Soy un friolero que no soporta el
calor. Y este oxímoron térmico que adolezco hace que, llegado el verano y,
sobre todo, si llega con tan malas intenciones como el de este año, entre en
una especie de hibernación veraniega, por seguir con los opuestos. Y es en el
mes de vacaciones cuando esta terapia natural alcanza cotas de relajación
mayestáticas. “Il dolce far niente” solo es interrumpido, entonces, por el necesario viaje a Barcelona para ver a
mis hijos y empaparme de su cercanía. Viaje, por cierto, que este año, con el
GPS asesino confinado en una celda de castigo y confiando mi orientación a
Google Maps y a las precisas indicaciones de mi santa y eficaz copiloto, ha ido
como una seda, sin contratiempos dignos de mención a la hora crucial de entrar
y salir de la gran urbe. Tan es así que recién salimos de Barcelona camino de
Badajoz, me invadió una satisfacción interior similar a la que debió de sentir
Amundsen cuando coronó el Polo Sur. Aparte de este paréntesis viajero de
terapia emocional, el mes de vacaciones suele transcurrir en ese estado de
laxitud metabólica al que antes aludía que, sin embargo, no impide ni
obstaculiza la estimulación neuronal que supone la lectura, la resolución de
dameros, malditos o no, y la ingesta de cerveza. Entre las lecturas diarias,
sea verano o invierno, no me falta una dosis cuasi exhaustiva de la prensa.
Estar a primera hora de la mañana sentado en la mesa de la cocina, abastecido
con los periódicos recién comprados, y leerlos al tiempo que saboreo una taza
de café y unas tostadas con aceite extremeño de oliva virgen extra, me produce
un placer como pocos. Y si remato la faena lectora fumando el primer cigarro
del día, (lo siento, Masito), es ya es el acabose.
Y en una de esas estaba el pasado
19 de agosto cuando topé con una noticia que me resultó ciertamente
estrambótica. Contaba la historia de Abigail Salgado, una coruñesa de 26 años
que en 2011 se presentó a unas oposiciones convocadas por la Junta de Galicia
que, de aprobarlas, le permitiría ocupar plaza docente en dicha Comunidad
Autónoma. Dado que había cursado sus estudios secundarios fuera de Galicia,
necesitaba superar una prueba adicional que acreditase el nivel en lengua
gallega que el puesto requería. Y ahí es donde la puerca torció el rabo, porque
los exámenes se fijaron para un sábado y la susodicha, miembro de la iglesia
Adventista, se negó a tomar parte en ellos dado que, para su feligresía, el
sábado es un día dedicado por completo a Dios. “Podemos estar con la familia o
amigos, pero no trabajar ni estudiar”, arguyó la aspirante. A pesar de tan
contundente argumento, el Gobierno autonómico se negó a posponerla, con lo que
la devota y estricta Abigail quedó excluida del proceso. Y, sintiendo
injustificadamente vulnerados los derechos referentes a sus creencias, al
amparo de la Constitución Española, la
Ley de Libertad Religiosa de 1980 y el convenio firmado en 1992 entre el Estado
Español y la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, inició
su periplo judicial. Tras cuatro años de lucha, qué digo lucha, de cruzada
contra unos poderes públicos insensibles ante el credo adventista, el Tribunal
Supremo le ha dado la razón y le otorga el derecho a realizar la prueba en un
día que no sea sábado. ¡Chúpate esa, marquesa! Si logra una puntuación igual o
superior al último seleccionado, obtendrá la ansiada plaza de funcionario.
No dudaré de que, legalmente, el
contencioso tenía que acabar así. O quizás sí lo dudo, porque la heterogeneidad
de los jueces españoles es inconmensurable y desconcertante. Pero no consigo
entender el busilis del asunto. Una cosa es impedir que se persiga a alguien
porque profese una religión o una creencia religiosa, por más absurda que
esta pueda parecernos al resto de los
mortales, y otra muy distinta es que el Estado deba adaptarse, en su
funcionamiento, a las peculiaridades doctrinales de los administrados, con lo
que su aconfesionalidad deviene en humo de pajas. Mentales, mayormente. Si
atendemos a los días sagrados de las cinco grandes religiones, de jueves a
domingo están cogidos. De modo que cualquier trabajador de este país que
profesara cualquiera de ellas, según la jurisprudencia creada, tendría derecho
a no trabajar ni opositar el día que corresponda a la suya. Y como tengo el
convencimiento de que esta España de mis dolores, con frecuencia, es
estupendamente excesiva en la memez, yo, agnóstico e iconoclasta, me siento
desamparado. Me malicio que me obligarán a trabajar domingos y festivos para
subir la ratio. Y a saber hasta cuándo. Y esto último es lo que más me angustia
porque lo que estoy deseando es jubilarme ya de una puñetera vez.
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