domingo, 23 de junio de 2019

EL RECLUTA OBNUBILADO


En el campamento de Viator,  primer batallón, segunda compañía, donde me tocó iniciar el Servicio Militar allá por el año 1977, coincidí con un chaval vasco de voz ronca, alto, enjuto, buena persona, reservado y triste. No sé si la acarreaba ya desde la vida civil o la adquirió allí como rápida forma de evasión, pero el caso es que tenía la costumbre de empezar el día trasegándose un litro de cerveza con coñac. Mientras los demás andábamos ocupados en deslegañarnos, él, recostado en el quicio de la puerta de los aseos como la manceba de la copla en el de la mancebía, abría la litrona que descubrí ocultaba en las cisternillas de los váteres, le daba un largo chupetón de cuarto de litro, sacaba de la faltriquera una petaca plateada y, con pericia de alquimista, llenaba el hueco de la botella hasta el gollete con brandy para, de inmediato, en apenas un suspiro, vaciarla casi sin respirar. «Si así empieza la alborada, cómo acabará la noche», que decía aquél. La verdad es que no lo vi acorde en los tres meses que duró aquella encerrona. Andaba de la gimnasia a la instrucción y de la diana a la retreta obnubilado (jamás tambaleante),  en un estado de delirio constante que, sin embargo, no le impedía cumplir con las monsergas de un entrenamiento que tampoco era el de los boinas verdes aunque, claro, en algún momento, y a pesar de la poca exigencia militar que se nos demandaba, esa situación de alelamiento perenne podía producir consecuencias indeseables para él o sus circundantes. Recuerdo una de ellas que sucedió cuando nos entrenaban para lanzar granadas o bombas de mano o como quiera que se llame el invento.



Antes de poner en manos tan inexpertas y dispares un artefacto letal de esa categoría, nos instruyeron sobre la forma correcta de arrojarlas para causar, como es natural, el mayor daño posible al enemigo quimérico que teníamos enfrente. Ensayábamos pues con una barra de metal hueca, de unos veinte centímetros de longitud, que había sido rellenada con un aglomerado de cemento o algo así. No llevaba ningún mecanismo explosivo pero, como pudimos comprobar, no le hacía falta para ser potencialmente mortífera. El encargado de dirigir el adiestramiento era un alférez de complemento bonachón, regordete, metro sesenta, ojos saltones y cráneo alopécico redondeado que, a pesar de tener las mismas ansias castrenses que un jilguero, se esforzaba en que siguiéramos las indicaciones del manual sobre la forma idónea de realizar el ejercicio bélico. La cosa venía a tener una estética mezcla de ballet Zoom y lanzamiento de jabalina, que a mí me recordaba a los maravillosos dibujos de Boixcar en aquellos memorables tebeos de Hazañas Bélicas de la infancia: Los diestros, como yo, debíamos situarnos de perfil para ofrecer menos blanco («de canto, de canto, ‘pa’ que no hagas blanco”, que le decía Cantinflas al malvado Frank») mostrando nuestro costado izquierdo al enemigo, con la pierna de ese lado flexionada en su dirección y ese brazo extendido hacia él; al tiempo, la derecha debía permanecer recta, formando un ángulo de 45 grados con el terreno y con el brazo de ese lado también extendido y portando el artilugio, para iniciar un pequeño balanceo que diera impulso al lanzamiento del mismo que, de esa forma, alcanzaría una trayectoria parabólica hasta caer en la trinchera rival atiborrada de soldados hostiles que irían a parar directamente al mismísimo infierno. Mientras tanto el alférez, a nuestra espalda, iba corrigiendo posturas que rompieran la estética medida del asunto. La repanocha, vamos.

