Tenía yo 12 años. El curso en el Instituto
Zurbarán acababa de empezar y recién llegado a él desde los Maristas debía de
andar un poco despistado. O eso les pareció a mis padres porque me apuntaron a
un curso de técnicas de estudio organizado por una institución o algo así
llamada, creo recordar, Chalet Puente Nuevo. Los asistentes éramos todos
estudiantes de bachillerato de edades que iban desde mis 12 años (era uno de
los benjamines del grupo) hasta los 16. En la primera charla que recibimos nos
entregaron una carpeta que contenía una libreta de papel cuadriculado, un
bolígrafo Bic de cuatro colores -azul, negro, rojo y verde- y un pequeño
expediente en el que nos daban cuenta de en qué consistía el curso, qué íbamos
a aprender en él y del calendario y horario del mismo: lunes, miércoles y
viernes de un trimestre, de 18 a 20 horas. Ese primer día, oída la citada
charla de bienvenida y tras habernos presentado uno a uno diciendo cada cual
nuestro nombre y apellidos, edad, curso en el que estábamos y centro de
enseñanza al que acudíamos, nos hicieron la primera prueba para evaluar nuestro
nivel.
Eso fue lo que nos comunicó el caballerete que
dijo ser nuestro profesor, aunque a mí no me cuadró el tinglado. Porque entre
preguntas que sin duda se ajustaban a esa evaluación había otras que entraban de
lleno en el terreno personal: creencias religiosas, cumplimiento de los
preceptos católicos, presencia de Dios en nuestra vida y nuestros actos,
relación con nuestra familia y amigos, aficiones, carácter... Y esto, además, no hizo sino confirmarme que
mi primer mosqueo no iba desencaminado cuando, al entrar en la sala donde nos
reunieron, vi que la presidía la foto de un cura de cara mofletuda que no sabía
quién coño era pero me inquietaba lo que podría significar su presencia allí. Si
mi hermana Pía cuando, a los pocos días de empezar en el colegio del Santo
Ángel cuyo uniforme se remataba con un collarín de plástico duro, le
preguntaron qué tal le iba en el colegio contestó irritada: «Estoy harta de
jaculatorias y de cuello duro», es fácil imaginar cómo estaba yo, después de 6
años en los Maristas viendo la foto del entonces beato Marcelino Champagnat multiplicada en aulas, pasillos y escaleras,
de ese tipo de iconografía melosa y cursi. Pues sí, hasta las mismas narices
de la entrepierna, primo.
Y terminé de escamarme cuando, al finalizar esta
primera sesión, fuimos informados de que, cada uno de los recién llegados tendría
un compañero-guía, ya veterano, para ‘orientarnos en las dudas de cualquier
tipo’ que nos pudieran surgir. Tampoco me cuadró. Porque si se trataba de
cursos trimestrales que renovaban su alumnado en cada nueva convocatoria, ¿cómo
podría haber ‘alumnos veteranos’? Y si acaso los asignados fueran zopencos que
hubieran tenido que repetirlo por su incapacidad de aprovechamiento, ¿cómo
podrían resolver nuestras dudas desde su constatada ignorancia? Sea como fuere,
a mí me asignaron como lazarillo a un muchacho de 15 o 16 años, del que no recuerdo
el nombre, simpático, voluntarioso y parlanchín. Llegó el primer viernes, nos
hicieron la preceptiva prueba de control y mi cicerone se despidió con un
‘hasta mañana’ que yo creí puro formulismo. Al día siguiente comprobé lo
equivocado que estaba.
Hacía ya un rato que me había plantado frente al
televisor Zenith para ver un nuevo episodio de El virginiano (James Drury),
una serie del Oeste que los sábados, a las 4 de la tarde, me hacía disfrutar
con las aventuras de su protagonista, del que nunca supimos su nombre real y, entre otros, de Trampas (Doug McClure) y el juez Garth
(Lee J. Cobb), todos del rancho
Shiloh cerca del pueblo de Medicine Bow cuando, sin haber finalizado siquiera
la presentación del capítulo del día, sonó el timbre de casa. Uno de mis hermanos,
que había abierto, me trajo la fatal noticia: «Jaime, es un amigo tuyo». Salí
al pasillo y sí, en él me esperaba el susodicho, sonriente y empeñado en hablar
conmigo. Quise convencerle de que viéramos al ‘virgi’ antes y después
hablábamos de lo que él quisiera. Fue imposible. De modo que me resigné y
enfilamos el largo pasillo que nos llevaba hasta mi habitación. Y ahí, sin
preámbulo anestésico alguno, me largó una perorata martirizante sobre la
religión, Dios, el pecado, Cristo bendito... y el Opus Dei. Un coñazo bíblico
que solo pausaba para asediarme a preguntas sobre mi vida, mis creencias y mis
prácticas religiosas. Viendo que yo rehuía contestarlas, comenzó a formularlas
de manera que sólo tuviera que hacerlo con monosílabos o evasivas como ‘no siempre’,
‘quizá’ o ‘no me acuerdo’. Y a medida que lo hacía, sentía que en mi interior
las ideas agnósticas que apenas habían hecho aparición se asentaban cobrando
carta de naturaleza.
El individuo me duró un sábado más porque al
tercero (todos consecutivos, claro) le azucé a una perra que teníamos, Koliesko, más escandalosa que fiera, y
salió pitando escaleras abajo como alma que lleva el diablo. No volví a verlo
ni a sufrirlo nunca jamás porque de rebote, y una vez expuesta mi angustiosa situación a la
superioridad paternal, fui eximido de volver a aquel chalet maldito y a sus
pejigueras. ¡El virginiano había
vuelto a ganar!
No hay comentarios:
Publicar un comentario