lunes, 30 de septiembre de 2013

VOLVIENDO SIEMPRE A LISBOA


En Juncal, una de las mejores series que hemos disfrutado en la televisión en España, hay una hermosa secuencia en la que podemos regodearnos, mientras escuchamos el fado María Lisboa ( Vende sueños, marejadas / y tempestades pregona. / Su nombre propio es María / y su apellido Lisboa.) cantado por Amália Rodrigues, de una vista aérea y a pie de calle de Lisboa en la que aparecen el río Tejo, la Praça do Comércio, Restauradores, el funicular de Gloria… Volví a verla acabando el mes de agosto y esa toma me cautivó como la primera vez y me inoculó, como siempre, el deseo de viajar de nuevo hasta esa bellísima ciudad, tan cercana a nosotros en tantos sentidos y, con frecuencia, tan distante y desconocida, cuando no olvidada. De modo que este último fin de semana con prórroga, volvimos a ella mi santa y yo con la ilusión de unos primerizos. Por supuesto que en esta ocasión, tras las terribles experiencias sufridas por su culpa, no eché mano del GPS. Ese engendro de Satanás se quedó en la casa, muerto, sin batería, metido en una cartera dentro de un maletín con cerradura de combinación que seguro que olvidaré y éste, a su vez, guardado en un armario cerrado con una llave que llevo siempre conmigo. A pesar de mi agnosticismo, y por si las moscas peliculeras, junto al maletín coloqué, con la esperanza de que sirviera de escudo a los posibles ensalmos del satánico artilugio, una pequeña imagen musical y fosforescente de la Virgen de Fátima, luminosa efeméride de mis días infantiles que quedó brillando en la oscuridad de su encierro.

Pero de nada sirven sortilegios contra un mal externo cuando otro similar y aún más dañino anida en nuestro interior. Para no entrar en detalles que sólo servirían para hacer más patente mi ya confesada idiotez topográfica, resumiré diciendo que me perdí a la entrada y a la salida de nuestro destino. Por si esto no fuera bastante puse la guinda antes del pastel y, en el trayecto de ida, llegando a Évora, recordé en un repente que había olvidado en la casa mi zurrón farmacológico, un surtido de pastillitas de colores y formatos varios que sirven para paliar las miserias de mi status cascajoso. De modo que media vuelta camino de Badajoz perfeccionando el arameo y más de dos horas perdidas, con lo necesitado que estoy de ellas. Curiosamente una de estas capsulitas olvidadas, brillante y bicolor, está indicada para favorecer el riego sanguíneo y evitar ausencias como la sufrida. Pero por lo que veo y por mi historia, la carencia que me flagela no debe de ser cuestión del riego, sino de la infraestructura del regadío, y me temo que para remediarla una virgencita se queda corta. Más bien se necesitaría toda una corte celestial vestida de dalmática y enarbolando con entusiasmo bengalas y cirios. Un grabado imposible de Doré con estrambote. Una quimera, vamos. Así que paciencia.

 Afortunadamente Lisboa es un bálsamo. Porque llegar al hotel, muy cerquita de la Praça Marquês de Pombal, tomar posesión de la geografía efímera y circunstancial de la habitación, asearte como un gato perezoso y salir a dejarte llevar por la vitalidad sosegada de la Avenida da Liberdade, actúa como una mágica y maravillosa rama de romero, que se lleva lo malo y deja lo bueno. Y ahí olvidas, esta vez para bien, cualquier desventura, peccata minuta ante el sabor de su aire, que el viaje te hubiera deparado. Porque Lisboa te envuelve y te protege y te lleva en volandas a la alegría calmada, al olvido hecho armonía, al atisbo de la felicidad. Y al fin, en ese encuentro mágico, debes abandonarte y permitir que la ciudad se adueñe de ti, dejar que te guíe, que su intuición dulce y antigua sea la tuya, que los libros que leíste sobre ella y los fados que escuchaste sean el espíritu que acompañe tus pasos. Abrir tu corazón como ante un primer amor reencontrado, dejarte conducir por su sabiduría y confundirte con ella y en ella, como te hermanas con la lluvia o te sumerges en la niebla. Y desear que sea tu sombra junto a su historia quienes dirijan tus sentimientos mientras desembocas en la Praça do Rossio, que se abre como un útero acogedor, cálido y vivo, para llegar por fin, tras la Rua Augusta, a pasar bajo el Arco da Victória y, en un parto incruento,  sentir cómo la ciudad te da a luz, te arroja en volandas hasta la luz del Tejo, ese río que cuando llega hasta ella se crece, emocionado, y adquiere vocación de mar. Y quedarte allí, viendo pasar los sueños arropado por el dulce chamullo de las voces calladas, mientras descifras los fados fantasmales que susurran los timbres de tranvías, las voces de la calle, las sombras de otros tiempos que vienen a ser éste.