Todo transcurría sin incidentes mayores hasta que le tocó el turno a nuestro guripa que, a esa hora, ya pasado el mediodía, había recebado convenientemente su dosis inicial de lenitivo. Y, en catastrófica conjunción, los designios de un hado siempre caprichoso e imprevisible quisieron que el susodicho fuera zurdo. Como es fácil de entender, todo lo anterior referente a la parafernalia postural debe invertirse, la derecha se torna en izquierda y el reverso en anverso, de modo que nuestro alférez, un metro sesenta, se encontró, de buenas a primeras, frente a un metro ochenta de recluta alucinado que ya portaba en su mano izquierda el zurullo metálico. No tuvo tiempo o no creyó necesario rectificar su posición y situarse a la espalda del lanzador. Y esa fue su perdición. Porque el muchacho, que a pesar de algún titubeo había realizado satisfactoriamente los balanceos previos, a la hora de arrojar la carga no lo hizo sino que, antes al contrario, la mantuvo asida fuertemente a modo de cachiporra al tiempo que, de manera inconcebible, cambió la trayectoria de su brazo que en vez de ascender trazó, girando sobre sí mismo a una velocidad inusitada,  una línea curva paralela al suelo de manera que barría todo lo que se encontrara a su derecha y a determinada altura. Dada la diferencia de estatura entre él y el oficial al mando, el resultado del suceso no pudo ser más aciago para éste porque, sin posibilidad de esquivarlo y ayudada la acometida por la fuerza de la inercia, recibió el infeliz en su cabeza impacto tan contundente y violento que mandó su gorra a por uvas y a él le hizo desplomarse como un rano de forma instantánea, descalabrado, inconsciente y sangrando abundantemente por una brecha que le recorría el occipucio. El cachiporrazo dejó a la altura del betún el propinado por el intrépido Pedrín al chino marrullero, con eso está todo dicho sobre su ejecutoria, mientras el autor de la masacre seguía en su pasmo inducido, inexpresivo, con la mandíbula laxa y unos ojos desorbitados que miraban ora a la barra, ora al alférez, intentando comprender qué es lo que había pasado y si acaso hubiera podido ser él el causante del daño. La víctima fue evacuada, recuperado ya el oremus entre ayes lastimeros, en una especie de ambulancia digna de un museo etnográfico y no volvimos a verle (no sé si por razones de convalecencia o por instinto de conservación) hasta el día de la Jura, a la que llegó luciendo una aparatosa cicatriz, muda evidencia del desdichado suceso del que fuimos testigos. Contra el causante del daño no se tomó ningún tipo de providencia disciplinaria, gracias, según conocimos por radio Macuto, a la vehemente mediación del aporreado. Eso sí, cuando llegó el día de realizar el malhadado ejercicio con explosivo real, el recluta obnubilado fue eximido de hacerlo. No tengo dudas de que esa prudente medida ha sido condición sine qua non para que, entre otras muchas cosas, yo haya podido escribir este artículo.



domingo, 16 de junio de 2019

'EL VIRGINIANO' Y EL OPUS DEI


Tenía yo 12 años. El curso en el Instituto Zurbarán acababa de empezar y recién llegado a él desde los Maristas debía de andar un poco despistado. O eso les pareció a mis padres porque me apuntaron a un curso de técnicas de estudio organizado por una institución o algo así llamada, creo recordar, Chalet Puente Nuevo. Los asistentes éramos todos estudiantes de bachillerato de edades que iban desde mis 12 años (era uno de los benjamines del grupo) hasta los 16. En la primera charla que recibimos nos entregaron una carpeta que contenía una libreta de papel cuadriculado, un bolígrafo Bic de cuatro colores -azul, negro, rojo y verde- y un pequeño expediente en el que nos daban cuenta de en qué consistía el curso, qué íbamos a aprender en él y del calendario y horario del mismo: lunes, miércoles y viernes de un trimestre, de 18 a 20 horas. Ese primer día, oída la citada charla de bienvenida y tras habernos presentado uno a uno diciendo cada cual nuestro nombre y apellidos, edad, curso en el que estábamos y centro de enseñanza al que acudíamos, nos hicieron la primera prueba para evaluar nuestro nivel.

Eso fue lo que nos comunicó el caballerete que dijo ser nuestro profesor, aunque a mí no me cuadró el tinglado. Porque entre preguntas que sin duda se ajustaban a esa evaluación había otras que entraban de lleno en el terreno personal: creencias religiosas, cumplimiento de los preceptos católicos, presencia de Dios en nuestra vida y nuestros actos, relación con nuestra familia y amigos, aficiones, carácter...  Y esto, además, no hizo sino confirmarme que mi primer mosqueo no iba desencaminado cuando, al entrar en la sala donde nos reunieron, vi que la presidía la foto de un cura de cara mofletuda que no sabía quién coño era pero me inquietaba lo que podría significar su presencia allí. Si mi hermana Pía cuando, a los pocos días de empezar en el colegio del Santo Ángel cuyo uniforme se remataba con un collarín de plástico duro, le preguntaron qué tal le iba en el colegio contestó irritada: «Estoy harta de jaculatorias y de cuello duro», es fácil imaginar cómo estaba yo, después de 6 años en los Maristas viendo la foto del entonces beato Marcelino Champagnat multiplicada en aulas, pasillos y escaleras, de ese tipo de iconografía melosa y cursi. Pues sí, hasta las mismas narices de la entrepierna, primo.

