sábado, 26 de septiembre de 2015

ORDENANDO AUSENCIAS

Ahora que la luz de los días empieza ya a cambiar sutil y tenazmente, y los atardeceres se van poblando, tímidos, de flores melancólicas, de besos sin destino, de miradas perdidas que buscan otros ojos, que miran otros sueños, hay tardes que se vienen a mis manos en busca de refugio. Hambrientas y perdidas, depositan en ellas su nostalgia de otras horas lejanas, imposibles, de un tiempo que se fue sin haber sido. Y pesan como pesan los silencios, igual que las palabras que lastiman. La vida se detiene en los recuerdos mientras la tarde, quieta, se adormece en el sol que zanganea. Y recordar, entonces, es ordenar ausencias, hacer un inventario de abrazos que se fueron, de risas que quedaron por reír: un dolor inconsútil que vuela y permanece por el aire como una sombra que buscara amparo. Me quedo ensimismado y me defiendo de la carga de niebla que produce ese saberme huérfano de tantos como fueron, del peso que supone la tristeza y el fin de lo perdido, volviendo atrás, desandando el camino trillado de los años para encontrar mi infancia. Y la encuentro impoluta y guapa y dulce, (siempre está donde estuvo), un destello de paz que me sorprende y viene a socorrerme. Me espera como fue, ajena a cicatrices y a desvelos, aislada, mía, intacta. Y mientras canturreo garganta adentro la melodía de aquel llavero mágico, oro puro, que mi madre guardaba igual que un talismán para encantarnos, vuelvo a vivir ese vivir de entonces.

Aún recuerdo mi cuna, barrotes niquelados, hermano muerto. Y la dulzura eterna de unas manos dulcísimas que acariciaban la mejilla de un hijo esperanzado, el que soy ahora mismo en la quimera, que fingía estar dormido y esperaba. Y vienen a mis ojos, en esta tarde que recrea el sortilegio de aquellas en que la vida era el milagro de ser sin saber cómo y la muerte tan sólo una palabra, el fulgor y el sosiego de una verdad exacta. Ahora, cuando el silencio es un presagio y el otoño es un niño, llegó la tarde a verme como una bocanada indescifrable que me embriaga de olores y de voces, de luces que se cuelan por entre las rendijas de una persiana muerta, de canciones que acarician igual que aquellas manos tiernas. Ahora, cuando el otoño es un niño caprichoso y mimado que anda en mi corazón peinando canas. Como el que vuelve al hogar después de un largo viaje y, al abrir la puerta, llena el ansia del regreso reconociendo olores, y distingue el reflejo en el mueble gastado por el tiempo o siente, de repente, el escalofrío del encuentro, así retorno yo, como a un refugio, a los momentos que quedaron atrás. Y, dulcificado el regreso por el paso de los años y la equívoca placidez de la distancia, vuelvo a vivir situaciones en las que la emoción se ofrece contenida, desprovistas aquellas de todo el dramatismo que conlleva la ausencia. Disfruto en soledad de la añoranza, gastado calcetín de la memoria, dulce alcancía donde atesoro voces, espectros que se vienen a consolar la vida, risas casi olvidadas, besos que quedaron dormidos y ahora se desperezan en la tarde y rompen el dolor.


Esta semana, en Internet, un aviso impersonal y frío me recordaba que mi amigo Goyo Moreno cumplía años el día 24 de setiembre. Anteayer. Todo un mundo imposible comprimido en dos días. La cruel exactitud de los números y de los programas informáticos. Y es que recordar, a veces, es ordenar ausencias, hacer un inventario de abrazos que se fueron, de risas que quedaron por reír… 

viernes, 18 de septiembre de 2015

AGNÓSTICO Y DESAMPARADO

Soy un friolero que no soporta el calor. Y este oxímoron térmico que adolezco hace que, llegado el verano y, sobre todo, si llega con tan malas intenciones como el de este año, entre en una especie de hibernación veraniega, por seguir con los opuestos. Y es en el mes de vacaciones cuando esta terapia natural alcanza cotas de relajación mayestáticas. “Il dolce far niente” solo es interrumpido, entonces,  por el necesario viaje a Barcelona para ver a mis hijos y empaparme de su cercanía. Viaje, por cierto, que este año, con el GPS asesino confinado en una celda de castigo y confiando mi orientación a Google Maps y a las precisas indicaciones de mi santa y eficaz copiloto, ha ido como una seda, sin contratiempos dignos de mención a la hora crucial de entrar y salir de la gran urbe. Tan es así que recién salimos de Barcelona camino de Badajoz, me invadió una satisfacción interior similar a la que debió de sentir Amundsen cuando coronó el Polo Sur. Aparte de este paréntesis viajero de terapia emocional, el mes de vacaciones suele transcurrir en ese estado de laxitud metabólica al que antes aludía que, sin embargo, no impide ni obstaculiza la estimulación neuronal que supone la lectura, la resolución de dameros, malditos o no, y la ingesta de cerveza. Entre las lecturas diarias, sea verano o invierno, no me falta una dosis cuasi exhaustiva de la prensa. Estar a primera hora de la mañana sentado en la mesa de la cocina, abastecido con los periódicos recién comprados, y leerlos al tiempo que saboreo una taza de café y unas tostadas con aceite extremeño de oliva virgen extra, me produce un placer como pocos. Y si remato la faena lectora fumando el primer cigarro del día, (lo siento, Masito), es ya es el acabose.

