domingo, 29 de marzo de 2020

CONFINAMIENTO Y AVISPAS


Martes 24 de marzo de 2019: «Hoy me he levantado un poco bajo de ánimo, algo cansado de despertar del sueño para vivir en la pesadilla. Pero hete aquí que, al tirar la basura, me picó una avispa en la muñeca que me puso el antebrazo como un morcón. Y ese hecho ha conseguido que me venga arriba, anímicamente hablando.
Y es que no hay nada como enfrentarte a lo ya conocido para huir de la puñetera incertidumbre. Pues eso: Urbasón que te crio, pomada antihistamínica, un par de Estrella Galicia... Y aquí paz y después gloria, primo. Venga esa música». (Y entrecomillo el párrafo porque lo publiqué ese día en una red social y las comillas me libran del autoplagio). La música a la que me refiero en este comentario, y que compartí in situ, fue la que se me vino a la cabeza mientras me ciscaba en la avispa y en la puñetera madre que la malparió, digo, el 4º movimiento de la Sinfonía nº 9 de Antonín Dvořák, conocida mayormente como Sinfonía del Nuevo Mundo. Me chiva este trasto en el que escribo que este movimiento es un «Allegro con fuoco, 4/4, que se inicia en mi menor y termina en mi mayor», curiosamente similar a las sensaciones que yo albergaba en ese momento, de entrada por el fuoco (fuego) del aguijonazo, y de salida por aquello de que mi ánimo empezaba a ir, de menor a mayor, camino de un estado de optimismo comedido. En cualquier caso, las respuestas de algunos de mis amigos me han recordado anécdotas que a mí me han servido para relajar un poco la tensión del encierro. Y con esa idea las comparto aquí, por si sirviera a quienquiera que fuese para esbozar una sonrisa en medio de tantas calamidades claustrofóbicas.

           
(Fuente: El Periódico Extremadura)
Para dar la razón al proverbio que dice «el burro delante para que no se espante», la expresión in situ que cuelo en el párrafo anterior, me ha despertado en el magín un diálogo que presencié en la añorada cafetería Pepe Jerez, de la Plaza de España de Badajoz, entre un joven camarero y un parroquiano, mayor y  asiduo, que preguntó la hora al mozalbete. Éste miró el reloj de pared que había en el bar, consultó el de su muñeca, y le contestó: «En este mismecito son las 5 in punto, don Fulano». Y don Fulano, mirándolo mientras cabeceaba en signo de desaprobación, sacó pecho y le espetó con énfasis pedagógico: «No se dice in punto, chaval. Se dice en punto, porque en español la palabra in no existe». Acto seguido quedó absorto, rumiando, sin duda, que algo no iba bien. Cuando, al cabo, salió de su ensimismamiento, volvió a la carga con su lección y soltó la bomba: «Bueno, sí... Existe in situ. Pero eso no es español, eso es inglés». Pagó con parsimonia y, esbozando una media sonrisa de suficiencia, se marchó con paso lento, recreándose en la suerte y con el pecho más henchido que el buche de un palomo ladrón.

           
Una vez cubierto el cupo ‘articulístico’ de mi amistad conmigo mismo, doy paso al comentario en redes de mi amigo Rafael, hermano de mi hermano Angelito: «Te recuerdo que un trozo de tocino en el cuello te vino bien», me dice. Y así fue. Porque  en el verano del año 2001, a las pocas semanas de haber sufrido el ataque alevoso de una cabrona himenóptera que llenó de veneno el dedo pulgar de mi mano derecha, me dejó la mano como un guante de goma inflado y el brazo como el de Popeye con sobredosis de espinacas, y tras visitar a una portentosa alergóloga que me recomendó, como toda medida profiláctica, que no me acercara a donde hubiera avispas, mientras regaba confiado unos geranios sedientos, una hermana pérfida de la atacante anterior (o tal vez, ella misma) me ganó la retaguardia y me clavó su aguijón ponzoñoso en el pescuezo, en la zona baja de mi yugular izquierda. Dada la experiencia habida y temiendo que la hinchazón fuera similar a la del brazo, me veía muerto por asfixia sin remisión. En aquella época estaba en paro y apenas salía de casa, con lo que me encontraba solo, con unas alpargatas más bien langriosas, pantalón corto y una camiseta (que para cabreo de mi santa, aún conservo) más deshilachada y con más agujeros que las banderas de una gasolinera. Corrí como poseso hasta el congelador y, al no encontrar hielo, eché mano de un trozo de tocino congelado, me lo lié al cuello con un trapo de cocina y salí pitando para las Urgencias del entonces Hospital Infanta Cristina.