Y terminé de escamarme cuando, al finalizar esta primera sesión, fuimos informados de que, cada uno de los recién llegados tendría un compañero-guía, ya veterano, para ‘orientarnos en las dudas de cualquier tipo’ que nos pudieran surgir. Tampoco me cuadró. Porque si se trataba de cursos trimestrales que renovaban su alumnado en cada nueva convocatoria, ¿cómo podría haber ‘alumnos veteranos’? Y si acaso los asignados fueran zopencos que hubieran tenido que repetirlo por su incapacidad de aprovechamiento, ¿cómo podrían resolver nuestras dudas desde su constatada ignorancia? Sea como fuere, a mí me asignaron como lazarillo a un muchacho de 15 o 16 años, del que no recuerdo el nombre, simpático, voluntarioso y parlanchín. Llegó el primer viernes, nos hicieron la preceptiva prueba de control y mi cicerone se despidió con un ‘hasta mañana’ que yo creí puro formulismo. Al día siguiente comprobé lo equivocado que estaba.

Hacía ya un rato que me había plantado frente al televisor Zenith para ver un nuevo episodio de El virginiano (James Drury), una serie del Oeste que los sábados, a las 4 de la tarde, me hacía disfrutar con las aventuras de su protagonista, del que nunca supimos su nombre real y, entre otros, de Trampas (Doug McClure) y el juez Garth (Lee J. Cobb), todos del rancho Shiloh cerca del pueblo de Medicine Bow cuando, sin haber finalizado siquiera la presentación del capítulo del día, sonó el timbre de casa. Uno de mis hermanos, que había abierto, me trajo la fatal noticia: «Jaime, es un amigo tuyo». Salí al pasillo y sí, en él me esperaba el susodicho, sonriente y empeñado en hablar conmigo. Quise convencerle de que viéramos al ‘virgi’ antes y después hablábamos de lo que él quisiera. Fue imposible. De modo que me resigné y enfilamos el largo pasillo que nos llevaba hasta mi habitación. Y ahí, sin preámbulo anestésico alguno, me largó una perorata martirizante sobre la religión, Dios, el pecado, Cristo bendito... y el Opus Dei. Un coñazo bíblico que solo pausaba para asediarme a preguntas sobre mi vida, mis creencias y mis prácticas religiosas. Viendo que yo rehuía contestarlas, comenzó a formularlas de manera que sólo tuviera que hacerlo con monosílabos o evasivas como ‘no siempre’, ‘quizá’ o ‘no me acuerdo’. Y a medida que lo hacía, sentía que en mi interior las ideas agnósticas que apenas habían hecho aparición se asentaban cobrando carta de naturaleza.  

El individuo me duró un sábado más porque al tercero (todos consecutivos, claro) le azucé a una perra que teníamos, Koliesko, más escandalosa que fiera, y salió pitando escaleras abajo como alma que lleva el diablo. No volví a verlo ni a sufrirlo nunca jamás porque de rebote, y una vez expuesta mi angustiosa situación a la superioridad paternal, fui eximido de volver a aquel chalet maldito y a sus pejigueras. ¡El virginiano había vuelto a ganar!

domingo, 9 de junio de 2019

SOBREVIVIR A LA VIDA


(Fuente: Diario HOY)
El domingo 19 de mayo se publicó en estas páginas una entrevista, magnífica, que Evaristo Fernández de Vega le hacía a José María Riñones, un guardia civil al que una infección bacteriana lo dejó sin manos y sin piernas. En ella, José María, nos daba cumplida cuenta de los espantosos pormenores de su enfermedad, de su lucha para ir ganándole terreno y de su perseverancia en vencer los momentos en los que el desánimo podría hacerle flaquear. Al compartirla en las redes, decía yo: «Es mi vecino y, sin embargo, excelente amigo que nos ha emocionado a todos con una extraordinaria y esforzada lección de valentía y de superación. Y aún le quedan en la 'talega' más lecciones de vida para darnos. A ver si hoy, a su hora, nos vamos a la venta y nos tomamos los tres (él, Pablo el Portugués y yo) las cañitas de rigor».

