Vivo el amor tranquilo que los años esconden en
los pliegues del día. Ese que se mantiene sin palabras, no porque el hablar sea
vano, sino porque el silencio adquiere la oratoria callada de los ojos que
viven en lo hondo de nuestro corazón y nuestras manos. Y sus miradas, aún cautelosas,
empeñadas y absortas en un ir hacia adentro y descubrirse, son un derroche lúcido
de encuentros elocuentes. El amor se transforma, recostado en el candor del
tiempo, en un pájaro absorto que canta y, sereno, alza el vuelo en la quietud
de un cielo que es el poso absoluto de todo lo vivido. Un vivir sosegado, sin exageraciones,
lento, parsimonioso, que descubre en el vuelo la razón de haber sido. Y la de ser.
Con todos los fracasos, con todos los aciertos, con todas las distancias y con
la cercanía de un encuentro que se renueva a golpes de hallazgos y renuncias. No
hay efusión ni ímpetu. Es un querer calmado,
sin ningún aspaviento, sólo profundo y tierno. Y verdadero.
Los años son el peso que la vida acarrea. Una
perogrullada con la que hay que aguantarse, pero que, al mismo tiempo, nos enseña
a buscar recovecos para aceptar sus pasos. Y a adaptarnos, sumisos y asustados,
a los cambios que los días, implacables tras cada amanecer, imponen cuando
llega una noche a la que nos rendimos, súbditos, temerosos, con la ilusión de
ver que el nuevo día nos salude como si nada hubiera sido. Modorros, deambulamos
ajenos por una oscuridad que es un presagio para, tras cada alborada, resucitar
de un sueño intruso y déspota que no nos pertenece. De un sueño que no es
nuestro, que es hijo tributario de las horas, del transcurso callado del anhelo.
Del seguir inconsciente en ese instante absurdo que es la vida.
Es el amor sereno el que sostiene este edificio
extraño de cercana distancia. El amor generoso que sólo espera ser y recorre un
camino de ida y vuelta sin ninguna exigencia. El amor entregado que se mantiene
en gestos que miramos furtivos, en sonrisas de pronto y sin saber, en
respuestas calladas, en años de sentirse cotidiano y, acaso, inadvertido. Es
ese amor sereno que, silente y discreto, no obstante, en ocasiones, se agranda
alborozado y ocupa, así, el espacio malgastado por la rutina lánguida del día
de cada día. Y es entonces un refugio acogedor y tierno y múltiple que difumina
angustias, que cauteriza penas, que no sabe de quejas ni reproches. Un bálsamo
que alivia este temor de ahora, esta intranquilidad de ser conscientes
deambulando entre muertos, de asumir el papel de figurantes, inertes, confinados
en una pesadilla tan real como el frío testimonio de los números, de la que no
queremos ser protagonistas.
Es el amor sereno el que me dice que no puedo
quejarme. Materializado, como está, en mi santa y en mi hija Andrea, confinadas
conmigo y con mis neuras, y con Ángela, Jaime y mi pequeña nieta conmigo en la
distancia, me hace ver qué habría sido de mí sin que estuvieran. Una hecatombe
emocional, sin duda, se hubiera desatado en mis silencios. Tal vez una hecatombe
muy poética, muy creativa, muy mía, pero también muy desastrosamente
irreversible. Y tengo el añadido, cariñoso y distinto, animalmente tierno, de
dos perras, Tara y Luna, que sin duda han captado que algo pasa. Y no es porque
no salgan (vivimos en el campo), es porque no salimos. Y a veces se me acercan
y me miran, les hablo, me sonríen, me hacen cucamonas y se van a vivir que
siguen los gorriones realizando acrobacias en sus morros; que la abubilla que
anida en el jardín canta su cu-cu-cu como hasta siempre; que los mirlos saludan
con su silbo a la tímida luz del nuevo día, y la palmera crece, imperturbable,
esperando que un ángel se decida a dormir, callado, entre sus hojas. Pero los ángeles
nunca bajaron del cielo sino con las metáforas de este o aquel poeta o las
fábulas bíblicas de mi infancia. Ahora, en estos tiempos prosaicos de zozobra y
de miedo (bendito Blas de Otero) los
ángeles son fieramente humanos. Se disfrazan de profesional sanitario, guardia civil, soldado, policía, periodista, farmacéutico, quiosquero, empleado
de supermercado, agricultor, bombero, conductor de ambulancias, cuidador de personas dependientes, basurero,
empleado de limpieza... No duermen en las copas de los árboles pues siempre están
alerta. Y su vigilia, sacrificada, inmensa, es una tranquilizadora guardiana de
los sueños de los que, confinados, esperamos dormidos que nazca un nuevo día.
Los demonios, con coleta o con pelo trasplantado,
con pantalón pitillo, sin corbata o con ella, con voz ronca o canora,
feministas o no, ministros o ministras, consejeros o consejeras, políticos o
políticas, idiotas que se saltan las normas de confinamiento o lanzan bulos de
mierda en las redes sociales, yo sé bien quiénes son. Y mi primo, también.
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