Lisboa no es sólo una ciudad a la que ir. Es, sobre todo, una ciudad en la que estar. Porque es infinita, tan
distinta cada vez siendo ella misma que, generosa y agradecida, te regala en cada visita un nuevo matiz, un abrazo distinto. Lisboa es un sentimiento que se anda, “un estado de ánimo”, un destello de blanca luz, es sosiego y dulzura, melancolía serena, agrado acogedor de su gente hospitalaria y educada. Una ciudad a la que siempre queremos volver y no lo hacemos lo suficiente. Y tendríamos que hacerlo porque, cuando te vas, te despide con sollozos esperando que vuelvas pronto a estar con ella. Y el recuerdo de sus lágrimas puede llegar a destrozarte el corazón.

(Vuelvo a colgar este artículo, que desapareció de aquí por arte de magia o de mis torpes manazas. Aprovecho para decir que las fotografías las hizo mi santa)

domingo, 29 de septiembre de 2013

LA MALA EDUCACIÓN

La vanidad es yuyo malo / que envenena toda huerta, / es preciso estar alerta / manejando el azadón, / pero no falta el varón / que lo planta hasta en su puerta. He recordado días atrás, repasándolos, estos versos sencillos y profundos de Atahualpa Yupanqui, incluidos en ese tratado de filosofía popular, melancólico y sabio, que son sus Coplas del payador perseguido, un relato rimado por milonga que no me canso de oír, siempre emocionado. Cuando yo empezaba a sentir ese escalofrío anejo a los primeros balbuceos poéticos aprendí mucho de él, de sus canciones, de sus poemas, de su ritmo, de su entereza. Después, o al mismo tiempo en el tiempo quizás, tuve la suerte que solo tienen algunos elegidos: la de tratar a diario, durante años que cada día que pasa me saben más a pocos, posiblemente a la persona más extraordinaria con la que un poeta bisoño, inseguro y provinciano como yo pudiera encontrarse. Él, Jesús Delgado Valhondo, me hizo un hueco en su almario como se acoge a un hijo. Y allí me instalé yo, al calor de su poesía y de su bondad, sabiendo que nunca me dejaría desamparado, que yo siempre podría estar acurrucado a su abrigo, mientras él soportaba, limando, mis arranques de vanidad y de estupidez primerizas. Con infinita paciencia supo hacerme separar el grano de la paja, al tiempo que rebajaba, implacable y dulcemente,  los humos engreídos de soberbia que los aplausos pudieran provocarme.

No obstante, a pesar de sus esfuerzos, en los siniestros años de final de la dictadura y  del inicio de la transición recorrí, con otros poetas y cantantes,  buena parte de la geografía extremeña no sólo para encontrar un reconocimiento que satisficiera mi vanagloria, que algo de eso había también, sino, sobre todo, para aprovecharme, mientras lo compartía, del espacio de libertad que habíamos conseguido en esos recitales de poesía y canción y que, más allá de ese recinto mágico, la sociedad no disfrutaba. Era una manera de arrimar el hombro en la lucha, poniendo voz, música y palabras solidarias al clamor sordo que retumbaba en calles y plazas contra la represión franquista. Y allí, sorteando censores y guardianes camuflados, con mayor o menor acierto poético, largábamos las verdades del barquero. Era una hermosa manera de socializar la esperanza.