Y tardó poco en darme la razón, no sólo por las cañas, que fue antes y también, sino porque a la semana siguiente consiguió su ansiado carné de conducir y, con él, la capacidad de no tener que depender de nadie que lo lleve y lo traiga. Al fin y al cabo, un escalón más de autonomía y la satisfacción de haber superado otro reto en la carrera de obstáculos que le ha supuesto su difícil y lamentable situación. Este periódico se hizo eco de la buena nueva en una crónica impecable, también de Evaristo, publicada el sábado 1 de junio que a mi vez yo compartí en las redes acompañada de este comentario: «Aquí está mi amigo José María, con su flamante carné de conducir. No hay quien lo pare al tío». Ese mismo día nos invitó a comer a un grupo de amigos en la venta ‘Los Cotos’, nuestra actual sede, para agradecernos lo poco o mucho que cada cual habíamos hecho por él y, de paso, para celebrar su renovado estatus de ‘amigo conductor, la senda es peligrosa’.


(Fuente: Diario HOY)
Poco me imaginaba yo cuando fui a verlo a la clínica Clideba recién llegado de Madrid, con sus extremidades amputadas, sin poder hablar aún, delgadísimo y maltrecho, que al cabo de unos pocos meses (que a él se le habrán hecho eternos) estaría como está hoy, andando cada vez mejor y más seguro, más chulo, más José María, con un grado de autonomía creciente y feliz con su renovado carné de conducir recién conseguido. Este jueves, cuando mi santa y yo fuimos a la venta a ‘aperitiviar’, él ya estaba allí y, apareciendo por sorpresa, con una sonrisa de oreja a oreja, nos miraba exultante como diciendo. «¿Y ahora qué, qué os parece el inválido?». Porque además de su carácter y su tesón, de su empeño en sobrevivir a la vida, el hecho de no haber perdido el sentido del humor en circunstancias tan dolorosas ha sido sin duda una ayuda fundamental para su victoria. Y es que cuando la vida te golpea con tanta crueldad, con tanta saña, el no perder la capacidad de reírte de ella la desconcierta, la deja titubeante. Y ese momento de flaqueza es la rendija por la que puedes colarte para vencerla, para sobrevivir a su carencia de humanidad. El psiquiatra Luis Rojas-Marcos lo dice mejor que yo: «El sentido del humor es muy útil. Yo siempre digo que cada botiquín de urgencias debería llevar una dosis de ‘sentido del humor’. Nos da una perspectiva, tratamos mejor las incongruencias de la vida con humor. O cosas que no entendemos, que a veces son cosas trágicas pero no las entendemos... Nos ayuda el sentido del humor». Y como ejemplo para demostrar cómo el humor puede salvarnos de situaciones dolorosas contaba que un día le preguntó a su madre que cuando muriera qué prefería, ser enterrada o ser incinerada. Y que su madre le contestó sonriente: «Luis, dame una sorpresa». Y la risa posterior de los dos iluminó la sombra del momento.

En cualquier caso, los amigos hemos estado ahí echando una mano, y unos pies, claro, cuando ha sido necesario. Cada cual según su cercanía, su confianza o según hayan sido requeridos por él. Pero todos tenemos en común que, llegado el momento, José María se quedaba en su casa con su familia, ya fuera en silla de ruedas o andando sobre sus prótesis, ya fuera con mano mágica o con muñones, y cada cual se iba a la suya. Decía él en la entrevista que, a partir de que le pusieron el ‘brazo bioeléctrico’ ya podía hacerse el desayuno, poner la tostadora, peinarse, ir al baño, ducharse..., sin ayuda. ¿Y antes de eso, antes de llegar ahí...? Pues hay más, mucho más. Yo lo que he hecho ha sido ponerle el reloj de pulsera en hora y fecha, llevarlo de aquí para allá cuando me lo ha pedido y reírme con él de él y de mí entre caña y caña. Lo duro se quedaba de las puertas de su casa para adentro. Y quienes lo han vivido en toda su crudeza han sido, sin duda, su mujer y su hija pequeña, que son quienes comparten y han compartido desde el principio techo con él y sus circunstancias noche y día.
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(Fuente: Diario HOY)
En el cine, como en la vida (que viene a ser lo mismo) hay actrices ‘secundarias’ tan imprescindibles que, sin ellas, la película no hubiera llegado nunca a triunfar. Sin embargo, hasta la novena edición de los Oscar y a pesar de su importancia determinante no se reconoció la categoría de ‘actor y actriz de reparto’. Yo he tardado menos en darme cuenta de su papel fundamental para conseguir el éxito. Pues eso, primo.

