El pasado martes, sacrificando
siesta y relajo, estaba yo puntual delante del televisor para escuchar el
discurso de investidura de Fernández Vara. La ocasión merecía esa pequeña
renuncia, no solo para enterarme de lo que tenía que decirnos, sino cómo decía
lo que tenía que decirnos, lo que me permitiría comprobar si los berridos
monocordes o los monosílabos esdrújulos de sus predecesores eran algo inherente
al cargo o a la idiosincrasia propia de cada cual. Porque, ‘mea culpa’, no
recordaba cómo se bandeaba en su anterior etapa como presidente, quizá porque
estaba demasiado oculto por la figura de su mentor que resultó ser, a la postre,
su principal adversario, un pasajero de autobús, rabioso por volver a ser
chófer en la sombra, de lo más incordiante e impertinente; quizá porque yo
andaba en otra onda o porque mi memoria es flaca. El caso es que cuando subió
al estrado, y a pesar de que su trayectoria en estos cuatro años de oposición
no me inducía a pensarlo, dudé de que, sabiéndose ya presidente, hubiera sido contagiado
por las peculiaridades enfáticas de sus anteriores y su perorata, híbrida, tal
vez mestiza, acabara siendo una retahíla de berridos esdrújulos. Pero no fue
así. Excepto algún atropellamiento, un cierto tono monótono y, sobre todo, una
ausencia de pausas que separaran los distintos bloques del discurso, hablaba
igual que antes. Nada que ver con el portavoz de su grupo parlamentario, que de
engolado un día es capaz de levitar.
Cuando empezó a enumerar el grueso
de su programa político, el tema empezó a hacerse, para mí, cada vez más árido.
Reconozco que ese es el meollo que da sentido a un discurso de investidura, pero
como mi fuerte no es el análisis político, pues me aburría. De modo que eché
mano de un enrevesado damero que había dejado a medias y, sin apagar el
televisor, me dispuse a acabar con él. Allí seguía Vara desgranando leyes,
posibles acuerdos y proyectos que me llegaban inconexos y entrecortados,
empeñado como estaba yo en descubrir cómo coño podría llamarse un “caracol
terrestre con rayas pardas transversales, que alcanza una pulgada de longitud y
es muy común en la Europa meridional”. Y, en esas, ocurrió conmigo algo
parecido a lo que sucede en los bares y cafeterías de España el día 22 de
diciembre de cada año. Ya saben, los
parroquianos acodados en la barra, los camareros voceando tostadas, la música insoportable
de alguna tragaperras como fondo del bullicio y, en la televisión, los niños de
San Ildefonso con una letanía de números y sueños a la que nadie parece hacer
caso. Y, sin embargo, es subir la inflexión de la salmodia cantarina a un tono
más agudo y enérgico, y el bar queda en calma chicha mientras todas las miradas
se dirigen a la pantalla ante lo que se supone la aparición de uno de los
premios gordos. Lo cual, que andaba yo a la busca del caracol perdido, y Vara y
el televisor seguían a lo suyo, cuando escucho, o quizás oigo: “… y aquí me permito
la licencia de leer unos versos de nuestro poeta Jaime Álvarez Buiza, en “Tarde
de siempre…”. Y me quedo atónito, algo pasmado, incapaz de valorar cómo debía
de tomarme aquello. “¿Dónde ponemos los asombros?”, había dicho antes el
presidente en su discurso recordando a Jesús Delgado Valhondo. Y eso mismo me
preguntaba yo en ese instante.
Recuperada la presencia de ánimo y
mientras me medicaba con una Estrella de Galicia y unas aceitunas cacereñas, tuve
asiento para agradecer, de manera callada y sin alharacas, varias cosas al
orador: La primera, que casi pidiera permiso para leer, eso sí de aquella
manera, cuatro versos míos. La segunda, que me hubiera permitido caminar de
nuevo, siquiera de una forma lírica, de la mano de Jesús, reencontrados los dos, (sólo nombres, referencias),
perdidos entre las líneas de un discurso. La tercera el hecho de que, al oírle,
no sintiera ningún atisbo de manipulación ni de sobeteo remilgado, que no
hubiera en su lectura ese deje esdrújulo, empachoso y melifluo, torpemente
impostado, al que Monago nos tenía acostumbrados. La cuarta, el comprobar que
algo ha cambiado cuando, otrora, en los años más oscuros del sátrapa, cuando la
libertad de expresión y de opinión eran saldo de baratillo, yo era nombrado
entre los dirigentes del socialismo extremeño, tiene
guasa la cosa, para tratar de arrojarme a las tinieblas exteriores, o para mandar a algún correveidile europeísta a escribir artículos periodísticos en mi contra o, la repanocha ya, para llevarme al juzgado por un supuesto delito de injurias o qué sé yo qué milongas rebuscadas. Y la quinta, el hacerme creer que ha sido capaz de romper con todo el lastre cofrade que, sobre todo en su etapa de presidente, tuvo que cargar.
guasa la cosa, para tratar de arrojarme a las tinieblas exteriores, o para mandar a algún correveidile europeísta a escribir artículos periodísticos en mi contra o, la repanocha ya, para llevarme al juzgado por un supuesto delito de injurias o qué sé yo qué milongas rebuscadas. Y la quinta, el hacerme creer que ha sido capaz de romper con todo el lastre cofrade que, sobre todo en su etapa de presidente, tuvo que cargar.
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