Y en una de esas estaba el pasado 19 de agosto cuando topé con una noticia que me resultó ciertamente estrambótica. Contaba la historia de Abigail Salgado, una coruñesa de 26 años que en 2011 se presentó a unas oposiciones convocadas por la Junta de Galicia que, de aprobarlas, le permitiría ocupar plaza docente en dicha Comunidad Autónoma. Dado que había cursado sus estudios secundarios fuera de Galicia, necesitaba superar una prueba adicional que acreditase el nivel en lengua gallega que el puesto requería. Y ahí es donde la puerca torció el rabo, porque los exámenes se fijaron para un sábado y la susodicha, miembro de la iglesia Adventista, se negó a tomar parte en ellos dado que, para su feligresía, el sábado es un día dedicado por completo a Dios. “Podemos estar con la familia o amigos, pero no trabajar ni estudiar”, arguyó la aspirante. A pesar de tan contundente argumento, el Gobierno autonómico se negó a posponerla, con lo que la devota y estricta Abigail quedó excluida del proceso. Y, sintiendo injustificadamente vulnerados los derechos referentes a sus creencias, al amparo de  la Constitución Española, la Ley de Libertad Religiosa de 1980 y el convenio firmado en 1992 entre el Estado Español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, inició su periplo judicial. Tras cuatro años de lucha, qué digo lucha, de cruzada contra unos poderes públicos insensibles ante el credo adventista, el Tribunal Supremo le ha dado la razón y le otorga el derecho a realizar la prueba en un día que no sea sábado. ¡Chúpate esa, marquesa! Si logra una puntuación igual o superior al último seleccionado, obtendrá la ansiada plaza de funcionario.

No dudaré de que, legalmente, el contencioso tenía que acabar así. O quizás sí lo dudo, porque la heterogeneidad de los jueces españoles es inconmensurable y desconcertante. Pero no consigo entender el busilis del asunto. Una cosa es impedir que se persiga a alguien porque profese una religión o una creencia religiosa, por más absurda que esta  pueda parecernos al resto de los mortales, y otra muy distinta es que el Estado deba adaptarse, en su funcionamiento, a las peculiaridades doctrinales de los administrados, con lo que su aconfesionalidad deviene en humo de pajas. Mentales, mayormente. Si atendemos a los días sagrados de las cinco grandes religiones, de jueves a domingo están cogidos. De modo que cualquier trabajador de este país que profesara cualquiera de ellas, según la jurisprudencia creada, tendría derecho a no trabajar ni opositar el día que corresponda a la suya. Y como tengo el convencimiento de que esta España de mis dolores, con frecuencia, es estupendamente excesiva en la memez, yo, agnóstico e iconoclasta, me siento desamparado. Me malicio que me obligarán a trabajar domingos y festivos para subir la ratio. Y a saber hasta cuándo. Y esto último es lo que más me angustia porque lo que estoy deseando es jubilarme ya de una puñetera vez.

sábado, 12 de septiembre de 2015

BOCHORNO UNIVERSITARIO

Cada inicio de curso, en la Universidad de Extremadura, asisto a la misma idiotez, a la misma fantasmada atávica, a idéntica exhibición impúdica. Y cada inicio de curso, cuando acaba la función, albergo la esperanza de que sea la última vez que tenga que ser espectador forzoso de semejante esperpento, que un año sea tiempo suficiente para que los que tienen que reflexionar para no ser partícipes del desatino, y los que tienen que tomar medidas para evitarlo, lo hagan. Pero todo es inútil. Fiel a su cita, por estas fechas, se vuelve a izar el telón de un teatro en donde se representa una obra reaccionaria y cochambrosa que tiene como escenarios los distintos campus de la UEx. Y no, no me estoy refiriendo al solemne acto de apertura de curso, con su desfile multicolor de capisayos y bonetes macarrónicos, me refiero al despreciable espectáculo de las novatadas, esa multitudinaria ‘fiesta de integración’, como la definen los zopencos que la organizan y la llevan a cabo a costa de la dignidad de los alumnos recién llegados, incluso con la aquiescencia de buena parte de estos últimos. Para esta panda de homínidos modorros parece que integración es sinónimo de escarnio y de vandalismo.