domingo, 2 de junio de 2019

LEO, RICARDO, MIS MÉDICOS... LA VIDA


Soy amigo de Ricardo López Fernández desde que ambos estudiábamos en el Instituto Zurbarán. Nos conocimos cursando 3º de bachillerato. Yo, recién llegado desde los Maristas. Si he echado bien las cuentas eso fue en octubre de 1964, de modo que hace ya 54 años y varios meses que nos conocemos y nos tratamos. Toda la vida, como quien dice, de una amistad que se ha mantenido incólume aun a pesar de la distancia; de un cariño cercano que no ha flaqueado ni con el silencio ni con la lejanía. Estos últimos años nos hemos visto muy poco, años en que, sin embargo, nuestra relación seguía viviendo de ese aire común que respiramos apenas sin sentirlo, sabiendo que ahí está. El lunes pasado recibí un correo electrónico suyo. Cuando el teléfono chivato me avisó de su llegada, tuve un mal presagio. No me atrevía a abrirlo porque pensé en su madre y tuve miedo. Se lo dije a mi santa: «Un correo de Ricardo... Va a ser que algo le ha pasado a su madre...».  Y no me equivocaba. Me decía que había muerto y que el funeral sería al día siguiente, martes, por la tarde, en la parroquia de San José. Los recuerdos, entonces, me vinieron en tropel al compás de las lágrimas.

La conocí cuando ella y su hijo Ricardo vivían en una casa de la calle Joaquín Sama. Me invitaron a comer y no recuerdo si fue en esa ocasión cuando probé el pollo con almendras que hacía, sin duda el más rico que he probado en mi vida. Cada vez que, a lo largo de los años, me ha invitado a su casa a comer, siempre me esperaba ese pollo con almendras, exquisito, que sabía que me pirraba. Porque ella, Leopolda, Leo, Leíto para mí, era una mujer generosísima que me abrió las puertas de su casa de par en par y me ofreció todo lo que tenía, fuera mucho o poco. Abierta, alegre, valiente, luchadora, con una extraordinaria capacidad de sacrificio, fue capaz de imponerse a la sociedad pacata, clasista y miserable de aquellos oscuros años 50, y criar sola a su hijo saltándose todas las alternativas convencionales e hipócritas que pudieran habérsele ofrecido para hacerle, por utilizar el lenguaje engolado y falso de la época, un hombre de provecho. Mi amigo, su hijo Ricardo, me agradecía este martes, en un segundo correo, mis años de cariño a su madre. Y ella, ya ven, se ha ido sin que yo, zángano y descuidado, pudiera agradecerle como se merecía el que ella me demostró siempre.

Este martes nefando que acabó mal, tampoco empezó bien. Digo que debía acudir a dos citas médicas en el Hospital Universitario de Badajoz. La primera en Radiología para someterme a una resonancia magnética y que allí descubrieran el camino que ha tomado mi puñetera próstata. Y la segunda en Cardiología, para ver si mi corazón es más grande de lo que debe ser. La verdad es que cada vez que entro por las puertas semafóricas de ese complejo hospitalario, me acuerdo del infierno de Dante y del lema que figuraba a su entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate», o sea, «Abandonad toda esperanza, los que aquí entráis». Es, sin duda, una pose injusta de jubilado, porque si estoy citado es porque los que cuidan de mi salud quieren tener todos los datos necesarios para seguir aliviándome de la mejor manera posible. Aunque eso suponga, como es mi caso, que una vez que entras en ese recinto por primera vez, ya es difícil que no tengas que volver a hacerlo periódicamente. En la página Web del SES, que funciona bastante bien, a esas citas de ‘haber hecho presa’ las califican como “sucesiva”, que siempre deja la puerta abierta a que haya otra u otras más. En cualquier caso la culpa de mis regresos ‘sucesivos’ son, sin duda, de mis peplas y mis quebrantos y no de quienes tratan de curarlos. En mi caso, y por mi experiencia, sólo tengo motivos de agradecimiento a su profesionalidad y a su trato. Además de estar convencido de que, gracias a ellos, aquí sigo operativo a pesar de mis achaques físicos. Mis manías y mi TOC son harina de otro costal que no me producen inquietud, temor, ansiedad o aprensión que me imposibiliten, de momento, llevar una vida medianamente normal. Entre otras cosas porque creo que forman parte de mi idiosincrasia y de mis genes. Y, como dijo aquel, “así nací y así moriré, se ponga dios de frente o de revés”. Pues eso.

En fin, Leíto, esta vida es a veces un pispás de recuerdos que vienen y se posan y aletean por un aire que ahora les es ajeno. Un manojo de sueños que lanzamos al viento y después pretendemos recuperar de nuevo, cuando ya es imposible ‘remendar sus retazos’. Pero, qué quieres que te diga que no sepas: a los vivos nos queda la nostalgia como excusa apagada de la culpa. Y el húmedo dolor de cada lágrima, discreta y comprensiva, que brota ojos adentro para no descubrir nuestros errores.