Para hoy que escribo, viernes 13, mis dos hijas y
mi yerno tenían previsto viajar hasta Olesa de Monserrat, en Barcelona, donde
vive mi hijo pequeño. Mi nieta no tenía previsto nada, pero iría con ellos,
claro. Pensaban estar 10 días allí. El viaje estaba programado desde hace más
de un mes y a mí, sin que el coronavirus hubiera alcanzado en España la
progresión geométrica y vertiginosa que ha alcanzado, el viaje en sí me tenía
descompuesto. Más de 1000 quilómetros en coche son muchas horas de
incertidumbre para un padre-abuelo como yo en el que, según pasan los años, el
sentido trágico de la vida se va haciendo más angustiosamente manifiesto. Al
final, esta mañana de viernes, a primera hora, decidieron suspenderlo. Y cada
cual en su casa.
Me relajé, cogí el coche y
me acerqué a un hipermercado con la idea de adquirir no papel higiénico, que es
el paradigma de la histeria colectiva de esta historia trágica, sino la compra
normal de agua, pan, algo de carne o pescado y, sobre todo, la provisión suficiente
de Estrella Galicia, imprescindible para ingerir este mal trago que estamos
pasando con una dosis suficiente de tan misericordioso lenitivo. Pero como no
fui capaz de aparcar, decidí largarme. Y, de la que me iba, pasé junto al
sombrajo donde se acumulan los carros de la compra, en el que apenas quedaban
cinco. Corriendo hacia ellos venía un grupo de 8 o 10 personas, con la moneda
en la mano, para hacerse con alguno de ellos. No había para todos, con lo que
el conflicto estaba cantado. Y yo no tuve la sangre fría ni el morbo suficiente
para quedarme allí, refugiado en mi
coche, a ver cómo acababa el asunto. Con lo que seguí mi camino a casa.
En cualquier caso, buena
parte de la situación catastrófica a la que se ha llegado en España es, sin
duda, atribuible a la panda de políticos que nos gobiernan. Un ramillete de
irresponsables cobardes, que no han hecho puñetero caso a las situaciones de
otros países que tenían como precedentes ni, por ende, a las medidas que en
ellos se habían tomado para combatir la expansión del virus. Unos con tal de no
suspender el espectáculo mediático del 8M; otros con tal de mantener el de
Vistalegre, con un boina verde imprudente y tosigoso como foco infectivo de
correligionarios “voxianos”. Y lo malo
no es que ellos, unos y otros, se contagien y sufran. Lo malo es que hayan
podido contagiar, hacer sufrir e, incluso, matar, como en mayor o menor medida
habrán hecho, a personas que poco o nada tienen que ver con ellos. Víctimas
inocentes bien de un gobierno empecinado en la inacción y la irresponsabilidad
más aberrante, o bien de unos políticos a los que les importan más los votos
que la vida y la salud de sus posibles votantes. Me resulta espeluznante la
situación. Y soy incapaz de entender contradicciones como que se sigan
permitiendo reuniones al aire libre de 1000 personas mientras se cierran bares,
terrazas, museos y se suspenden las clases en todos los niveles de la
enseñanza; se admita el teletrabajo para evitar la infección en las empresas o
en la Administración y a los beneficiados, en vez de disfrutar del chollo desde
su casa, se les deje ir a las playas, ordenador en ristre, a infectar bañistas;
que cerradas escuelas, institutos y
universidades, no se cierren catedrales ni iglesias, ni se suspendan misas,
bodas ni comuniones; que se hayan cancelado cientos de fiestas populares y haya
ciudades en las que la Semana Santa siga adelante con sus procesiones porque
dios, la virgen y cristo bendito no están contagiados... Digo que, a pesar de mi
sarcasmo y mi escepticismo, o quizá precisamente por eso, soy incapaz de
entender este galimatías de situaciones contradictorias.
Y, “afuera aparte”, para que quede constancia escrita de mi rendición, he de
decir que cuando mi amigo y maestro, Tomás
Martín Tamayo, me avisaba el mes pasado de que iba a pasar lo que a día de
hoy está pasando, no le hice ni puñetero caso y atribuí su prognosis a un
alarmismo pusilánime y exagerado. Pues tenía toda la razón. El desarrollo de
los acontecimientos (con la ayuda de gobiernos y políticos, eso sí) se la ha
dado. Mi madre me dijo en más de una ocasión, cuando me emperraba en lo que
fuese y no me bajaba del burro: «Tú como
siempre, Jaime: Mártir antes que confesor». Me hubiera gustado que viese
que, por esta vez, no ha sido así. Pero bueno, en lo que a mí se refiere, estoy
relativamente tranquilo. Mis hijas, mi yerno y mi nieta están donde tienen que estar, cada cual en su casa, y han
renunciado a un viaje, azaroso no sólo por los quilómetros que tenían que
recorrer, sino por el hecho de tener que atravesar de suroeste a noreste un
país cuajado de virus y de infestados.
En fin, no quiero
terminar este artículo sin dedicárselo, con el permiso de todos mis otros
lectores, a doña Pilar García de Pruneda Trevijano, que, en su carta a la directora
del HOY de hoy, viernes 13, no veía procedente las referencias familiares o
íntimas en mis artículos. Y dado que he sacado al retortero a mis hijos, mi
nieta, mi madre, mi yerno y mi amigo y maestro Tomás Martín Tamayo, lo hago, más
que nada, para que sea consciente de que ella y sus opiniones sobre lo que
escribo, con el mayor respeto por supuesto, me la refanfinflan de manera
palmaria. Pues eso, primo
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