lunes, 18 de octubre de 2010

"DICES TÚ DE MILI" (II)

Una de las leyendas urbanas más extendidas por aquel campo viatoreño, era la de que las comidas y el agua venían aderezadas, para aplacar la libido de la tropa, con las dosis adecuadas de bromuro. A qué molestarse, si el bromuro era intrínseco a nuestra situación. Sea como fuere, a Andrés parecía hacerle el efecto contrario. Por la noche, con las luces recién apagadas, en un ambiente fantasmagórico de toses, ronquidos y pedos de toda clase y condición, los muelles de su somier comenzaban a chirriar con una cadencia que iba, “in crescendo”, del “largo con tremolo” al “allegro molto vivace”. Con una constancia prodigiosa, pues no faltó a su cita con Onán ni una sola noche de aquellos tres meses. Así que, hablando con toda propiedad, el bromuro, si lo hubiere, se lo pasaba nuestro amigo por el forro de sus caprichos.

Poco a poco, con paciencia, logré entablar con él pequeñas conversaciones. Así supe de sus largas estancias en el monte, junto a sus cabras, con las que aliviaba sus arrebatos emocionales. Un día me dejó ver el interior de su taquilla y entonces comprendí por qué, cuando llegamos, su petate estaba lleno a reventar. Aquello no era una taquilla, era un almacén de Monte Porrino. La barra de donde, teóricamente, debían colgar el uniforme y demás pertrechos, aparecía repleta de un variado muestrario de embutidos relucientes: chorizos, morcillas, morcones…. hasta un jamón tenía. Estas suculencias eran sólo para su disfrute personal, pues se negaba en redondo a compartirlas con nadie bajo la excusa, sencilla y contundente, de que aquello era suyo. Y punto.

Al llegar nos habían entregado, como complemento del uniforme, unos guantes blancos que debíamos guardar con celo, pues sólo se usarían el día de la Jura. Debían lucir inmaculados para tan solemne acto, de modo que nos hicieron especial hincapié en que los guardáramos en el cajón de la taquilla y, si fuera posible, dentro de un bolsa de plástico. Vamos, el Santo Grial era poca leche a su lado. Un par de días antes del tan señalado, pasaron revista de guantes. Con un boato digno de mejor causa, todos formados delante de nuestras taquillas y con los susodichos en la mano, el capitán comenzó la inspección. Todo iba bien hasta que la comitiva llegó a Andrés. Oí un gritito histérico del capitán, que era muy requetefino y, rompiendo la fila, me asomé a la tragedia. Nuestro amigo presentaba los guantes que en su día fueron blancos transformados en dos pingajos empercudidos, hechos un manchurrón lechoso y tiesos como una mojama, tan tiesos que me dio la impresión de que, si se caían, se harían añicos contra el suelo cual si fueran de porcelana. El interfecto hubo de confesar que el deplorable estado que ofrecían era debido a que se los enfundaba cada noche para sus meneos, ya que le daba asco hacerlo a mano desnuda. Caprichos de onanista.

Coincidimos, después , destinados en Granada. Estaba encargado de regar las grandes macetas del patio. Poco a poco, la media sonrisa fue desapareciendo de su cara. Estaba triste, ensimismado. Nunca salía a la calle, así que una tarde me entregó una carta para que la echara al correo. Vi que iba dirigida a él y que en el remite figuraba el nombre de una mujer. Se lo comenté, diciéndole que se había equivocado, que había invertido las direcciones. Me miró con ojillos pícaros y me dijo: “Eso es así, cenutrio”. A los dos o tres días, el encargado del correo voceó su nombre y le entregó la carta que se había escrito. Me hizo un gesto cómplice, amargo, y se fue hasta su litera a leerla. Dos veces lo hizo, emocionado, y a mí me estremeció su soledad. Una buena mañana Andrés desapareció, quizás harto de saudade. Se fue a su casa por las buenas y, según me contaron, estuvo sin decir palabra hasta que la guardia civil fue a buscarlo. Al cabo, me enteré por un cabo de que, sabiéndolo irrecuperable para la vida militar, lo licenciaron por la vía rápida. Me alegré por él. Lo que ya no sé es si las cabras también se alegraron o salieron de estampida al verlo llegar.