Seguido de cerca por el guardia de seguridad, llegué de esta guisa estrafalariamente cochambrosa hasta el mostrador de entrada y le conté a una estupefacta funcionaria mi desdicha. Cuando comprobó el estropicio que había debajo del tocino, volvió en sí, dio la  voz de alarma y en cuestión de segundos apareció una ATS que allí mismo, en la entrada, me puso con el culo en pompa y me inyectó lo que fuese que tuviera que ser. Tras estar un rato en observación, acaso media hora, me mandaron para casa. El trozo de tocino terapéutico se vino conmigo, claro. Y al día siguiente, en agradecimiento y como homenaje a su gesta, formó parte sustanciosa de un cocido que, a pesar de los calores, me supo a gloria bendita. Yo lo recuerdo con la reverencia y el respeto con que se recuerda a los héroes caídos, porque estoy seguro de que su sacrificio, aun congelado y pasivo, fue, de inicio, fundamental para mi posterior recuperación. Y eso es lo que hay, primo.



domingo, 22 de marzo de 2020

CONFINAMIENTO EN EL AMOR SERENO


Vivo el amor tranquilo que los años esconden en los pliegues del día. Ese que se mantiene sin palabras, no porque el hablar sea vano, sino porque el silencio adquiere la oratoria callada de los ojos que viven en lo hondo de nuestro corazón y nuestras manos. Y sus miradas, aún cautelosas, empeñadas y absortas en un ir hacia adentro y descubrirse, son un derroche lúcido de encuentros elocuentes. El amor se transforma, recostado en el candor del tiempo, en un pájaro absorto que canta y, sereno, alza el vuelo en la quietud de un cielo que es el poso absoluto de todo lo vivido. Un vivir sosegado, sin exageraciones, lento, parsimonioso, que descubre en el vuelo la razón de haber sido. Y la de ser. Con todos los fracasos, con todos los aciertos, con todas las distancias y con la cercanía de un encuentro que se renueva a golpes de hallazgos y renuncias. No hay efusión ni ímpetu. Es  un querer calmado, sin ningún aspaviento, sólo profundo y tierno. Y verdadero.

Los años son el peso que la vida acarrea. Una perogrullada con la que hay que aguantarse, pero que, al mismo tiempo, nos enseña a buscar recovecos para aceptar sus pasos. Y a adaptarnos, sumisos y asustados, a los cambios que los días, implacables tras cada amanecer, imponen cuando llega una noche a la que nos rendimos, súbditos, temerosos, con la ilusión de ver que el nuevo día nos salude como si nada hubiera sido. Modorros, deambulamos ajenos por una oscuridad que es un presagio para, tras cada alborada, resucitar de un sueño intruso y déspota que no nos pertenece. De un sueño que no es nuestro, que es hijo tributario de las horas, del transcurso callado del anhelo. Del seguir inconsciente en ese instante absurdo que es la vida.

Es el amor sereno el que sostiene este edificio extraño de cercana distancia. El amor generoso que sólo espera ser y recorre un camino de ida y vuelta sin ninguna exigencia. El amor entregado que se mantiene en gestos que miramos furtivos, en sonrisas de pronto y sin saber, en respuestas calladas, en años de sentirse cotidiano y, acaso, inadvertido. Es ese amor sereno que, silente y discreto, no obstante, en ocasiones, se agranda alborozado y ocupa, así, el espacio malgastado por la rutina lánguida del día de cada día. Y es entonces un refugio acogedor y tierno y múltiple que difumina angustias, que cauteriza penas, que no sabe de quejas ni reproches. Un bálsamo que alivia este temor de ahora, esta intranquilidad de ser conscientes deambulando entre muertos, de asumir el papel de figurantes, inertes, confinados en una pesadilla tan real como el frío testimonio de los números, de la que no queremos ser protagonistas.

