viernes, 10 de julio de 2015

CALORES Y EXTRAVÍOS

Me pasa cada año. Viene el calor, me vapulea y me deja para el arrastre. Con el agravante de que cada vez me cuesta más salir del hoyo abúlico en el que me sume. A mayor abundamiento si, como en este asqueroso mes de julio, se presenta de sopetón con intenciones tan aviesas, con temperaturas tan asesinas, con tantas ganas tercas e inmisericordes de quedarse por aquí una buena temporadita amargándome la vida noche y día. Esto no es calor, son las calores, que decía aquel que medía las temperaturas veraniegas en una escala de solo cuatro tramos. Digo, de menos a más: el calor, la calor, los calores y las calores. Pues eso, las calores están aquí, que es como decir que estamos en la antesala del mismísimo infierno. Y lo peor de todo es que los expertos no se atreven a decir hasta cuándo durará el martirio. Estos días de noches insomnes lo primero que hago al encender el ordenador no es el habitual recorrido por los periódicos digitales, que es la rutina secular que me acompaña desde hace bastante tiempo, estos días lo primero que hago es entrar en la página del tiempo y tratar de encajar en mi vida diaria, sin que mi presencia de ánimo me abandone, la predicción para las dos próximas semanas. Y lo único que consigo es deprimirme mientras me caen lagrimones como puños, al tiempo que suelto anatemas en arameo, incluso en sánscrito y en suajili, y siento crecer la misantropía en mi interior hasta adquirir rasgos psicopáticos.

En este estado de franca debilidad psicológica, los enemigos externos vencen sin dificultad mis mermadas defensas y se cuelan hasta la cocina del cacumen como Pedro por su casa. Con lo que, por si no tuviera bastante con las angustias climatológicas y por mor de lo anterior, me he puesto a planear mi viaje anual a Barcelona para ver a mis hijos. El año pasado lo hice en AVE desde Sevilla, con lo cual solo tuve dos oportunidades de perderme, al entrar y al salir de ella. Ni que decir tiene que las aproveché a base de bien. Pero esta vez, debido a este estado cuasi catatónico en el que me tienen sumido los rigores termométricos, me he empeñado en hacerlo en coche, con una parada intermedia, a la ida en Zaragoza y a la vuelta aún por decidir, probablemente en Sigüenza. La verdad es que, en algún momento en el que la lucidez vuelve a iluminar de forma relampagueante mi entendimiento abrasado, generalmente bajo el agua fresquita de la ducha mañanera, reniego de la decisión tomada, pues lo único que hace es aumentar las ocasiones para confirmar mi incapacidad supina para orientarme. Pero como me decía mi buena madre, yo antes mártir que confesor, así que el viaje lo haremos en coche por encima de la campana gorda de mi desasosiego crónico y de mi sinrazón.

Como el GPS que tengo sufrió hace años una extraña mutación en sus circuitos, no sé si por un proceso de ósmosis con mis carencias, por el puñetero chip de obsolescencia con el que van ladinamente equipados tantos aparatejos de su calaña, o porque ha sido poseído por un ente diabólico o infrahumano, sólo lo utilizo para maldecirle, y se ha escapado de acabar sus días despanzurrado en una cuneta porque mi santa, en más de un lance, lo ha salvado in extremis de mi ira. Y es que el muy repajolero no solo no me orienta, no sólo no me lleva a la dirección que le pido, sino que cuando menos lo espero empieza a largar
una serie de indicaciones incongruentes y suicidas que ríete tú de HAL9000. De hacerle caso, hace tiempo que este que lo es ya no estaría por aquí. La última vez que quiso provocar mi muerte y, lo que es peor, la de mi santa conmigo, fue cruzando el puente Vasco da Gama, cuando, con su voz monótona e impersonal, se empeñó de forma persistente en que girara a la derecha, lo que suponía, de haberle obedecido en un momento de ausencia, el acabar con nuestros huesos sumergidos en las profundidades del río Tajo. Ahí se escapó por los pelos. Y nosotros también. Y ahora recuerdo otra vez, menos dramática, en la que, nada más salir de casa, se empeñó de manera irritante en que debía dar la vuelta. Sin más explicaciones. Y dale que te pego, incansable durante cerca de media hora en que me volviera por donde había venido. Tanto insistió el artilugio que empecé a pensar si no nos habríamos dejado un grifo abierto, o un fuego de la cocina encendido y el  puñetero lo sabía a saber cómo y por qué. La verdad es que me costó seguir con los planes ignorando sus avisos. Y también que, a la vuelta, respiré tranquilo viendo que la casa seguía en pie y que no salía agua por debajo de la puerta del zaguán.