viernes, 15 de octubre de 2010

"DICES TÚ DE MILI" (I)

En la entrevista, magnífica, que unos días atrás me hizo Juan Domingo Fernández para estas mismas páginas, salió a relucir el tema de la mili. Eso me ha llevado, después, a recordar aquel tiempo cuando menos curioso y, en muchos aspectos, inolvidable. El campamento lo sufrí en Viator, provincia de Almería. Allí me tiré tres meses, cargado con una escopeta vieja y más correajes que una mulilla de arrastre, dándome barrigazos por aquellos páramos en busca de un enemigo invisible, echando los bofes por las cunetas y rodeado de una serie de personas y personajes ciertamente variopinta. Fui testigo, cuando no protagonista, de algunas situaciones pintorescas, e incapaz de discernir si la comida estaba tipificada como castigo en el reglamento de régimen disciplinario. Y descubrí, en fin, la extensísima gama de olores que pueden albergar los humanos y que la pituitaria es capaz de diferenciar.

Pero para una persona que, como yo, gusta de observar a los demás y descubrir lo que de peculiar pueda tener cada cual, aquella experiencia tuvo su parte positiva. El cuaderno de campo echaba humo porque, ya se imaginan: más de cien tipos, cada uno con su ralea, conviviendo en un barracón atestado de literas y penando juntos, da para mucho. Y para más. De entre todos, guardo un especial recuerdo de un mocetón gallego, pastor de cabras, de espalda ancha, cargado de hombros, con unos labios finos que siempre lucían una sonrisa a medio esbozar y al que llamaremos Andrés. Tenía ojos pequeños y muy juntos para su cara, que era grande, a la medida de una cabeza de pelos ralos y mal repartidos. Tímido, parco en palabras, de mirada ausente, mi primer encuentro con él sirvió para que me diera cuenta de que era poco amigo de la higiene. Al poco descubrí que, más exactamente, era enemigo acérrimo de la misma. Y eso que, cada mañana, cuando íbamos en tropel a los lavabos, él aparecía, sin prisas, con una enorme bolsa de plástico que hacía las veces de neceser, de la que sacaba una pastilla de jabón de color indefinido, un peine desdentado y una maquinilla de afeitar de usar y tirar que le duró los tres meses de estancia en aquel campo, al igual que el jabón. Ése era todo su bagaje de aseo. Mucho envoltorio para tan exiguo contenido, o sea, como los discursos de ZP. Al mes, el pobre Andrés acabó arrinconado con su litera en un extremo de la Compañía, solo con sus olores.

La pituitaria de las personas tiene una cualidad que ayuda a la supervivencia y es que llega a acostumbrarse a cualquier tufo, por desagradable que éste sea. La cotidianidad de la agresión la encorcha. Y esto me sirvió para que, en la instrucción y sin menoscabo de mi consciencia, yo pudiera colocarme cerca de nuestro amigo, para poder observarle a gusto. Él iba a su aire: llevaba la escopeta como si fuera un sacho, y la cambiaba de hombro según le parecía; mientras nosotros dábamos cuatro pasos, él daba dos zancadas acompañadas de extraños saltitos intentando coger el ritmo; la gorra se la encasquetaba en la coronilla, con la visera mirando al cielo, y la izquierda y la derecha eran para él conceptos asimilables, de modo que a la voz de mando del sargento, él se giraba hacia un lado o hacia el otro según su libérrimo albedrío, atinando a veces. Con la cabeza baja, a cada tanto se agachaba a recoger del suelo todo aquello que brillara, para guardarlo en los enormes bolsillos laterales del llamado “pantalón de faena”. Allí almacenó clavos, tornillos, arandelas, tuercas, casquillos, chapas y objetos metálicos de todo tamaño y procedencia de manera que, cada paso que daba, iba acompañado de un pinturero soniquete de quincallería. Yo, mientras me instruían en la marcialidad, iba tarareando “doce cascabeles lleva mi caballo” al compás de su paso, y eso me servía para evadirme, con música, de aquella sinrazón colectiva. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.