Es el amor sereno el que me dice que no puedo quejarme. Materializado, como está, en mi santa y en mi hija Andrea, confinadas conmigo y con mis neuras, y con Ángela, Jaime y mi pequeña nieta conmigo en la distancia, me hace ver qué habría sido de mí sin que estuvieran. Una hecatombe emocional, sin duda, se hubiera desatado en mis silencios. Tal vez una hecatombe muy poética, muy creativa, muy mía, pero también muy desastrosamente irreversible. Y tengo el añadido, cariñoso y distinto, animalmente tierno, de dos perras, Tara y Luna, que sin duda han captado que algo pasa. Y no es porque no salgan (vivimos en el campo), es porque no salimos. Y a veces se me acercan y me miran, les hablo, me sonríen, me hacen cucamonas y se van a vivir que siguen los gorriones realizando acrobacias en sus morros; que la abubilla que anida en el jardín canta su cu-cu-cu como hasta siempre; que los mirlos saludan con su silbo a la tímida luz del nuevo día, y la palmera crece, imperturbable, esperando que un ángel se decida a dormir, callado, entre sus hojas. Pero los ángeles nunca bajaron del cielo sino con las metáforas de este o aquel poeta o las fábulas bíblicas de mi infancia. Ahora, en estos tiempos prosaicos de zozobra y de miedo (bendito Blas de Otero) los ángeles son fieramente humanos. Se disfrazan de profesional sanitario, guardia civil, soldado, policía, periodista, farmacéutico, quiosquero, empleado de supermercado, agricultor, bombero, conductor de ambulancias, cuidador de personas dependientes, basurero, empleado de limpieza... No duermen en las copas de los árboles pues siempre están alerta. Y su vigilia, sacrificada, inmensa, es una tranquilizadora guardiana de los sueños de los que, confinados, esperamos dormidos que nazca un nuevo día.

Los demonios, con coleta o con pelo trasplantado, con pantalón pitillo, sin corbata o con ella, con voz ronca o canora, feministas o no, ministros o ministras, consejeros o consejeras, políticos o políticas, idiotas que se saltan las normas de confinamiento o lanzan bulos de mierda en las redes sociales, yo sé bien quiénes son. Y mi primo, también.


domingo, 15 de marzo de 2020

EL CORONAVIRUS, MI FAMILIA Y MI AMIGO TOMÁS

Para hoy que escribo, viernes 13, mis dos hijas y mi yerno tenían previsto viajar hasta Olesa de Monserrat, en Barcelona, donde vive mi hijo pequeño. Mi nieta no tenía previsto nada, pero iría con ellos, claro. Pensaban estar 10 días allí. El viaje estaba programado desde hace más de un mes y a mí, sin que el coronavirus hubiera alcanzado en España la progresión geométrica y vertiginosa que ha alcanzado, el viaje en sí me tenía descompuesto. Más de 1000 quilómetros en coche son muchas horas de incertidumbre para un padre-abuelo como yo en el que, según pasan los años, el sentido trágico de la vida se va haciendo más angustiosamente manifiesto. Al final, esta mañana de viernes, a primera hora, decidieron suspenderlo. Y cada cual en su casa.

           
Me relajé, cogí el coche y me acerqué a un hipermercado con la idea de adquirir no papel higiénico, que es el paradigma de la histeria colectiva de esta historia trágica, sino la compra normal de agua, pan, algo de carne o pescado y, sobre todo, la provisión suficiente de Estrella Galicia, imprescindible para ingerir este mal trago que estamos pasando con una dosis suficiente de tan misericordioso lenitivo. Pero como no fui capaz de aparcar, decidí largarme. Y, de la que me iba, pasé junto al sombrajo donde se acumulan los carros de la compra, en el que apenas quedaban cinco. Corriendo hacia ellos venía un grupo de 8 o 10 personas, con la moneda en la mano, para hacerse con alguno de ellos. No había para todos, con lo que el conflicto estaba cantado. Y yo no tuve la sangre fría ni el morbo suficiente para  quedarme allí, refugiado en mi coche, a ver cómo acababa el asunto. Con lo que seguí mi camino a casa.