La mecánica es la de siempre en este tipo de situaciones, con todos lo matices que se quieran poner. En el caso que nos ocupa, un grupo de gorilas, investido de una autoridad sólo justificada por su tosca escala de valores y su primitivismo burranco, haciendo alarde de  una ideología meridianamente fascistoide y convencidos de pertenecer a una élite, se sitúa por encima del bien y del mal y se arroga el derecho de vejar ‘al otro’ hasta la cosificación. El nombre y estatus de los grupos pueden cambiar, pero la filosofía que mueve sus actuaciones está bien clara a lo largo de los muchos ejemplos que la historia, incluida la más reciente, nos ha dado y nos ha hecho padecer. El desprecio a la dignidad de las personas, el avasallamiento de su libertad, la coacción y el forzamiento de su voluntad bajo amenazas más o menos sutiles (“el novato es novato, no chivato”, dicen), no pueden enmascararse como gracietas de muchachos sanotes que solo pretenden divertirse sin malicia. Si el hecho de que te metan un embudo en la boca y te hagan beber un litro de brebaje alcohólico; de que te obliguen a chupar un plátano untado de nata que asoma por la bragueta de un gaznápiro en calzoncillos; de que te embadurnen de la cabeza a los pies con una mezcla asquerosa y pestilente de huevos, mostaza, harina, ketchup, vinagre y a saber qué más potingues y de qué origen; de que te dibujen en la mejilla, como tuve ocasión de ver esta semana en el rostro de una alumna cariacontecida, unos -y perdón por la cursilada- órganos sexuales masculinos con el pene erecto o, en fin, de que durante unas horas seas tratado como un pelele a merced de los caprichos de una patulea de imbéciles borrachos, sea para algunos, ya sean víctimas o verdugos, una buena manera “de romper el hielo y hacer amigos”, viene a evidenciar unos problemas de educación, de cultura, de conciencia y de distorsión del concepto de empatía demasiado interiorizados como para que tengan una solución fácil y rápida.

Son palmarios los esfuerzos que se hacen desde el Vicerrectorado de Estudiantes para evitar estas prácticas, prohibidas dentro del recinto universitario que es el ámbito de su competencia. Pero habrá que convenir que están resultando baldíos. Para empezar porque, a pesar de tener una línea abierta para recibir las denuncias de quienes se hayan sentido violentados, ninguna se ha recibido. Podría actuar de oficio pero, ¿contra quién o quiénes? Y en el supuesto caso de que, por fin, se recibiera una denuncia en regla contra alguno de estos tipejos, habría que aplicarle el reglamento disciplinario vigente para el alumnado universitario que es, no se lo pierdan, del año 1954. De modo que, para castigar a los infractores, quizá habría que reabrir el campo de concentración de Castuera. A mayor abundamiento, cuando las hordas bárbaras salen de toriles e invaden las poblaciones que albergan centros universitarios, se encuentran, no sé si por desidia, por complejo o por un enfermizo y erróneo prurito democrático, con la actitud laxa y demasiado permisiva de las autoridades competentes, con lo que dejan a su paso un reguero de suciedad y vandalismo, (sólo hay que ver las fotos aparecidas en los medios digitales), del que salen mayoritariamente impunes. Por lo que mucho me temo, visto lo visto, que el año que viene, por estas fechas, estaremos hablando de lo mismo. Ojalá me equivoque.