A pesar de que, por consejo de mi santa, me temo que esta aberración cibernética viajará de nuevo con nosotros este agosto, y como estoy decidido a hacer oídos sordos a sus advertencias, (algo que, por otra parte, no me supone ningún esfuerzo), he tenido la precaución de sumergirme en Internet y consultar e imprimir todas las rutas posibles, incluso las intergalácticas, para el trayecto Badajoz-Barcelona-El Carmelo. Las estoy estudiando con gran detenimiento e interés, pero no sé cómo va a acabar la cosa porque hasta tres veces me he perdido leyéndolas, que ya son ganas de andar perdido. Lo cual que, a primeros de setiembre, en que volveré por estas páginas después de un merecido descanso ‘articulístico’, quizás tenga ocasión de escribir el resultado de la aventura. Eso, contando con que el calor no haya reducido a fosfatina mi córtex, o que mi cretinez topográfica no me tenga, en un deambular inútil e irreversible, tan sentenciado como a Jack Torrance en el laberinto verde del Hotel Overlook. Que todo puede ser, Dios no lo quiera.

miércoles, 8 de julio de 2015

... Y FERNÁNDEZ VARA ME NOMBRÓ

El pasado martes, sacrificando siesta y relajo, estaba yo puntual delante del televisor para escuchar el discurso de investidura de Fernández Vara. La ocasión merecía esa pequeña renuncia, no solo para enterarme de lo que tenía que decirnos, sino cómo decía lo que tenía que decirnos, lo que me permitiría comprobar si los berridos monocordes o los monosílabos esdrújulos de sus predecesores eran algo inherente al cargo o a la idiosincrasia propia de cada cual. Porque, ‘mea culpa’, no recordaba cómo se bandeaba en su anterior etapa como presidente, quizá porque estaba demasiado oculto por la figura de su mentor que resultó ser, a la postre, su principal adversario, un pasajero de autobús, rabioso por volver a ser chófer en la sombra, de lo más incordiante e impertinente; quizá porque yo andaba en otra onda o porque mi memoria es flaca. El caso es que cuando subió al estrado, y a pesar de que su trayectoria en estos cuatro años de oposición no me inducía a pensarlo, dudé de que, sabiéndose ya presidente, hubiera sido contagiado por las peculiaridades enfáticas de sus anteriores y su perorata, híbrida, tal vez mestiza, acabara siendo una retahíla de berridos esdrújulos. Pero no fue así. Excepto algún atropellamiento, un cierto tono monótono y, sobre todo, una ausencia de pausas que separaran los distintos bloques del discurso, hablaba igual que antes. Nada que ver con el portavoz de su grupo parlamentario, que de engolado un día es capaz de levitar.

Cuando empezó a enumerar el grueso de su programa político, el tema empezó a hacerse, para mí, cada vez más árido. Reconozco que ese es el meollo que da sentido a un discurso de investidura, pero como mi fuerte no es el análisis político, pues me aburría. De modo que eché mano de un enrevesado damero que había dejado a medias y, sin apagar el televisor, me dispuse a acabar con él. Allí seguía Vara desgranando leyes, posibles acuerdos y proyectos que me llegaban inconexos y entrecortados, empeñado como estaba yo en descubrir cómo coño podría llamarse un “caracol terrestre con rayas pardas transversales, que alcanza una pulgada de longitud y es muy común en la Europa meridional”. Y, en esas, ocurrió conmigo algo parecido a lo que sucede en los bares y cafeterías de España el día 22 de diciembre de cada año. Ya saben,  los parroquianos acodados en la barra, los camareros voceando tostadas, la música insoportable de alguna tragaperras como fondo del bullicio y, en la televisión, los niños de San Ildefonso con una letanía de números y sueños a la que nadie parece hacer caso. Y, sin embargo, es subir la inflexión de la salmodia cantarina a un tono más agudo y enérgico, y el bar queda en calma chicha mientras todas las miradas se dirigen a la pantalla ante lo que se supone la aparición de uno de los premios gordos. Lo cual, que andaba yo a la busca del caracol perdido, y Vara y el televisor seguían a lo suyo, cuando escucho, o quizás oigo: “… y aquí me permito la licencia de leer unos versos de nuestro poeta Jaime Álvarez Buiza, en “Tarde de siempre…”. Y me quedo atónito, algo pasmado, incapaz de valorar cómo debía de tomarme aquello. “¿Dónde ponemos los asombros?”, había dicho antes el presidente en su discurso recordando a Jesús Delgado Valhondo. Y eso mismo me preguntaba yo en ese instante.