           
En cualquier caso, buena parte de la situación catastrófica a la que se ha llegado en España es, sin duda, atribuible a la panda de políticos que nos gobiernan. Un ramillete de irresponsables cobardes, que no han hecho puñetero caso a las situaciones de otros países que tenían como precedentes ni, por ende, a las medidas que en ellos se habían tomado para combatir la expansión del virus. Unos con tal de no suspender el espectáculo mediático del 8M; otros con tal de mantener el de Vistalegre, con un boina verde imprudente y tosigoso como foco infectivo de correligionarios “voxianos”.  Y lo malo no es que ellos, unos y otros, se contagien y sufran. Lo malo es que hayan podido contagiar, hacer sufrir e, incluso, matar, como en mayor o menor medida habrán hecho, a personas que poco o nada tienen que ver con ellos. Víctimas inocentes bien de un gobierno empecinado en la inacción y la irresponsabilidad más aberrante, o bien de unos políticos a los que les importan más los votos que la vida y la salud de sus posibles votantes. Me resulta espeluznante la situación. Y soy incapaz de entender contradicciones como que se sigan permitiendo reuniones al aire libre de 1000 personas mientras se cierran bares, terrazas, museos y se suspenden las clases en todos los niveles de la enseñanza; se admita el teletrabajo para evitar la infección en las empresas o en la Administración y a los beneficiados, en vez de disfrutar del chollo desde su casa, se les deje ir a las playas, ordenador en ristre, a infectar bañistas; que cerradas escuelas, institutos  y universidades, no se cierren catedrales ni iglesias, ni se suspendan misas, bodas ni comuniones; que se hayan cancelado cientos de fiestas populares y haya ciudades en las que la Semana Santa siga adelante con sus procesiones porque dios, la virgen y cristo bendito no están contagiados... Digo que, a pesar de mi sarcasmo y mi escepticismo, o quizá precisamente por eso, soy incapaz de entender este galimatías de situaciones contradictorias.

Y, “afuera aparte”, para que quede constancia escrita de mi rendición, he de decir que cuando mi amigo y maestro, Tomás Martín Tamayo, me avisaba el mes pasado de que iba a pasar lo que a día de hoy está pasando, no le hice ni puñetero caso y atribuí su prognosis a un alarmismo pusilánime y exagerado. Pues tenía toda la razón. El desarrollo de los acontecimientos (con la ayuda de gobiernos y políticos, eso sí) se la ha dado. Mi madre me dijo en más de una ocasión, cuando me emperraba en lo que fuese y no me bajaba del burro: «Tú como siempre, Jaime: Mártir antes que confesor». Me hubiera gustado que viese que, por esta vez, no ha sido así. Pero bueno, en lo que a mí se refiere, estoy relativamente tranquilo. Mis hijas, mi yerno y mi nieta están donde  tienen que estar, cada cual en su casa, y han renunciado a un viaje, azaroso no sólo por los quilómetros que tenían que recorrer, sino por el hecho de tener que atravesar de suroeste a noreste un país cuajado de virus y de infestados.

            En fin, no quiero terminar este artículo sin dedicárselo, con el permiso de todos mis otros lectores,  a doña Pilar García de Pruneda Trevijano, que, en su carta a la directora del HOY de hoy, viernes 13, no veía procedente las referencias familiares o íntimas en mis artículos. Y dado que he sacado al retortero a mis hijos, mi nieta, mi madre, mi yerno y mi amigo y maestro Tomás Martín Tamayo, lo hago, más que nada, para que sea consciente de que ella y sus opiniones sobre lo que escribo, con el mayor respeto por supuesto, me la refanfinflan de manera palmaria.  Pues eso, primo

domingo, 8 de marzo de 2020

VENTAJAS DE ENVEJECER


         
Acabo de llegar a casa. En el coche, venía oyendo las canciones que tengo almacenadas en un archivo bus y que son las que me recuerdan quién soy por lo que he sido y con quiénes hice este camino propio a mis adentros para ser. En un orden alfabético bastante caótico, la canciones vienen a acompañarme y a decirme, también, lo que seré por lo que ahora mismo soy. Me asaltaron seguidas dos nanas con N: Primero la Ninna Nanna de la película Ojos negros (1987),  una maravilla cinematográfica, tiernamente cruel, dulcemente amarga, de Nikita Mikhalkov, en la que Marcello Mastroianni da vida a Romano Patroni, un soñador egoísta, un niño grande cobarde, frívolo y enamoradizo que, huyendo con nocturnidad de Rusia y adormilado en un carromato, rememora su infancia y recuerda a su madre: Cuando yo era niño, nunca quería irme a la cama. Me parecía que, en cuanto lo hiciera, empezaría lo más bonito. Mi madre me cantaba alguna nana y yo me tapaba los oídos con los dedos, por miedo a dormirme. Y acababa durmiéndome con los dedos metidos en las orejas. El carro sigue avanzando entre la negrura de la noche mientras Romano canturrea, adormilado y torpe, arrullando al niño que aún sigue siendo: Arrorró, duérmete ya, muñequito de mamá. Arrorró, chiquillo, que te canto este estribillo. Y la secuencia, emocionante y tiernísima seguía, con la voz en off de un Romano emocionado: Avanzábamos tranquilamente por aquella tierra húmeda, acompañados por el tintineo del cubo que colgaba del carro. En sueños veía a mi madre y oía su voz. Y por primera vez después de tantos y tantos años, no sentía el peso de mi conciencia. Al poco, tras el paso de la alegre caravana de gitanos y su Liuli, Liuli, la Ninna Nanna, cantada por Marie Rudgeri, irrumpe acompañando a los cascos del caballo y al tintineo del cubo en un amanecer glorioso. Sin duda, una de las escenas que más me han sobrecogido en mi vida cinéfila. Y aún sigue haciéndolo. Apenas repuesto de este asalto emocional, Jorge Cafrune vino a rematar la faena con Niño rhupa, una canción de cuna correntina con letra de Albérico Mansilla y música de Edgar Romero Maciel, que supuso mi rendición incondicional a la melancolía, agridulce y bondadosa, de la que en ocasiones soy presa.

