lunes, 23 de mayo de 2011

EL MONSTRUO POLIMORFO


En un artículo anterior hablaba de que soy un lector ávido (¿compulsivo?) de periódicos y que cada día leo en papel tres o cuatro. A mayor abundamiento, de unos años acá y gracias al invento del maligno (no me refiero a los Bancos, no) me meto a diario entre pecho y espalda seis u ocho más, en su edición digital. O sea, que me atiborro. Abarcan, por número, todo el espectro ideológico que, ciertamente sui géneris, más o menos hay en España, desde el trotskismo de salón a la beatería carcunda. Y, claro, ante tal volumen de noticias, a veces surge alguna diferente, por curiosa, que llama mi atención. La última ha sido de una extravagancia regocijante que aún me tiene fascinado, y es la que da razón de la presencia terrible que atormenta, desde finales de marzo, a un pequeño pueblo sudafricano llamado Steytlerville. En esa fecha irrumpió por primera vez una extraña criatura a la que, los acongojados lugareños, han venido a llamar “monstruo polimorfo”. Lo hizo asistiendo, no sé si de forma consecutiva o al unísono, a dos entierros y, aunque las crónicas no aclaran bajo qué aspecto quiso unirse al cortejo, el caso es que deudos y acompañantes huyeron despavoridos. Cursada la correspondiente denuncia ante la policía, ésta, en principio escéptica, aceptó intervenir siempre y cuando el bicho mutante fuera fotografiado. Después de este estreno fúnebre el bicharraco ha actuado en diversas ocasiones, de modo que tiene a los pobres habitantes del pueblito en un sin vivir. Parece ser que la criatura sólo aparece por la noche y tiene la rara astucia de metamorfosearse cuando lo miran. La aparición más espantosa y sonada ocurrió un día en el que caminó tranquilamente por las calles del poblado adoptando la figura de un hombre sin cabeza hasta que, al sentirse observado, se transformó en un perro del tamaño de una vaca para después, adoptando la forma de mono, huir del lugar. Hay quien asegura haberlo visto mutarse en cerdo e, incluso, en murciélago. Un osado paparazzi de aquellos pagos lo descubrió cuando, en su forma humana, descansaba en lo alto de un árbol y logró fotografiarlo, pero la sorpresa vino cuando, al visionar la imagen, las autoridades constataron asombrados que el monstruo aparecía, incomprensiblemente, en forma de animal desconocido.

Hasta aquí las crónicas de este extraño suceso, de este ser cambiante que algunos expertos han comparado con “El Chupacabras”, animal legendario que, según la leyenda, habita en América Central y del Sur y que, desde su primera aparición en Puerto Rico en el año 1992, se ha dedicado a chupar la sangre de animales domésticos por aquellos parajes, a través de un solo agujero practicado en sus pescuezos. Parece que el susodicho tiene la capacidad de hipnotizar a sus víctimas que, bajo tal influjo maléfico, son incapaces de defenderse mientras el chupón las deja exangües. Algún criptozoólogo ha esbozado la teoría de que el monstruo polimorfo no es sino un trasunto de este chupacabras, que ha evolucionado para adaptarse a su nuevo hábitat.

Puestos así, y sin ser yo un entendido en esta suerte de animales insólitos, pienso que puede ser posible hacer un parangón entre este portento de la succión y el extrompetero Director de la SGAE. Al fin y al cabo, sus costumbres depredadoras son muy similares: también él aturde a sus víctimas con leyes y subterfugios, de manera que pierden toda capacidad de defenderse mientras, metafóricamente, les chupa la sangre e incluso, con una técnica perfeccionada en razón directa a su avidez insaciable, el tuétano de los huesos. Siendo omnívoro, pasa de animales domésticos y centra sus ataques en bares, discotecas, verbenas y ferias, entierros y procesiones, bodas, bautizos y comuniones, o sea, en cualquier local o celebración que exponga, en directo o a través de algún aparato reproductor, música o imágenes, dejando a sus víctimas más secas que la mojama. No puedo asegurar que sea un verdadero chupacabras, pero de lo que no me cabe duda alguna es que su comportamiento es de una correlación casi exacta con el de la alimaña.

Tampoco tengo datos para afirmar que el terrible monstruo polimorfo haya adoptado alguna vez la apariencia de un suricato, de ser así no tendría empacho de afirmar que ZP, este vertiginoso de la mutación, es una versión paradigmática del mismo. Cambia en un pispás sin inmutarse, afirmando con la misma contundencia una cosa y su contraria e incluso una tercera que contradice a ambas: pacifista que vende armas; defensor del estado del bienestar que hace recortes sociales sin escrúpulos; luchador a la fuerza contra una crisis que aseguraba ficticia; artífice de un pleno empleo con cinco millones de parados; solidario con las víctimas de terroristas que dice hombres de paz y, al fin, un individuo que, aparentando tener cabeza no la tiene, y que se va quedándose o que se queda yéndose, que ya es ansia. Ante mi inseguridad por dictar un diagnóstico seguro, he hecho partícipe de mis sospechas a mi amigo el sabio Doctor Carracido, experto en criptozoología parasitaria, que ha prometido estudiar el caso de este prodigio chaquetero con interés y hacerme llegar su veredicto lo antes posible. Hasta que esto ocurra estaré en un permanente sin vivir, igualito que los habitantes de Steytlerville.