Recuperada la presencia de ánimo y mientras me medicaba con una Estrella de Galicia y unas aceitunas cacereñas, tuve asiento para agradecer, de manera callada y sin alharacas, varias cosas al orador: La primera, que casi pidiera permiso para leer, eso sí de aquella manera, cuatro versos míos. La segunda, que me hubiera permitido caminar de nuevo, siquiera de una forma lírica, de la mano de Jesús,  reencontrados los dos, (sólo nombres, referencias), perdidos entre las líneas de un discurso. La tercera el hecho de que, al oírle, no sintiera ningún atisbo de manipulación ni de sobeteo remilgado, que no hubiera en su lectura ese deje esdrújulo, empachoso y melifluo, torpemente impostado, al que Monago nos tenía acostumbrados. La cuarta, el comprobar que algo ha cambiado cuando, otrora, en los años más oscuros del sátrapa, cuando la libertad de expresión y de opinión eran saldo de baratillo, yo era nombrado entre los dirigentes del socialismo extremeño, tiene
guasa la cosa,  para tratar de arrojarme a las tinieblas exteriores, o para mandar a algún correveidile europeísta a escribir artículos periodísticos en mi contra o, la repanocha ya, para llevarme al juzgado por un supuesto delito de injurias o qué sé yo qué milongas rebuscadas. Y la quinta, el hacerme creer que ha sido capaz de romper con todo el lastre cofrade que, sobre todo en su etapa de presidente, tuvo que cargar.

Diré, para resumir, que Fernández Vara me parece un tipo bien intencionado. Y asumo que él pueda pensar que lo que a mí me parezcan sus intenciones le importa un pimiento. Esto es así. Pero sirva esta ocasión para decirle que, aún creyéndome la bondad de sus intenciones, debería de estar pendiente de que todos los que deben ayudar a su credibilidad no distorsionen su benéfico mensaje. Porque, según me cuentan, hay quien en el Ayuntamiento de Badajoz, de haber ganado el PSOE, pretendía mandar a algún funcionario ‘no adicto’ al cementerio. Eso sí, a hacer fotocopias. Que siempre es un consuelo.

viernes, 3 de julio de 2015

AJUSTANDO CORBATAS

En el HOY del miércoles, Fernando Valbuena Arbaiza firma un artículo titulado “Corbata 2007”, en el que da su particular visión del discurso de investidura que pronunció el ya presidente de la Junta de Extremadura, Fernández Vara. Artículo ingenioso y graciosísimo como, por otra parte y según me dicen, en él suele ser habitual. Faltaría más. En una lectura a vuela pluma y finalizando el penúltimo párrafo, encontré el derrape que intuía y que andaba buscando. Escribe el tal: “Por lo demás como Monago. Más de lo mismo. Eso sí, ahora no se cita a los poetas que tanto gustaban a Iván Redondo, ahora se prefiere un condumio poético más del terruño, de Valhondo a Buiza. Cuestión de gustos”.  En lo que a mí se refiere, el tufo despectivo que percibo en estas palabras, viniendo de una persona a la que considero en mis antípodas en tantos aspectos e, incluso, en tantos matices, me importa un rábano. Quiero decir que lo que este señor, tan cosmopolita y tan ubicuo, piense de mí y de mi poesía, me la trae completamente al fresco. Otrosí digo, recibo su menosprecio como un halago estimulante.

Pero donde la puerca tuerce el rabo es al meter en el saco de sus miserias a Jesús Delgado Valhondo, mezclando su poética con el condumio (¡qué obsesión por la zampa la de este hombre!) y con el terruño, degradando así  a comarcal la universalidad incuestionable de su lírica. Y esto se atreve a hacerlo un tipo que  no tiene categoría como escritor, mucho menos como persona, ni para aflojarle los cordones de sus botas. Lo único que consigue con su desprecio y su intento de ninguneo es, además de ridiculizarse, dar palmario testimonio de su incultura, de su torpeza y de la ruindad que anida en sus carencias. Él sabrá lo que hace. Y yo también lo sé.