sábado, 21 de abril de 2018

TRIBALISMO UNIVERSITARIO


No sé cómo puedo seguir sorprendiéndome, a estas alturas de mi vida, de lo cínica que puede llegar a ser nuestra sociedad o, mejor dicho, los estamentos que integran determinados espacios de esta nuestra sociedad. Y, sin embargo, me sigue ocurriendo. En cualquier caso esta capacidad de estupor, de que el encontrarme de frente otra vez con el descaro me siga produciendo el mismo pasmo de la primera vez, me sirve para darme cuenta, o quizá para hacerme la ilusión, de que algo de lo que fui cuando todo era inicio, hallazgo, contestación, utopía, sigue viviendo en mí. Y para sentir que el desengaño que podría haberme causado que nuestros afanes y nuestros riesgos nos hayan llevado a lo que hoy tenemos, no se ha producido. Lo que vivimos por encima de nosotros sigue las reglas del juego de lo imponderable. Lo sé. Y las acato porque a la fuerza ahorcan y no me queda más remedio. Lo que no quiere decir que tenga que aplaudirlas. Si es que de democracia hablamos, no me queda más que colgar de la cuerda y patalear impotente. Pero no en silencio. Mismamente como ahora.

Pero, en fin, antes de seguir perdiéndome en divagaciones que poco aportan, si acaso unos simples lamentos de cornudo irredento, enamorado de un país al que sigo amando a pesar de los engañosos y chatos aspectos de su correspondencia con mis devociones, tengo que decir que mi corajina viene a cuento del máster de Cifuentes, por otra parte más sobado ya en los medios que la lámpara del genio. Pero no solo por el hecho en sí, que la justicia dirimirá, o no, y que acabará como tenga que acabar, o no, sino porque ha dejado al descubierto una parte, ínfima, de cómo funcionan las universidades en esta España de nuestros pecados. Y si al inicio de mi pataleo hablaba yo de cinismo, era porque me ha resultado increíble ver la desfachatez con la que conspicuos integrantes de estas instituciones universitarias, ejerciendo ahora de políticos o no, se llevaban las manos a la cabeza y despotricaban del asunto como si fuera una excepción la actuación de un catedrático desalmado que, haciendo de su capa un sayo, ha prevaricado mancillando, así, la honorabilidad de tan egregia institución, ejemplo de limpieza y pulcritud democráticas. La impostura, el fariseísmo descarado de unos y otros, de todos, los implicados y los indignados, es como para ir a mear y no echar gota. Porque cualquiera que pertenezca o haya pertenecido al ámbito universitario, grande o pequeño, público o privado, sabe de la cochambre que se esconde bajo ciertas togas, conoce el nepotismo y la impunidad con los que ciertos personajes o personajillos, desahogados con mando en plaza, pululan por sus pasillos pastoreando rebaños de acogotados, mientras ofertan doctorados y plazas como en un mercadillo de influencias y favores mutuos. Caciquean los tales con un arte y un descaro que causarían envidia al mismísimo conde de Romanones. Mientras, los que podrían evitarlo, posando de perfil como el rey pasmado.

Siempre he sentido a la universidad española como una burbuja medieval encastrada en nuestra sociedad. Desde mi época de estudiante primero y, después, ya más por experiencia que por pálpito, en mis años de funcionario administrativo en la extremeña.  Una institución clasista, anacrónica en muchos aspectos de su actividad, ridícula en su boato y, sobre todo, una isla donde docentes de todo pelaje y condición actúan como verdaderos sátrapas con la mayor impunidad, dirigiendo departamentos que podrían reunirse alrededor de la camilla del patriarca dada la consanguinidad de sus integrantes, ya sea esta vertical u horizontal, por vía directa o uterina, que de todo hay. ¿Endogamia? La palabra se queda corta para describir algunos de ellos. Quizás tribal sería más adecuada para definir la realidad de lo que hay.

Dentro de unos meses se convocarán elecciones a rector en la UEx. Y volverá a repetirse el oprobio del llamado ‘voto ponderado’, el paradigma más irrefutable de la estratificación por castas que rige en todas ellas. Tan es así que, como ya he expuesto en alguna otra ocasión, podría darse la monstruosidad de que el voto de un solo doctor, siendo el único, daría el sillón rectoral a tal candidato, por muchos miles de votos de los otros estamentos, (docentes no doctores, personal de administración y alumnos), que acumulara su oponente. Porque ese único voto equivaldría al 51% de los votos útiles escrutados. A partir de ahí, con ese espíritu feudal metido hasta los tuétanos, todo lo que venga detrás no debería sorprendernos. ¿El caso Cifuentes/Álvarez Conde una excepción?... Sí, claro. Y un jamón con chorreras también, primo.