           Llegado a casa y mientras encendía este aparato diabólico en el que escribo los artículos, canturreaba a Cafrune y pensaba en las ventajas hipotéticas que pudiera tener el hecho de envejecer. Hay una palmaria, que es la que acompaña al mismo hecho de hacerlo, de seguir aquí. Una evidencia tan simple que roza la perogrullada, sí, pero que gracias a ella yo he podido llegar a ser abuelo. No es que envejecer me haya hecho abuelo, pero si no hubiera envejecido más allá del 4 de julio del año pasado, no lo hubiera sido. Las que se van por las que se vienen, pues. Y ainda mais: Si me hubieran dicho que a partir de  inaugurar mi abuelidad se me exigiría cumplir dos años cada año, hubiera aceptado el envite. Porque estos 8 meses han sido un prolongado encuentro con la dicha; con una ternura que, tímida, esperaba escondida en los pliegues del tiempo y ahora rebosa y sale desenvuelta a correr libre por la piel de mis manos, por detrás de mis ojos, por encima y pasando de largo por mis años. Un empezar de nuevo emocionante, un despertar constante al alba de los sueños. Mi nieta, sin saberlo, me está donando vida cuando me mira y me sonríe; cuando se desternilla a carcajadas en el juego en que andemos, o baila a su manera escuchando esa canción concreta que la motiva... en francés. Incluso cuando toma mi calva como si fuera un tambor de granaderos y la palmea a conciencia mientras alguien, yo mismo, le dice ¡pumba, pumba!, que es el grito de guerra convenido. Y sin cortarse un pelo la criatura, si se me permite el chiste fácil.

           
          Al tiempo es imposible dominarlo. Cada cual fue concebido cuando fue, inicia su camino y el tiempo, con su paso, lo va clasificando por etapas: Prenatal, infancia, niñez, adolescencia, juventud, adultez y ancianidad. Esta última, según algunos, empieza alrededor de los 60 años. Bueno, pues así será dependiendo de quién lo diga y a qué parte de este mundo se refiera. En cualquier caso, teniendo en cuenta imponderables o circunstancias, este encasillamiento será o no. Conforme a la teoría que he consultado, yo, con 67 años a cuesta, soy un anciano que, como tal, debería tener  «desinterés por la vida general (en pro de los recuerdos del pasado)». En fin, cosas de la psicopedagogía. Pues eso, una fu del catafú, mi joven amigo o amiga. Bien es verdad que los recuerdos me abruman con frecuencia, sobre todo cuando andan mis ausentes protagonizándolos, pero de «desinterés por la vida general», nada de nada. De modo que me parece que el autor o autora de la fuente consultada habla más de gagás que de ancianos. Si es que de ancianos de 60 años se trata, que esa es otra. En fin, yo sé que por mi edad hay quien pudiera clasificarme como anciano. Y quizá antes del 4 de julio de 2019, día en que nació mi nieta, podría haberle dado la razón. Sin embargo, al día de hoy, no es que me sienta un pimpollo, pero un anciano... ni de coña, primo.


               


