Dada mi provecta edad o así, de unos
pocos años para acá este mes de agosto vacacional me lo tomo, resumiendo, de
relajo. Cuando voy, voy a ver a mis hijos a Barcelona y poco más. Mi santa y
yo, instalados en esa placidez que proporciona el amor sereno y suficiente,
conscientes de nuestros más y nuestros menos y sabiendo lo que podemos
exigirnos el uno al otro nos acomodamos, sin perdernos en proyectos que de
antemano sabemos condenados al fracaso, en los recovecos que el tiempo nos ha
ido proporcionando. Bueno, quizás ella, más condescendiente que yo, se amolda resignada
a mis fobias aéreas y aventureras y se solidariza así con las angustias que me
producen ciertos desatinos viajeros. De modo que lo que hacemos,
fundamentalmente, es estar juntos, intuirnos, hablar cuando es necesario,
callar cuando es preciso, sabernos mientras uno lee y el otro ve la tele o al
revés o al unísono, y sentir que seguimos ahí, comunicándonos en silencio a
través de esa frecuencia sabia que dan los años de relación y conocimiento.
Tenemos la ventaja de disfrutar en
la casa de una cocina amplia, con una mesa holgada, televisor y musiquita donde,
en verano, hacemos prácticamente la vida. A primera hora de la mañana me
instalo allí con el ordenador, leo los diarios digitales y, según se tercie, me
encabrono, me río, me asombro, me emociono o me desespero con ellos. Y constato
a diario las posibilidades que una misma noticia tiene, según sea la tendencia
del medio en que aparezca, de ser ella y su contraria. Pura magia. Después
salgo al espacio exterior, compro el pan y el HOY y, de vuelta al abrigo del
útero, me lo leo y lo bebo al compás de un cafetito cremoso. Así disfruto de
uno de los placeres que más satisfacción me producen en esta vida (que alguien calificará
de simplona) que por ahora vivo. Solo me falta para cerrar el círculo del clímax
¡ay! un cigarrito. Pero desde octubre
del año pasado renuncié a él y ando a cabezazos contra su ausencia, sobre todo
en momentos mágicos como el descrito donde periódico impreso, lengüetazo al
dedo para pasar y escuchar página y café, conforman el súmmum del “rechinchoncheo”
y de la bonanza. A cambio del sacrificio que supone la abstinencia y para
combatirla disfruto de una indemnización que viene a ser bien primaria y, por
tanto, la gozo y fomento día a día, cual es atiborrarme de chucherías y
dulzainas de las que he conformado un variado muestrario en sabores, texturas,
tamaños y coloridos y que me zampo con ansia de una manera anárquica y casi animal. Siendo
lo anterior satisfactorio y engordador, el fruto que más y mejor me recompensa
de mi ayuno nicotínico es la satisfacción que me produce el que la tos ya no me
impida ni me interrumpa la risa. Gloria bendita. Con lo cual ahora puedo
carcajearme a gusto hasta de mi propia sombra. Y de la de algunos ni les
cuento.
Al filo del mediodía resuena en el
silencio interior la sirena que me indica que llegó el momento de dejar toda
actividad y, con cervecita y condumio aperitivero de por medio, me zambullo en
el placer inmenso del “dolce far niente”. Para mí lo ideal sería, como su
propio nombre indica, estar sin hacer absolutamente nada, ni siquiera pensar,
sentirme apenas vegetal y sumergirme de lleno en el nirvana de la molicie, pero
como no hay rosa sin espinas ni paraíso sin serpiente, cedo a los deseos de la
mi santa, transijo y aguanto con resignación cristiana que irrumpa en nuestro
asueto y en mi placidez el engendro televisivo. No estamos abonados a ninguna
plataforma de ésas que te permiten acceder a multitud de canales, ni acostumbro
a estar pendiente del aparatejo si no es para picotear debates y ver las
noticias o alguna película o documental que me interese. Pero dadas las circunstancias,
durante estas mañanas agosteñas me he implicado algo más en revolotear,
zapeando, por los programas mañaneros. Vayan dos detalles de mi malhadada
experiencia: Ha habido dos cadenas emitiendo sendos debates con tertulianos en
algunos casos vocingleros y siempre pontífices, que si no existiera el llamado
caso Bárcenas tendrían que haber ocupado ese tramo con refritos o anuncios de
teletienda. Me daba la impresión cada mañana de que estaban repitiendo el del
día anterior: mismos personajes, mismos rótulos, misma foto del tesorero
cabezón, similar suficiencia impostada, idéntico guirigay... Incluso dudaba si
era una u otra la que había sintonizado, porque el sonido de la matraca no da
para muchos registros. ¡Qué pelmazos Ángela, Madre del Amor Hermoso! Y en otra
cadena, me topé con un espacio conducido por uno de los tropecientos mil
cocineros vascos, (a veces me da la impresión de que en el País Vasco hay más
cocineros que habitantes), que me irritó profundamente. Y no solo por los chistes deplorables que
cuenta mal, ni porque desafina cuando canta, ni por el autobombo que hace de sí
mismo y sus productos, que también. Es que, a mitad de la emisión y en el mismo
escenario donde un momento antes se elaboraba una, digamos, suculenta receta,
aparece la hermana del susodicho hablándonos de sus problemas de estreñimiento al
tiempo que nos recomienda un producto milagroso para que larguemos heces sin
problemas. Algo así como zimarrón encebollado sobre emulsión de tximitxurri
evacuante. Vaya, que me pareció de un mal gusto tremendo, rayano en lo
escatológico.
De cualquier manera, y esto es lo
importante, durante todo el mes me ha costado saber en qué día de la semana vivía,
síntoma inequívoco de que el paréntesis vacacional iba como tenía que ir. El
lunes volveré al trabajo sin sentir esa idiotez absurda y blandengue de la
depresión posvacacional. Antes al contrario, iré contento sabiendo que tengo la
suerte de poder hacerlo. Y con la ilusión de que el año que viene, crisis
mediante, más.
2 comentarios:
Muy bonito el comentario.Me ha gustado mucho.Un abrazo
La magia y el arte de lo cotidiano sentido y vivido.
Un abrazote.
Publicar un comentario