No sé cómo puedo seguir
sorprendiéndome, a estas alturas de mi vida, de lo cínica que puede llegar a ser
nuestra sociedad o, mejor dicho, los estamentos que integran determinados
espacios de esta nuestra sociedad. Y, sin embargo, me sigue ocurriendo. En
cualquier caso esta capacidad de estupor, de que el encontrarme de frente otra
vez con el descaro me siga produciendo el mismo pasmo de la primera vez, me
sirve para darme cuenta, o quizá para hacerme la ilusión, de que algo de lo que
fui cuando todo era inicio, hallazgo, contestación, utopía, sigue viviendo en
mí. Y para sentir que el desengaño que podría haberme causado que nuestros
afanes y nuestros riesgos nos hayan llevado a lo que hoy tenemos, no se ha
producido. Lo que vivimos por encima de nosotros sigue las reglas del juego de lo
imponderable. Lo sé. Y las acato porque a la fuerza ahorcan y no me queda más
remedio. Lo que no quiere decir que tenga que aplaudirlas. Si es que de
democracia hablamos, no me queda más que colgar de la cuerda y patalear
impotente. Pero no en silencio. Mismamente como ahora.
Pero, en fin, antes de seguir
perdiéndome en divagaciones que poco aportan, si acaso unos simples lamentos de
cornudo irredento, enamorado de un país al que sigo amando a pesar de los
engañosos y chatos aspectos de su correspondencia con mis devociones, tengo que
decir que mi corajina viene a cuento del máster de Cifuentes, por otra parte
más sobado ya en los medios que la lámpara del genio. Pero no solo por el hecho
en sí, que la justicia dirimirá, o no, y que acabará como tenga que acabar, o
no, sino porque ha dejado al descubierto una parte, ínfima, de cómo funcionan
las universidades en esta España de nuestros pecados. Y si al inicio de mi
pataleo hablaba yo de cinismo, era porque me ha resultado increíble ver la
desfachatez con la que conspicuos integrantes de estas instituciones
universitarias, ejerciendo ahora de políticos o no, se llevaban las manos a la
cabeza y despotricaban del asunto como si fuera una excepción la actuación de
un catedrático desalmado que, haciendo de su capa un sayo, ha prevaricado
mancillando, así, la honorabilidad de tan egregia institución, ejemplo de limpieza
y pulcritud democráticas. La impostura, el fariseísmo descarado de unos y
otros, de todos, los implicados y los indignados, es como para ir a mear y no
echar gota. Porque cualquiera que pertenezca o haya pertenecido al ámbito
universitario, grande o pequeño, público o privado, sabe de la cochambre que se
esconde bajo ciertas togas, conoce el nepotismo y la impunidad con los que
ciertos personajes o personajillos, desahogados con mando en plaza, pululan por
sus pasillos pastoreando rebaños de acogotados, mientras ofertan doctorados y
plazas como en un mercadillo de influencias y favores mutuos. Caciquean los
tales con un arte y un descaro que causarían envidia al mismísimo conde de
Romanones. Mientras, los que podrían evitarlo, posando de perfil como el rey
pasmado.
Siempre he sentido a la universidad
española como una burbuja medieval encastrada en nuestra sociedad. Desde mi
época de estudiante primero y, después, ya más por experiencia que por pálpito,
en mis años de funcionario administrativo en la extremeña. Una institución clasista, anacrónica en
muchos aspectos de su actividad, ridícula en su boato y, sobre todo, una isla
donde docentes de todo pelaje y condición actúan como verdaderos sátrapas con
la mayor impunidad, dirigiendo departamentos que podrían reunirse alrededor de
la camilla del patriarca dada la consanguinidad de sus integrantes, ya sea esta
vertical u horizontal, por vía directa o uterina, que de todo hay. ¿Endogamia?
La palabra se queda corta para describir algunos de ellos. Quizás tribal sería
más adecuada para definir la realidad de lo que hay.
Dentro de unos meses se convocarán
elecciones a rector en la UEx. Y volverá a repetirse el oprobio del llamado
‘voto ponderado’, el paradigma más irrefutable de la estratificación por castas
que rige en todas ellas. Tan es así que, como ya he expuesto en alguna otra
ocasión, podría darse la monstruosidad de que el voto de un solo doctor, siendo
el único, daría el sillón rectoral a tal candidato, por muchos miles de votos
de los otros estamentos, (docentes no doctores, personal de administración y alumnos),
que acumulara su oponente. Porque ese único voto equivaldría al 51% de los
votos útiles escrutados. A partir de ahí, con ese espíritu feudal metido hasta
los tuétanos, todo lo que venga detrás no debería sorprendernos. ¿El caso
Cifuentes/Álvarez Conde una excepción?... Sí, claro. Y un jamón con chorreras
también, primo.
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