domingo, 1 de marzo de 2020

UN ESPONTÁNEO CAMUESO


         
          «No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo», decía don Francisco de Quevedo en su Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos. Y traigo esto a colación, muy a mi pesar, tras haber leído en una red social el desahogo, torpe y limitado, que un tipo del que ignoro nombre y seña pues escondía su vómito tras un seudónimo horrísono y manido, me lanzó, de forma triplicada,  por mi artículo del pasado sábado.  Me incluía, cómo no, en la caverna mediática y en un imaginario sindicato fascista de comunicadores o periodistas, argumentos sin duda originales jamás oídos cuando de decir sinsorgas monolíticas se trata. Por otra parte, está claro que este señor, emboscado tras un seudónimo facilón, padece una grave  indigencia gramatical ya que sus mensajes, de apenas tres líneas cortas, estaban adornados con reiterados errores sintácticos y ortográficos. Un dato que, al menos para mí, es significativo de su escasa capacidad de discernimiento y de poso cultural.  Pero es que, a mayor abundamiento, encabeza el intento de ocultar su identidad tras un seudónimo, repito, facilón y, añado ahora, cateto y simple, con una foto en la que aparece con un capullo de rosa rojo y se declara, ya ven qué osadía, “republicano y socialista”. Con lo que, leído lo que leí, no sé de entrada si el artífice de idioteces tan mal escritas es el capullo y la imagen del tipo que lo acompaña un simple recurso mediático de atrezzo, es al revés, o, acaso, son ambas posibilidades hechas una.

         
          La verdad es que me importa un bledo lo que piense de mí y de mis opiniones este monaguillo cobarde que se oculta tras un seudónimo irrisorio. No es el primero que actúa así, ni será el último. Pero me importa, y mucho, que gente como él, primitivamente corta, se piense que su estupidez y su ignorancia puedan servir para algo más que para el desprecio de su hipotética víctima. Que su torpe pavoneo quede en un “entre nos” reducido del que no se avergüence. Es por eso que mi repudio y mi asco llegan hasta el punto de hacerles partícipes de que el tal se enmascara en la red social bajo el original remoquete de Emérito Romano. Dizque es jubilado de la enseñanza. Me imagino ( y lo deseo fervientemente por sus alumnos) que su actividad enseñante no habrá sido en el área de  la Lengua Española, porque además de no saber escribir con un mínimo conocimiento de la ortografía y la sintaxis del español, el interfecto tiene una escasa capacidad de comprensión lectora, y llega a unas conclusiones de lo que lee de lo más atrabiliarias  y absurdas. Al menos en lo que a mi artículo se refiere.

          En fin, en casos como éste, en los que el sujeto viene con ganas de tocar los nísperos, lo que suelo hacer es bloquearlo y olvidarme de él. Si, a mayor abundamiento, adorna sus regüeldos con faltas de ortografía y de sintaxis, el bloqueo va con pedorreta. Si, además, lo limitado de su cacumen le impide comprender lo que lee, no veo qué sentido tiene mantenerlo como seguidor. Y si, para rematar la faena, esconde su identidad tras un seudónimo, para qué te cuento, primo. Sin embargo, esta vez, a pesar de haberlo bloqueado, no he querido que su intromisión pasara desapercibida. Porque de eso se aprovechan estos emboscados patéticos, de que el bloqueo de sus miserias impida un conocimiento más amplio de las mismas. Recuerdo que Franco tenía una frase para laminar a quienes se oponían a su dictadura: Hay que anular a los desafectos y a los tibios. O algo así. Pues esa es la actitud que exhibe con su capullo rojo y sus comentarios este risueño fulano. Véanlos si no: «Este "señor",escribió un artículo de opinión en el diario Hoy de Extremadura, el sábado 22 de febrero de 2020. Solo tenía insultos y desprecios hacia el Presidente del gobierno,desde "panoli","monigote" hasta los que creemos en el Presidentes para llamarnos "zopencos». (Sic). Y sigue: «Es usted un impresentable y desde este mismo momento queda usted integrado en la caverna mediática de este pais.A lo mejor el "zopenco"es usted por creerse lo que no es,bocazas». (Sic). Y termina: «Habrá que incluirlo en este sindicato de fascistas» (Sic). Y acompaña este último anatema con la foto de seis periodistas a los que ya debe tener este personaje incluidos en sindicato tan particular.


           
          Bueno, pues eso es lo que hay, ése es el nivel de la mayoría de estos furtivos sectarios con los que me he ido encontrando a lo largo de mi vida ‘articulística’ o poética. Y éste con estrambote, porque esconde su nombre pero muestra su jeta con capullo incluido. Un sinsentido incomprensible... A no ser que con tal furtivismo a medias este monaguillo meritorio tenga la intención de que su defensa del jerarca socialista sea conocida y valorada por sus superiores ideológicos y, así, poder llegar algún día a ser sacristán. Me la refanfinfla. Pero, de cualquier manera, a este lenguaraz dogmático le ha salido el tiro por la culata porque, además de importarme un bledo su cagarruta verbal, me ha hecho el inmenso favor de proporcionarme tema para mi artículo semanal. Algo  impagable, primo. Pues eso.