a cabo investigaciones para vacunas y para curaciones. Nos encontramos con la dolorosísima noticia de que una de las vacunas se fabrica a base de células de fetos abortados. Primero se le mata con el aborto y después se le manipula. Tenemos una desgracia más, obra del diablo». Este anciano purpurado no se queda corto en sus burradas y en su ignorancia, e iguala, para arrimar el ascua a su sardina, células de fetos recién abortados con “líneas celulares de cultivo”, que es lo que utilizan los investigadores. Aunque albergo la sospecha de que monseñor, aprovechando un ruido interior de campanas desafinadas, está arremetiendo subliminalmente contra los abortos provocados, al tiempo que, de espolique, da hisopazos bíblicos a un diablo cojuelo que sólo está en la imaginación de su credo evangélico, cerril y ultramontano. Y, digo yo, estos carcamales mitrados, ¿no se jubilan nunca?

En cuanto a los músicos, leyendo lo que uno piensa, Bosé, y lo que el otro, Bunbury, comparte de lo que otros piensan por él, he recordado aquella campaña, mucho más rudimentaria y pedestre pero, sin duda, impregnada de la misma obsesión conspirativa, que inundó con pintadas de lamentable ortografía  los muros de la Vía de la Plata, con frases como «Si te sumba el oido te escuchan con laser  la Nasa», o, «La Nasa desde el satelite sigue a las personas y puede tortura». Bien es verdad que la de estos dos portentos actuales, ya adaptada a  los tiempos que corren, cambia muros y pintadas por redes sociales y ordenadores y a la Nasa por Bill Gates. Pero su nivel de chaladura y analfabetismo prehomínido es el mismo.

Y, mira tú que gracia, Engracia, que por culpa de estos tres camuesos ando yo tratando de convencer a mi próstata que, por otra parte, no está para farolillos ni mandangas, de que una frase metafórica no es más que eso, que no tiene capacidad alguna para que a ella le anden saliendo gránulos indebidos que no tienen razón de ser. Que se relaje. Que los asombros que me produzcan las paridas de este trío patético y estrambótico, a ella, ni fu ni fa. Y en esas ando, a ver si soy capaz de convencerla. No sea que vayamos a liarla, primo