Viene todo este prolegómeno a que, de un tiempo a esta parte, muchas de las personas o personajes del mundo de la “cultura” que se suben a un escenario real o virtual a recibir algún premio o alguna prebenda institucional, se sienten en la obligación de soltar su mitin, su discursito ad hoc, su ración de ingenio crítico o, simplemente, su pequeño hatillo de idioteces para, poniendo cara de pensar “¡mecachis, soy la releche en verso!”, criticar con regodeo populista  la política del gobierno o institución que les concede el premio. Aunque entre los objetivos cumplidos de esa política nefasta y bellaca llevada a cabo por el otorgante esté, curiosa y paradójicamente, el de haberle concedido el premio al díscolo. El último en hacer el numerito ha sido el Premio Nacional de Cinematografía, Juan Antonio Bayona que, con 30.000 del ala en el bolsillo, instó al ministro Wert en un “duro y sencillo discurso” a que valorara la cultura. Pero, alma de cántaro, ¿no lo estaba haciendo ya al darte a ti el premio y la pasta gansa? Javier Marías renunció al Nacional de Narrativa en 2012 y Santiago Sierra al de Artes Plásticas en 2010, cada uno con unas razones que explicaron en los foros que creyeron oportunos y sin montar numeritos demagógicos ni peroratas de mala educación. Ellos dos sí fueron honestos. Y los 30.000 euros se quedaron en la hucha del Estado. Pero hay quienes quieren estar al caldo y a las presas hablando de castidad mientras se masturban. Y eso ya no cuela. O al menos yo no me lo trago. Lo que subyace en todo este cuento adornado de reivindicaciones extemporáneas es, en el fondo, la concepción elitista de algunos de los que se autoproclaman integrantes de la nómina del mundo de la cultura, a la que creen personificar en carne mortal. Se sienten miembros de una aristocracia a la que hay que apoyar, económicamente por supuesto, para que puedan sostener uno de los pilares fundamentales de la sociedad. La ideología oligárquica es lo que tiene.

El paradigma de este tinglado con ínfulas de transcendencia lo sufrí viendo por televisión la entrega de los Premios Ceres de este año, ese botafumeiro absurdo pagado, por ahora, a costa de un dinero que iba para el sostenimiento de escuelas e institutos extremeños. Conducido por el presentador más gracioso de España, allí salieron unos y otras a soltar su cantinela reivindicativa con la tranquilidad que da el saber que su actuación no tendría consecuencias, porque su  menospreciado anfitrión es un político elegido democráticamente y debe aceptar, educadamente,  las salidas de pata de banco de sus invitados. En el pecado lleva la penitencia por empecinarse, o dejarse empecinar, en semejante charlotada. Si se instituyera un premio a la más memorable actuación de la última gala yo sé a quien se lo daría. Nos obsequió con una matraca de una idiotez sublime. Y tan patética como Zapatero diciendo “yes”.

Acabo con Yupanqui, sin olvidar lo que me enseñó Jesús: Acostumbrado a las sierras / yo nunca me sé marear / y si me siento alabar / me voy yendo despacito, / pero aquel que es compadrito/ paga ‘pa’ hacerse nombrar. El problema de los Premios Ceres es que los que pagamos fuimos nosotros y ellos cobraron. Y el año que viene, si el consejero áulico no lo remedia, más.


lunes, 2 de septiembre de 2013

"IL DOLCE FAR NIENTE"



Dada mi provecta edad o así, de unos pocos años para acá este mes de agosto vacacional me lo tomo, resumiendo, de relajo. Cuando voy, voy a ver a mis hijos a Barcelona y poco más. Mi santa y yo, instalados en esa placidez que proporciona el amor sereno y suficiente, conscientes de nuestros más y nuestros menos y sabiendo lo que podemos exigirnos el uno al otro nos acomodamos, sin perdernos en proyectos que de antemano sabemos condenados al fracaso, en los recovecos que el tiempo nos ha ido proporcionando. Bueno, quizás ella, más condescendiente que yo, se amolda resignada a mis fobias aéreas y aventureras y se solidariza así con las angustias que me producen ciertos desatinos viajeros. De modo que lo que hacemos, fundamentalmente, es estar juntos, intuirnos, hablar cuando es necesario, callar cuando es preciso, sabernos mientras uno lee y el otro ve la tele o al revés o al unísono, y sentir que seguimos ahí, comunicándonos en silencio a través de esa frecuencia sabia que dan los años de relación y conocimiento.

