Soy amigo de Ricardo
López Fernández desde que ambos estudiábamos en el Instituto Zurbarán. Nos
conocimos cursando 3º de bachillerato. Yo, recién llegado desde los Maristas.
Si he echado bien las cuentas eso fue en octubre de 1964, de modo que hace ya 54
años y varios meses que nos conocemos y nos tratamos. Toda la vida, como quien
dice, de una amistad que se ha mantenido incólume aun a pesar de la distancia;
de un cariño cercano que no ha flaqueado ni con el silencio ni con la lejanía. Estos
últimos años nos hemos visto muy poco, años en que, sin embargo, nuestra
relación seguía viviendo de ese aire común que respiramos apenas sin sentirlo,
sabiendo que ahí está. El lunes pasado recibí un correo electrónico suyo. Cuando
el teléfono chivato me avisó de su llegada, tuve un mal presagio. No me atrevía
a abrirlo porque pensé en su madre y tuve miedo. Se lo dije a mi santa: «Un
correo de Ricardo... Va a ser que algo le ha pasado a su madre...». Y no me equivocaba. Me decía que había muerto
y que el funeral sería al día siguiente, martes, por la tarde, en la parroquia
de San José. Los recuerdos, entonces, me vinieron en tropel al compás de las
lágrimas.
La conocí cuando ella y su hijo Ricardo vivían en
una casa de la calle Joaquín Sama. Me invitaron a comer y no recuerdo si fue en
esa ocasión cuando probé el pollo con almendras que hacía, sin duda el más rico
que he probado en mi vida. Cada vez que, a lo largo de los años, me ha invitado
a su casa a comer, siempre me esperaba ese pollo con almendras, exquisito, que
sabía que me pirraba. Porque ella, Leopolda,
Leo, Leíto para mí, era una mujer generosísima que me abrió las puertas de
su casa de par en par y me ofreció todo lo que tenía, fuera mucho o poco.
Abierta, alegre, valiente, luchadora, con una extraordinaria capacidad de
sacrificio, fue capaz de imponerse a la sociedad pacata, clasista y miserable de
aquellos oscuros años 50, y criar sola a su hijo saltándose todas las
alternativas convencionales e hipócritas que pudieran habérsele ofrecido para
hacerle, por utilizar el lenguaje engolado y falso de la época, un hombre de
provecho. Mi amigo, su hijo Ricardo, me agradecía este martes, en un segundo
correo, mis años de cariño a su madre. Y ella, ya ven, se ha ido sin que yo, zángano
y descuidado, pudiera agradecerle como se merecía el que ella me demostró
siempre.
Este martes nefando que acabó mal, tampoco empezó
bien. Digo que debía acudir a dos citas médicas en el Hospital Universitario de
Badajoz. La primera en Radiología para someterme a una resonancia magnética y
que allí descubrieran el camino que ha tomado mi puñetera próstata. Y la
segunda en Cardiología, para ver si mi corazón es más grande de lo que debe
ser. La verdad es que cada vez que entro por las puertas semafóricas de ese
complejo hospitalario, me acuerdo del infierno de Dante y del lema que figuraba
a su entrada: «Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate»,
o sea, «Abandonad toda esperanza, los que aquí entráis». Es, sin duda, una pose
injusta de jubilado, porque si estoy citado es porque los que cuidan de mi
salud quieren tener todos los datos necesarios para seguir aliviándome de la
mejor manera posible. Aunque eso suponga, como es mi caso, que una vez que
entras en ese recinto por primera vez, ya es difícil que no tengas que volver a
hacerlo periódicamente. En la página Web del SES, que funciona bastante bien, a
esas citas de ‘haber hecho presa’ las califican como “sucesiva”, que siempre
deja la puerta abierta a que haya otra u otras más. En cualquier caso la culpa
de mis regresos ‘sucesivos’ son, sin duda, de mis peplas y mis quebrantos y no
de quienes tratan de curarlos. En mi caso, y por mi experiencia, sólo tengo
motivos de agradecimiento a su profesionalidad y a su trato. Además de estar
convencido de que, gracias a ellos, aquí sigo operativo a pesar de mis achaques
físicos. Mis manías y mi TOC son harina de otro costal que no me producen inquietud,
temor, ansiedad o aprensión que me imposibiliten, de momento, llevar una vida medianamente
normal. Entre otras cosas porque creo que forman parte de mi idiosincrasia y de
mis genes. Y, como dijo aquel, “así nací y así moriré, se ponga dios de frente
o de revés”. Pues eso.
En fin, Leíto, esta vida es a veces un pispás de recuerdos que
vienen y se posan y aletean por un aire que ahora les es ajeno. Un manojo de
sueños que lanzamos al viento y después pretendemos recuperar de nuevo, cuando
ya es imposible ‘remendar sus retazos’. Pero, qué quieres que te diga que no
sepas: a los vivos nos queda la nostalgia como excusa apagada de la culpa. Y el
húmedo dolor de cada lágrima, discreta y comprensiva, que brota ojos adentro
para no descubrir nuestros errores.
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