sábado, 14 de abril de 2018

ABRIL


Llueve abril. Gotas de soledad para sentir conmigo a los ausentes que viven en mis sueños. En su repiqueteo tras los cristales, monótonas, menudas, con una voz mixtura de las que ya callaron, los llaman a recuento con palabras calmadas que tan solo yo escucho. Y tras comprobar que nadie falta, que el cómputo es correcto, que todos acudieron, los llevan con tesón y picardía hasta mis ojos trémulos, como un embaucador que ofreciera milagros y esperanzas. Cada gota insolente de esta lluvia de abril, lágrimas de los muertos de mi vida, alberga en su interior un corazón perdido. Saben, después de tantos años de trato y soledades compartidas, que soy víctima fácil de sus manejos. Porque mi afán ha sido, por trechos que la vida y los pasos agrandan, un inútil, un absurdo deseo de volver. Recordar y volver. Descubrir un camino a través del anhelo para encontrar de nuevo lo que ya no será. Y poder elegir los apeaderos de un viaje imposible para parar en ellos a revivir momentos, situaciones, perderme en la ilusión; renovar los abrazos; volver a oler olores suspendidos en el aire de antes; reencontrarme con ellos; ser, siendo ahora, un incordio imposible del pasado, un torpe advenedizo, calvo, viejo, que, aun fuera de lugar, conecte con el tiempo que se ha ido. Echo en falta la vida de otras vidas.

Sigue lloviendo abril mientras escribo. Sigue esta lluvia conocida y mía llamándome al regreso, absurda muerte efímera que intento compartir con quienes ya se fueron. Pero ellos no lo saben y yo jamás podré decirles cuánto sufro el dolor imposible de su huida, ni preguntarles si duermen bien o penan el eterno desvelo de no saberse cerca, de no poder volver adonde fueron. Me quedo sin saber si acaso en un instante en el que al fin la nada les deje ser presencia, consiguen recordarme como yo los recuerdo cada día. Esta lluvia, impertinente y necia, me obliga a seguir vivo, a no morir siquiera unos instantes para salir de dudas y volver a quererlos cara a cara.

(Fuente:Cincocentros)
Sigue lloviendo abril y sigue aquí en mis manos, con la crueldad que Eliot sintió mejor que yo. Supo decir lo justo para que yo supiera lo que dijo, y la vida y la muerte hicieron su trabajo para dejarme huérfano. Así fue que a pesar de mí mismo y de los días, del amor y las luces, de la felicidad y de los besos, aquí se quedó abril como un estigma junto a mi corazón, junto a mis manos, engendrando ‘lilas de la tierra muerta’, mezclando ‘recuerdos y anhelos’. ‘Tierra baldía’ que apenas da más frutos que unos versos inútiles empapados de agua que no remedian nada, tan solo son testigos que dan fe y testimonio del peso lacerante que soportan mis hombros. Camino de silencios que he recorrido a ciegas, sin quererlo, estando quieto, empujado a la fuerza por la vida.

Sigue lloviendo abril. Se alía la tarde con la quietud que late en el aire angustiado de  corazones lentos que se fueron. Y el mío, forzado espectador de la nostalgia, rodeado de añoranzas se acomoda a ese ritmo pausado, cadencioso, que acunan sus silencios en mi pecho. Absorto en el ensueño de mi retorno a ellos, distingo sus sonidos, sus risas, sus lamentos, identifico voces y, si me empeño un poco y aporto algunos gramos de locura, soy capaz de sentir en mis mejillas las tímidas caricias de sus manos. Pero ellos no lo saben. No, no lo saben...

Sigue lloviendo abril y se repite la perpetua función de mi impotencia. Cuando menos lo espere, con lluvia o sol, en mayo o en noviembre, abril se me vendrá de nuevo hasta el ‘almario’, lo empapará de lágrimas y ausencias, y volverá a enredarme en la quimera de mi retorno inmóvil. Porque abril es mucho más que un mes que espera a ser nombrado sujeto a un calendario. Él alberga en su alma un espíritu indócil, un duende imprevisible, un suspiro ambulante y caprichoso que, con la crueldad inocente de los niños, en la mitad de él mismo, hace ya tantos años que fue ayer, inundó para siempre las horas de mis días de soledad, de una tristeza ausente que administra a su antojo y me obliga a sentir según sus órdenes, esperando sonrisas que se han muerto, andando hacia el encuentro del olor de una luz que ya no existe.   

sábado, 7 de abril de 2018

REAL RIÑA

(Fuente: Pinterest)

