sábado, 7 de enero de 2012

POLÍTICA DE OROPEL

En el Boletín Oficial del Estado del lunes 28 de noviembre pasado, se publica una Resolución del Instituto de la Cinematografía y de las Artes Audiovisuales, dependiente del Ministerio de Cultura, por la que se establecen los criterios para el otorgamiento a las películas cinematográficas y otras obras audiovisuales de la categoría de “Especialmente recomendada para el fomento de la igualdad de género”. Este nuevo rango, que en el propio texto se califica como “absolutamente novedoso en el contexto internacional”, será otorgado por la misma comisión que es responsable de calificar las películas por grupos de edad y lo hará siguiendo los criterios orientativos “elaborados tras diversas consultas con expertos en materia de igualdad y política social”. Los baremos para conceder este marchamo de pata negra feminista son orientativos y para darse idea del peso específico de la filosofía que inspira tan encomiable proyecto, baste decir que uno de los aspectos que se valorará para la concesión de sello tan preciado es que la obra cinematográfica “represente de manera igualitaria la presencia y la capacidad de las mujeres en aquellos sectores y niveles claramente masculinizados y de los hombres en los feminizados”. Reduciendo lo excelso al absurdo, un docudrama cuyo argumento versara sobre las vicisitudes y angustias existenciales de una chula de putos por mal nombre Cascahuevos, encajaría perfectamente en esta ósmosis de roles reversibles con derecho al visto bueno del Ministerio. Esta sublime idiotez transcendente es herencia legada por la Ministra de Cultura anterior, esa mujer oscura de piel clara que se despidió del Ministerio transmutada en Marco Polo vip y que, bajo su permanente silencio enigmático y su languidez sinuosa de creadora en trance, mucho me temo que trataba de ocultar su incapacidad más absoluta.


Doña Elena Valenciano, Directora del Instituto Andaluz de la Mujer, abogaba no hace mucho por cambiar la letra de una de las canciones de “Los payasos de la tele”. Esa en la que se dice que una niña no podía jugar porque tenía que lavar o planchar. Criticaba la susodicha la imagen estereotipada que en la misma se daba del papel de la mujer en el ambiente familiar, ya que desde la infancia se inculcaba en los tiernos cerebros juguetones la idea de la mujer como ama de casa entregada, sólo, a las tareas del hogar. No daba la ilustre individua una nueva solución a los letristas para enderezar tan indudable y flagrante ejemplo de machismo. Ni falta que hace porque lo que hizo fue proponer como propia la que, años antes, un avispado integrante de esta familia de avispados ya había llevado a cabo al sustituir, en la infame cancioncilla, “una niña” por “un marido”. Ya ven qué virtuoso ejemplo de prognosis feminista la del payaso.

El propio Instituto Andaluz de la Mujer, esa reencarnación del rayo diabólico de Sivú a imagen y semejanza de su directora, siempre alerta para fulminar, en cualquier ámbito social, el menor atisbo o actitud que pudiera ir en contra del igualitarismo de sexos y, al mismo tiempo y por su propia idiosincrasia talibán, fuente inagotable de bobadas ampulosas, no ha mucho que ha propuesto modificar la letra del himno de Andalucía y adaptarla a los cánones no sexistas que nuestra sociedad moderna y avanzada demanda. De modo que, según su alto magisterio, donde en su comienzo dice “Andaluces, levantaos”, deberá decir “Pueblo andaluz, levántese” o, en versión más compadrita, “Pueblo andaluz, levántate”. Sólo puede concitar admiración la facultad de discernimiento de este instituto y gracias infinitas le sean dadas por ser capaz de descubrir el machismo soterrado y la misoginia latente que encerraba el poema de Blas Infante.

Valgan estos tres botones como muestra de lo que puede llegar a ser una ideología mema. No salgo de mi pasmo comprobando la capacidad funambulista de estas políticas, capaz de saltar con agilidad de lo grotesco a lo patético sin que tiemblen sus cimientos. Y mientras estas próceres andan en labores de escaparate, el drama sigue. El año pasado, sesenta mujeres han muerto a manos de sus parejas asesinadas a navajazos, a golpes, estranguladas, tiroteadas. Y en lo poco que va de este 2012, ya son tres nuevas víctimas las que han pasado a engrosar esta lista ignominiosa. Hay una ley contra la violencia doméstica que, a todas luces, carece de la eficacia necesaria como para impedir que estos tiparracos lleven a cabo su infamia. Si no se la dota para que haya las suficientes casas de acogida, los suficientes medios para proteger a las amenazadas de muerte, si no se castiga con condenas rotundas a los desalmados que rompen las órdenes de alejamiento y a los agresores convictos, se queda en papel mojado, empapado de sangre inocente, en demagogia legislativa para cubrir el tanto por ciento de expediente populista.

Mientras escribo, la tarde pardea y la luz de la habitación comienza a hacerse cálida imperceptiblemente. A mi lado, mi santa anda atareada luchando contra un sudoku. La miro, tan ajena ahora a mi ternura, y reconozco gestos y recuerdo momentos. Me reconforta la tranquilidad de amarla. A medida que la placidez de este amor sereno me va invadiendo, y tal vez por eso, crece en mi interior el odio hacia los asesinos y el desprecio a quienes, pudiendo hacer más para evitar la sangría, se pierden en frivolidades de pasarela. Y es que el oropel no sirve contra el sufrimiento.