Tenemos la ventaja de disfrutar en la casa de una cocina amplia, con una mesa holgada, televisor y musiquita donde, en verano, hacemos prácticamente la vida. A primera hora de la mañana me instalo allí con el ordenador, leo los diarios digitales y, según se tercie, me encabrono, me río, me asombro, me emociono o me desespero con ellos. Y constato a diario las posibilidades que una misma noticia tiene, según sea la tendencia del medio en que aparezca, de ser ella y su contraria. Pura magia. Después salgo al espacio exterior, compro el pan y el HOY y, de vuelta al abrigo del útero, me lo leo y lo bebo al compás de un cafetito cremoso. Así disfruto de uno de los placeres que más satisfacción me producen en esta vida (que alguien calificará de simplona) que por ahora vivo. Solo me falta para cerrar el círculo del clímax  ¡ay! un cigarrito. Pero desde octubre del año pasado renuncié a él y ando a cabezazos contra su ausencia, sobre todo en momentos mágicos como el descrito donde periódico impreso, lengüetazo al dedo para pasar y escuchar página y café, conforman el súmmum del “rechinchoncheo” y de la bonanza. A cambio del sacrificio que supone la abstinencia y para combatirla disfruto de una indemnización que viene a ser bien primaria y, por tanto, la gozo y fomento día a día, cual es atiborrarme de chucherías y dulzainas de las que he conformado un variado muestrario en sabores, texturas, tamaños y coloridos y que me zampo con  ansia de una manera anárquica y casi animal. Siendo lo anterior satisfactorio y engordador, el fruto que más y mejor me recompensa de mi ayuno nicotínico es la satisfacción que me produce el que la tos ya no me impida ni me interrumpa la risa. Gloria bendita. Con lo cual ahora puedo carcajearme a gusto hasta de mi propia sombra. Y de la de algunos ni les cuento.

Al filo del mediodía resuena en el silencio interior la sirena que me indica que llegó el momento de dejar toda actividad y, con cervecita y condumio aperitivero de por medio, me zambullo en el placer inmenso del “dolce far niente”. Para mí lo ideal sería, como su propio nombre indica, estar sin hacer absolutamente nada, ni siquiera pensar, sentirme apenas vegetal y sumergirme de lleno en el nirvana de la molicie, pero como no hay rosa sin espinas ni paraíso sin serpiente, cedo a los deseos de la mi santa, transijo y aguanto con resignación cristiana que irrumpa en nuestro asueto y en mi placidez el engendro televisivo. No estamos abonados a ninguna plataforma de ésas que te permiten acceder a multitud de canales, ni acostumbro a estar pendiente del aparatejo si no es para picotear debates y ver las noticias o alguna película o documental que me interese. Pero dadas las circunstancias, durante estas mañanas agosteñas me he implicado algo más en revolotear, zapeando, por los programas mañaneros. Vayan dos detalles de mi malhadada experiencia: Ha habido dos cadenas emitiendo sendos debates con tertulianos en algunos casos vocingleros y siempre pontífices, que si no existiera el llamado caso Bárcenas tendrían que haber ocupado ese tramo con refritos o anuncios de teletienda. Me daba la impresión cada mañana de que estaban repitiendo el del día anterior: mismos personajes, mismos rótulos, misma foto del tesorero cabezón, similar suficiencia impostada, idéntico guirigay... Incluso dudaba si era una u otra la que había sintonizado, porque el sonido de la matraca no da para muchos registros. ¡Qué pelmazos Ángela, Madre del Amor Hermoso! Y en otra cadena, me topé con un espacio conducido por uno de los tropecientos mil cocineros vascos, (a veces me da la impresión de que en el País Vasco hay más cocineros que habitantes), que me irritó profundamente.  Y no solo por los chistes deplorables que cuenta mal, ni porque desafina cuando canta, ni por el autobombo que hace de sí mismo y sus productos, que también. Es que, a mitad de la emisión y en el mismo escenario donde un momento antes se elaboraba una, digamos, suculenta receta, aparece la hermana del susodicho hablándonos de sus problemas de estreñimiento al tiempo que nos recomienda un producto milagroso para que larguemos heces sin problemas. Algo así como zimarrón encebollado sobre emulsión de tximitxurri evacuante. Vaya, que me pareció de un mal gusto tremendo, rayano en lo escatológico.

De cualquier manera, y esto es lo importante, durante todo el mes me ha costado saber en qué día de la semana vivía, síntoma inequívoco de que el paréntesis vacacional iba como tenía que ir. El lunes volveré al trabajo sin sentir esa idiotez absurda y blandengue de la depresión posvacacional. Antes al contrario, iré contento sabiendo que tengo la suerte de poder hacerlo. Y con la ilusión de que el año que viene, crisis mediante, más.