Mientras, a la hora de empezar a escribir este artículo, daba vueltas a las neuronas que me van quedando, he llegado a la conclusión o, mejor, ellas han llegado a la conclusión de que, posiblemente, el origen de mis, digamos, pocas simpatías por el régimen monárquico viene de que, en mi infancia, las pasé canutas y bien canutas con la puñetera reina de corazones de ‘Alicia en el País de las Maravillas’. La de la película de Disney, digo. La vi solo una vez, pero fue suficiente para aborrecerla y temerla por su boca descomunal, su mal genio, su utilización de flamencos cabeza abajo como mazos de críquet y, sobre todo, por su rostro desfigurado en un rictus colérico mientras, al albur de sus caprichos, exigía con un horripilante berrido: «¡Que le corten la cabeza!»... a quienquiera que hubiera provocado su furia. Tanta tirria le cogí a esta reina desmesurada, tanta repulsión y canguelo me provocaba que, en su momento, no leí el libro que andaba por mi casa. Y a día de hoy sigo sin leer ese ni ningún otro ejemplar. Porque ni siquiera  las primorosas ediciones que se han hecho de él han conseguido vencer mi repelús hacia semejante monstruo. Eso sí que es un trauma infantil prolongado y no alguna de las pamplinas que escuchamos hoy. Después uno crece y, más o menos, racionaliza y cimenta sus preferencias políticas al margen de tripas y traumas pero, insisto, estoy de acuerdo con mis neuronas en que la puerta hacia mi convencimiento republicano tal vez me la abrió la película de marras.

(Fuente: Divinity)
Es fácilmente deducible de lo anterior que los gustos y las relaciones personales de los miembros de la Real Familia, o sea, si se aman o se odian, si son fieles o infieles entre ellos, si les gusta la sopa de fideos o de estrellitas, si van de cañas o al cine o a este o aquel colegio, si son felices o desgraciados, etc., etc., me importan un bledo. Sin embargo, nuestra Constitución, en el artículo 1.3 de su Título Preliminar establece que «la forma política del Estado español es la Monarquía parla­mentaria». Y a la fuerza ahorcan, sí, pero a los ciudadanos, yo entre ellos, siempre nos queda el derecho al pataleo y a la libertad de opinión, (a veces solo el privilegio de ‘la cena del condenado’), y, así, exigir, aunque todo quede en un clamor baldío, que quien ostenta el título de Reina de España se comporte de acuerdo al cargo que ocupa, con la dignidad que le otorga el artículo 1.2 del R.D. 1368/1987 y con la profesionalidad que se le exige a cualquier funcionario público. Porque ella, sabida como es, debía saber que la Monarquía es lo que es, una institución antigua de normas anquilosadas que evoluciona muy lentamente a lo largo de los siglos y espera de sus representantes, aun colaterales, un comportamiento prudente y sin aspavientos. Al menos en público, por aquello del boato, el protocolo o el paripé. Y en su marido, bien cerca, tiene la prueba de la carcunda congénita a que me refiero ya que, sin ser el primogénito, heredó la corona española porque nuestra Constitución, en el capítulo dedicado a la sucesión al trono, calcó prácticamente la Ley de la Agnación Rigorosa de FelipeV... ¡tres siglos después! Este escarnio constitucional ahí sigue desde 1978 viendo pasar el tiempo, como la Puerta de Alcalá. Y lo que te rondaré, morena.

(Fuente: eldiario.es)
En fin, el espectáculo dado por la reina de España en ejercicio ha sido bochornoso, con su punto de soberbia arrabalera modelo ‘Sálvame’ en lo alto. Y si a esta señora se le pudiera aplicar el Estatuto Básico del Empleado Público ya tendría abierto, sin duda, el oportuno expediente por negligencia, incumplimiento de funciones y desprecio al administrado. Para mí lo malo no es que ella y, de rebote, la monarquía española, hayan quedado a la altura del betún, que eso me importa bien poco. Lo malo es que la imagen de España, o sea, la nuestra, va detrás, cuesta abajo en su rodada impertinente. Y dado que mi republicanismo no lleva aneja esa ceguera dogmática de los neófitos, no tengo empacho alguno en reconocer que la reina Sofía me cae bien, me parece una persona culta, discreta, profesional, educada, que ha llevado con una admirable dignidad e inteligencia, (me imagino que poniendo los intereses de la institución y del país por encima de sus sentimientos), las calaveradas cinegéticas de su marido. Todo lo contrario de su nuera, que anda muy lejos de esa excelencia. Por si todo esto fuera poco, ella, además, es jubilada como yo. Y a los jubilados hay que respetarlos, prima.