Le hice esta fotografía a mi hija Andrea en el verano de hace tres años. Estuvimos juntos en Valencia y, en ese momento, nos íbamos a la estación para decirle adiós. Ella camino a Barcelona donde vive y trabaja. Nosotros a Badajoz. Y a su ausencia. Tiene una expresión triste, la primera que veo cada mañana cuando enciendo el jodido ordenador. Al cabo de tres años he escrito este pequeño poema, porque las cosas son así.
Mi amigo Manuel, dueño del Bar Deportivo del Jamón (excelentes tapas, exquisita cerveza, trato familiar) es un hombre culto y sensible. Normalmente buen conversador, en ocasiones sufre abscesos de lo que, con sorna, hemos dado en llamar "el sentido trágico de la vida". Cuando ello ocurre, aplica economía en las palabras y anda, detrás de la barra, con la mirada baja y el paso cansino atendiendo a los parroquianos que allí acudimos en romería. Estas arremetidas de angustia no tienen una duración previsible, pero siempre un pico en el que hacen crisis. Cuando el barrunto metafísico está en lo alto, ha acuñado una frase que, colgada de una media sonsrisa, me suelta junto a la caña: "Jaime, si no fuera por el alcohol y el tabaco, yo estaría muerto hace mucho". ¿Puede haber una máxima, en estos tiempos de cursilería sostenible que vivimos, tan políticamnte incorrecta y tan definitiva? Yo me regodeo con su retranca y lo beatifico, cerveceramente hablando, mientras él se aleja, socarrón, camino del grifo. Y, al cabo, cuando el arrechucho existencial hace crisis y parece que la luz asoma por entre las espinas, Manuel, sobre el esquema del planteamiento anterior, aplica ya un matiz que mitiga su contundencia: "Jaime, si no fuera por el alcohol y el tabaco, yo ya me habría vuelto loco". O sea, Cioran para todos. Iconoclasia con aceitunas. Entonces sé que ha llegado el momento de encender un cigarro y pedirleotra cerveza sabiendo que, con recochineo, me contestará: ¡Voy "deseguida"!. Y así, él y yo, seguimos viviendo sin volvernos demasiado locos.
En el blog de Carlos Rivero he visto ayer, o antes de ayer, o siempre, una fotografía de hojas caídas, pequeños corazones ocres, sangre de otoño, melancolías calladas. Mi incompetencia me ha impedido recuperarla para que fuera cabecera de esto que escribo ahora al compás de una música que es todo mi silencio. Al verla ayer, o antes de ayer, o siempre, recordé un artículo que escribí no sé si ayer, o antes de ayer, o siempre, y que ya estuvo aquí. Ahora vuelve a estar para ilustrar esa fotografía de hojas caídas, pequeños corazones ocres, sangre de otoño, melancolías calladas, que no he sabido recuperar. Vaya, en fin, por Carlos y por mi incompetencia.
BULERÍA DE OTOÑO
Como una bulería llorando al viento de la tarde. Caen las hojas del árbol que, frente a mi ventana, derrama lágrimas mustias de un cielo que no se atreve a ser azul. Derroche inútil de luz que se pierde al compás de este otoño, indeciso entre una primavera que no es nada y un invierno que no llega a ser.
Como una bulería que suena sin querer, con miedo de romper el silencio inmenso de esta tarde, sobrecogida y solidaria, que acompaña mis manos mientras escribo. Suenan las palmas tristes de las ramas desnudas, los secos palmetazos que esparcen el dolor, mansamente, como aviones sin rumbo, color ocre, que llegan a no ser livianamente, con lentitud de muerte prematura.Una hoja, un niño… Viento ligero que juega a ser Dios y no respeta nada, ni siquiera el espacio diminuto donde elegir reposo; viento travieso, cobarde Dios de hojaldre de otros días que desparrama absurdo la injusticia, que impide caminar. Me da miedo pisar las hojas secas y me acurruco detrás de los cristales de mis gafas, sin salir, no sea que el aire de algún pequeño corazón de hoja se pose, dulcemente, en mis pestañas; no vaya a ser que el sufrimiento, prendido al arcoiris de su vuelo, se transforme en miseria.
Como una bulería, pura sordina que dulcifica apenas la impotencia. Mansamente el dolor, mansamente la tarde, mansamente las hojas jugando a ser metáfora, imagen de lo incierto conocido. Y mansa la distancia de los hijos que son todos los hijos. Van cubriendo el jardín sus almas cándidas en un último juego con la brisa, quizá su primer juego, su primera alegría en un zigzag inútil, remolino de risas apagadas. Se me llena el jardín, en un suspiro, de pequeños cadáveres. Hojas que caen… Sigo leyendo: “El hambre mata al año seis millones de niños” .
He publicado los siguientes libros: "Desde un amor en lucha", "Tarde de siempre", "Huida de las horas", "Insistente reencuentro", "Personario", "Espera inacabada", "Desconsolada espera" y "Presagio del silencio". Todos de poesía.