viernes, 20 de mayo de 2011

DENTRO DEL DÍA, ACASO

Un buen libro de poesía, como éste, no es un sólo libro. Y esto es así porque en el poema, una palabra no es sólo esa palabra, que en él tiene la posibilidad de, siendo la que es, sugerir otras, alumbrar otros significados, ensangrentar silencios, romper los moldes del diccionario y pasear libre por los sentimientos y el almario del lector. Un buen libro de poesía, como éste, puede llegar a ser tantos libros como lectores tenga, incluso tantos como veces se lea, porque el poema despierta la intuición, aventura sensaciones, recorre el paisaje interior de quien lo lee por caminos siempre distintos, hace llegar la luz a rincones hasta entonces umbríos, en un fogonazo, como un rayo en mitad de la noche. Un buen libro de poesía, como éste, es una ventana abierta a un paisaje igual y diferente, en el que cada vez descubres matices nuevos, encuentras colores que no habías visto, percibes silencios escondidos o música donde antes había silencios. Y todo esto es lo que me ha pasado a mí a la hora de enfrentarme a la lectura de este excelente libro de poesía, ganador del vigésimo noveno premio Ciudad de Badajoz, “Dentro del día, acaso”, escrito por un señor manchego, de Manzanares, que dice llamarse Federico Gallego Ripoll y que es de mi quinta, cuatro meses arriba, cuatro meses abajo. Lo he leído varias veces, quizás de una forma no demasiado ordenada, que así es uno, pero sí desprendiéndome de la deformación profesional que puede suponer el cargar con la poética propia y quedándome sólo con la, permítaseme la cursilada pedante, “sensibilidad lectora” que, más o menos válida, me han dado algunos años de ejercicio lector. Y a cada relectura surgían ternuras que eran otras, nostalgias diferentes, una suerte de emoción prolongada, idéntica y diversa, que, como decía el otro, siendo la misma no era igual. De forma y manera que bien pensé que, de tanto como había que decir, al final acabaría por no decir nada.

En la contraportada del libro se nos dice, casi como un aviso: “El día es el transcurso de la luz, y todo transcurso es tiempo. Cada jornada recorremos su propia distancia. Esa pequeña eternidad de cada instante: ser memoria en aquellos que nos aman”. Y, aunque con frecuencia pasamos por las citas de los libros de poesía sin prestarles atención, como si fuera el ISBN, en la mayoría de las veces nos dan claves que nos ayudan a mejor sentir lo que viene detrás, y este libro está precedido por una cita de Juan Eduardo Cirlot: “La distancia no es más que una palabra”, que cumple esa función perfectamente. Porque siendo la distancia sólo una palabra, no existe como tal. Podemos, por tanto, poetizarla y hacer que sea tiempo, transcurso, recuerdo. Y el recuerdo es cercanía, renacimiento, porque la muerte no es olvido, pero el olvido es muerte. Por eso, el autor comienza confesando que escribe “con palabras que ha robado a los muertos”, para vivir en ellos, sobrevivir en sus palabras y hacer que renazcan en las palabras, robadas, que son suyas, en una suerte de homotecia interminable, cuya razón es memoria y cuyo punto fijo es el hombre que es todos los hombres, los que nos precedieron, los que nunca descansan, los que no nos olvidan y, haciéndolo, nos hacen vivir.

Todo el poemario está impregnado de una ligera melancolía, de una añoranza tierna que no lastima y es una excursión a los orígenes a lomos de recuerdos, pequeños y por eso nuestros, habitantes de un mundo inexpugnable que nada ni nadie puede cambiar, que no puede ser objeto de mercadeo, un reducto de amor y cercanía al que el paso del tiempo le ha dado consistencia y razón de ser. Porque, si el tiempo no existiera, ¿cómo podríamos tener recuerdos, esos que se pliegan y se guardan, planchados e impolutos, en un cajón de nuestro almario, como un pañuelo blanco, como “aquellas pequeñas cosas” de Serrat?

Su poesía es un ir viniendo, o un venir yéndose, adelante y atrás en el tiempo, un volver para recoger a los rezagados, a los que quedaron atrás, a los que nos precedieron, para incorporarlos al pelotón de nuestra vida, en un acto de solidaridad y agradecimiento. Y si, para recuperar la magia de un pálpito es necesario morir un poco, el poeta no duda en hacerlo así, como deja patente en un poema, “Los niños del Pireo”, para mí el más logrado de todos que, en un libro de la categoría poética que tiene éste, es decir mucho.

Termino recomendándoles que abran este libro al tiempo que su corazón, y viajen al sur en ese tren que “deshilvana la llanura como una cremallera que abre el campo en dos”, descubran a Lorca escondido entre sus versos; encuentren la salvación en las palabras; canten, nunca en domingo, con Melina Mercouri; acunen en sus manos los asombros; comprueben los espejos que reflejan latidos de un corazón incierto, moribundo; reaviven “la esperanza, dentro del día, acaso” y, al fin, sumérjanse en “la madre que todo río lleva” .

Decía Ciorán: “Mi misión es matar el tiempo y la del tiempo, matarme a mí”. Pues yo les recomiendo que lo maten, que lo pierdan entre las páginas de este hermoso libro, sintiendo en su interior la presencia de algo tan inútil y, por ello, tan absolutamente imprescindible como es la poesía. Seguro que será tiempo ganado y, además, habrán ganado al tiempo.

(Presentación en la Feria del Libro de Badajoz/2011)