sábado, 5 de septiembre de 2015

AL PRIMER TAPÓN, ZURRAPA

Nunca me interesaron los premios Ceres. Desde el principio me parecieron una excrecencia impúdica añadida al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida, que no aportaban nada a la cultura ni a un prestigio consolidado (con todos los altibajos que se quiera) a lo largo de su historia, y sólo habían nacido y servían para alimentar el ego cada vez más enfermizo de Monago. Por eso pensé, después de oír cómo Fernández Vara se refería a ellos y a otros montajes de autoafirmación presidencial similares como un derroche inexplicable e incoherente en una región, la nuestra, crujida a recortes y lacerada por el paro, que este año iban a emprender un viaje sin retorno hacia la nada. Y porque pensé eso, ¡oh, incauto!, me ha sorprendido, decepcionándome, que no haya sido así. Cuando se dio a conocer el primer premiado de la lista me resultó evidente que de lo esperado, nada de nada, y que el nuevo presidente-consejero de Cultura empezaba su camino donde lo dejó el anterior presidente-consejero de Deportes. La cuarta entrega de los premio Ceres era algo irremediable. Al primer tapón, zurrapa, pensé. Pero, para no pecar de derrotista, la noche del 27 de agosto me aposté frente al televisor con la débil esperanza de que, a pesar de todo y de mi pesimismo, quizá este año se atisbara algún asomo de cambio. A mayor abundamiento cuando se nos decía que la gala iba a desarrollarse sobre la base de un ‘concepto futurista’. No obstante, ante la contradicción flagrante que suponía esta premisa conceptual con que, de nuevo, fuera Carlos Sobera su conductor, temiéndome lo peor y por aquello de que “los duelos con pan, son menos”, me pertreché de suficientes reservas de cerveza Estrella de Galicia y de un plato más que generoso de crujientes torreznos de Soria que había comprado a la vuelta de mi viaje a Barcelona. Y lo que hubiere de ser, que fuera. ¡Y vaya si fue!

La cosa empezó con una dosis de ‘mapping’ que, mientras un grupo de acomodadores hiperactivos, linterna en ristre, deambulaba convulso por el escenario,  recreó la estructura del teatro emeritense en todo su primigenio esplendor, incluidas de matute unas máscaras que gesticulaban al estilo de Oliver y Benji, y una enorme cabeza tras las columnas de la cual solo podían verse sus ojos parpadeantes que, la verdad sea dicha, no sé qué diablos significaba. Si es que significaba algo. Acto seguido, maravillas de la informática, todo se redujo a escombros para, sin solución de continuidad, volver a ser reconstruido desde sus ruinas hasta adquirir su actual estado. Gran alarde de software y tecnología al servicio de una metáfora que nos sugería la inmortalidad del arte escénico como, por otra parte, la voz en off del presentador se encargó de confirmar. A ambos lado del escenario aparecieron entonces dos pantallas que nos llevaban hasta el año 15 del siglo XLI. Y ahí es donde vino mi primer gran chasco de la noche. Porque en esas  pantallas que nos transportaban 2000 años adelante no se apareció, como indefectiblemente tenía que ser para dar un algo de credibilidad a la pirueta futurista, quien tenía que haberlo hecho, sino un Sobera disfrazado de miembro del Consejo kriptoniano, con su cara sembrada de pústulas repulsivas y ojeras de onanista empedernido, para decirnos, entre otras lindezas, que el tiempo es solo una ilusión, un invento humano. Y eso, la única persona en el mundo que puede decirlo con absoluto conocimiento de causa no es otro que Jordi Hurtado. Y sin necesidad de pantallas virtuales ni de maquillaje, no te digo más. A partir de ahí, lo previsto: el consabido obituario con lucecitas de móviles incluidas, o sea, horterada 3.0 para ponerse a tono con el futuro; una mortificante sesión de láser estilo discoteca guarripela, en la que solo faltaba Kiko Rivera “Paquirrín” pinchando a Los Amaya; Sobera en su papel de presentador dicharachero y chistoso de concursos televisivos, y una mecánica cansina y repetitiva, pergeñaron un tostón insoportable y, para más inri, grandilocuente, que solo me aliviaron José Mercé y Luz Casal con sus actuaciones. Y la cervecita y los torreznos, claro.


Una de las razones dadas por el presidente-consejero, y su secretaria general como consejero, para no suspender este año el sarao endogámico de marras, es que el hacerlo iba a costar un dinero ya comprometido que se perdería. No han dicho cuánto, ni para qué o para quiénes. ¿Están aquí incluidos los gastos que suponen dietas, viaje y alojamiento de los compadres y amigos de Cimarro a los que el tal invita con las 1400 entradas que se reserva? Otrosí digo: Siendo estos premios propiedad de su empresa, Pentación, con lo que si no se celebran en Mérida se los puede llevar adonde le dé la real gana, (600.000 del ala de por medio, supongo) no entiendo por qué la Junta tiene que afanarse en buscar financiación para futuras ediciones de los susodichos. Que la busque él puesto que suyos son. Si no, las posibles contrapartidas de cualquier tipo que esa posible subvención privada es de esperar que pidan las empresas o fundaciones financiadoras, ¿las tendría que asumir la Junta como intercesora? La Junta, si tiene que pedir, que pida para ella, que es decir para nosotros, los extremeños, no para un señor que hace negocios con su producto. Porque, por encima de cualquier otra consideración, Extremadura no está para estas mandangas chufleteras y onerosas, ni la Junta para ser correveidile de nadie. A ver si me quieres comprender.