sábado, 7 de abril de 2018

REAL RIÑA

(Fuente: Pinterest)

Mientras, a la hora de empezar a escribir este artículo, daba vueltas a las neuronas que me van quedando, he llegado a la conclusión o, mejor, ellas han llegado a la conclusión de que, posiblemente, el origen de mis, digamos, pocas simpatías por el régimen monárquico viene de que, en mi infancia, las pasé canutas y bien canutas con la puñetera reina de corazones de ‘Alicia en el País de las Maravillas’. La de la película de Disney, digo. La vi solo una vez, pero fue suficiente para aborrecerla y temerla por su boca descomunal, su mal genio, su utilización de flamencos cabeza abajo como mazos de críquet y, sobre todo, por su rostro desfigurado en un rictus colérico mientras, al albur de sus caprichos, exigía con un horripilante berrido: «¡Que le corten la cabeza!»... a quienquiera que hubiera provocado su furia. Tanta tirria le cogí a esta reina desmesurada, tanta repulsión y canguelo me provocaba que, en su momento, no leí el libro que andaba por mi casa. Y a día de hoy sigo sin leer ese ni ningún otro ejemplar. Porque ni siquiera  las primorosas ediciones que se han hecho de él han conseguido vencer mi repelús hacia semejante monstruo. Eso sí que es un trauma infantil prolongado y no alguna de las pamplinas que escuchamos hoy. Después uno crece y, más o menos, racionaliza y cimenta sus preferencias políticas al margen de tripas y traumas pero, insisto, estoy de acuerdo con mis neuronas en que la puerta hacia mi convencimiento republicano tal vez me la abrió la película de marras.

(Fuente: Divinity)
Es fácilmente deducible de lo anterior que los gustos y las relaciones personales de los miembros de la Real Familia, o sea, si se aman o se odian, si son fieles o infieles entre ellos, si les gusta la sopa de fideos o de estrellitas, si van de cañas o al cine o a este o aquel colegio, si son felices o desgraciados, etc., etc., me importan un bledo. Sin embargo, nuestra Constitución, en el artículo 1.3 de su Título Preliminar establece que «la forma política del Estado español es la Monarquía parla­mentaria». Y a la fuerza ahorcan, sí, pero a los ciudadanos, yo entre ellos, siempre nos queda el derecho al pataleo y a la libertad de opinión, (a veces solo el privilegio de ‘la cena del condenado’), y, así, exigir, aunque todo quede en un clamor baldío, que quien ostenta el título de Reina de España se comporte de acuerdo al cargo que ocupa, con la dignidad que le otorga el artículo 1.2 del R.D. 1368/1987 y con la profesionalidad que se le exige a cualquier funcionario público. Porque ella, sabida como es, debía saber que la Monarquía es lo que es, una institución antigua de normas anquilosadas que evoluciona muy lentamente a lo largo de los siglos y espera de sus representantes, aun colaterales, un comportamiento prudente y sin aspavientos. Al menos en público, por aquello del boato, el protocolo o el paripé. Y en su marido, bien cerca, tiene la prueba de la carcunda congénita a que me refiero ya que, sin ser el primogénito, heredó la corona española porque nuestra Constitución, en el capítulo dedicado a la sucesión al trono, calcó prácticamente la Ley de la Agnación Rigorosa de FelipeV... ¡tres siglos después! Este escarnio constitucional ahí sigue desde 1978 viendo pasar el tiempo, como la Puerta de Alcalá. Y lo que te rondaré, morena.

(Fuente: eldiario.es)
En fin, el espectáculo dado por la reina de España en ejercicio ha sido bochornoso, con su punto de soberbia arrabalera modelo ‘Sálvame’ en lo alto. Y si a esta señora se le pudiera aplicar el Estatuto Básico del Empleado Público ya tendría abierto, sin duda, el oportuno expediente por negligencia, incumplimiento de funciones y desprecio al administrado. Para mí lo malo no es que ella y, de rebote, la monarquía española, hayan quedado a la altura del betún, que eso me importa bien poco. Lo malo es que la imagen de España, o sea, la nuestra, va detrás, cuesta abajo en su rodada impertinente. Y dado que mi republicanismo no lleva aneja esa ceguera dogmática de los neófitos, no tengo empacho alguno en reconocer que la reina Sofía me cae bien, me parece una persona culta, discreta, profesional, educada, que ha llevado con una admirable dignidad e inteligencia, (me imagino que poniendo los intereses de la institución y del país por encima de sus sentimientos), las calaveradas cinegéticas de su marido. Todo lo contrario de su nuera, que anda muy lejos de esa excelencia. Por si todo esto fuera poco, ella, además, es jubilada como yo. Y a los jubilados hay que respetarlos, prima.

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