sábado, 26 de octubre de 2019

MI AMIGO MANUEL SE HA JUBILADO

(Fuente: Diario HOY)

En el mes de marzo del año 2010, estas páginas acogieron el artículo «Mi amigo Manuel», escrito por el que suscribe ut supra (permítanme este oxímoron con su punto macarrónico) con casi 10 años menos. Como el tiempo pasa para todos, excepto para los franquistas y sus sucedáneos actuales, mi amigo Manuel también tiene casi 10 años más que entonces. Y este pasado jueves se ha jubilado tras regentar el «Bar Deportivo del Jamón» desde el año 1981. En la puerta del local, desde hace días, hay un cartel ad hoc en el que puede leerse, «SE TRASPASA POR JUBILACIÓN». Desde el primer instante en que lo vi, pensé lo que sigo pensando ahora: Cuando llegue ese trance y teniendo en cuenta que para mí y para muchos parroquianos asiduos este bar es este bar porque Manuel es Manuel, con él jubilado, ¿a dónde irán traspasados los momentos vividos alrededor de su barra? ¿Se quedarán flotando en el aire, ocultos detrás de la cafetera, entre botellas y vasos, esperando despertar cuando una voz conocida los motive? ¿Será entonces la ocasión de una algarabía silenciosa que solo viva en ellos y en su mundo intangible, o acaso habrá un mágico chinchín de vasos y botellas bailando entre recuerdos con Angelito y Leoni dirigiendo el cotarro? ¿Y a quién ladrará Duna...?

           
(Fuente: Diario HOY)
En aquel articulo de 2010, hablaba del «sentido trágico de la vida» que, sin previo aviso le acometía y le hacía «
aplicar economía en las palabras y andar, detrás de la barra, con la mirada baja y el paso cansino atendiendo a los parroquianos que allí acudimos en romería, no sé si con el deseo íntimo de que nos fuéramos todos a hacer muchas puñetas y le dejáramos en paz con sus cuitas». Y en esas seguimos, claro. Y mientras duraba el arrechucho emocional, la invasión interior de  melancolía casi romántica e impredecible que le embargaba, allí aguantaba «con la filosofía de su esperanza, ajeno a perífrasis y circunloquios», y ocupándose de aquella jarca contradictoria y variopinta de romeros. A saber: «El sinapismo madridista, el hombre que conversa consigo mismo, Moisés reencarnado en pelmazo recalcitrante, un inspector de Educación virtuoso del palillo escarbamuelas, sindicalistas salvadores de sí mismos, jugadores de fútbol sala, abogados varios, salvapatrias añejos, maestros ciruela y no, algún juez cataplasma, el chino vecino, el vecino no chino, el emigrante risueño de Malí, el cubano, la del sombrero, la otra del sombrero, la peña del fondo, el jubilado revientabuches de máquina, Angelito el de Universitas y, en fin, poetas cascarrabias y chinches como el que suscribe». En el transcurso de estos casi 10 años algunos ya no están, ya sea porque, como mi Angelito, se fueron para siempre, o porque han cambiado de aires o de costumbres.

             
(Fuente: Mi santa)
En fin Manuel, amigo mío, ahora que te jubilas yo sé, como tú sabes también, que perderé un rincón de Badajoz, ese rincón que me ha dado cobijo en tu casa, la mía, durante tantos años. Confesionario a veces, a veces escenario de risas y canciones y, en muchas ocasiones, reducto de un silencio compartido y cómplice. Ahora que, como yo hace 2 años, pasas a ser un «puto jubilao» (qué puñetas es eso de las clases pasivas, ese eufemismo absurdo y humillante con el que los burócratas nos tildan como si solo sirviéramos ya para vegetar por la vida esperando a la parca), digo que ahora me invade un sentimiento extraño, una tristeza alegre que lucha en mi interior contra mi egoísmo. Son las contradicciones que la dicotomía esquizoide de ser un cliente/amigo genera en mis adentros. El cliente que hay en mí, siempre a lo suyo por definición, no quiere que te jubiles, quiere que sigas en ese bar que ha sido refugio, sala de conciertos (¡ah! el Stabat Mater de Pergolesi), galería de Arte, comedor social, Ateneo de tertulianos y lugar de encuentros (y desencuentros), esperando a que, caprichosamente, acuda a él. Pero el amigo que soy y que es quien vence en esta disyuntiva emocional, lo que quiere es que te jubiles (como has hecho) y pases a ser dueño de tus días, de tu tiempo. Y que, una vez que te acostumbres a ser libre de horarios y te hayas sacudido para siempre el polvo de la rutina de tantos años de barra y sacrificio, disfrutes de la vida, del hecho de no saber en qué día de la semana vives, ni puñetera falta que te hace; de bajar de su pedestal a los domingos que, por otra parte, perderán esa murria vespertina antipatiquísima y pegajosa; de remolonear amaneceres y regodearte en ellos desde la cama; de levantarte, desayunar, y volver a acostarte porque te sale de los nísperos; de dejar para mañana o pasado lo que puedas hacer hoy... Son pequeñas victorias que endulzan nuestras vidas para nada pasivas. Se acabó para siempre el «¡a espachá, sebo!» Y el que venga detrás que arree, mira tú.
(Fuente: Mi santa)


domingo, 20 de octubre de 2019

UNANIMIDADES Y CHALANEOS JURÍDICOS




En una de las canciones más casposa, tópica y carpetovetónica de su repertorio, que ya es ansia, Manolo Escobar nos decía que él era un hombre del campo que no sabía ni entendía de letras. Como si agricultores y ganaderos fueran unos ceporros analfabetos que sólo sirvieran para arar, aventar paja y arrear y ordeñar vacas, cabras u ovejas. A esa me agarro, como diría Cantinflas, (sin buscar similitudes absurdas con la idiotez anterior) para reconocer que yo, de ser algo, soy un hombre de letras (perdón por la petulancia y por haber aprovechado un recurso facilón y torpe para iniciar mi artículo) que ni entiendo ni sé de leyes. Digo que, afortunadamente, no he leído la sentencia del juicio contra el abad mitrado Junqueras y compinches (para qué, si no tengo ni idea ni tiempo que perder), ni me hace falta para decir lo que tengo que decir sobre ella.

Para empezar (haciendo una digresión) digo que no entiendo por qué los medios de comunicación españoles no catalanes y los políticos españoles de distinto pelaje y condición no catalanes o sí, (no entro en que unos u otros sean catalanistas) hablan del procés o, lo que es peor, del prusés, que ni siquiera tiene traducción a nuestro idioma porque es, y agárrame esa mosca por el rabo, como se pronuncia el citado barbarismo. Esta estupidez lingüística, ¿es producto de esa otra estupidez de lo «políticamente correcto»?  ¿De la economía de las palabras? Y una fu del catafú. Mayormente, de una rendición anticipada y de un complejo de inferioridad y un entreguismo consecuencias de una ausencia de convicciones y un exceso de prurito abstruso. ¿Por qué no el «proceso contra el intento de secesión del gobierno catalán» y, mayormente aún, contra los métodos antidemocráticos y violentos de conseguir semejante quimera ilegal?  Ya se cataloguen los delitos como sedición o rebelión  que para este caso, y a mí como transeúnte, me la trae al fresco.

¿Por qué cuatro meses para alcanzar la unanimidad del Tribunal? ¿Por  qué ese afán del presidente del mismo por alcanzarla a toda costa? ¿Para exhibir ante los vándalos una imagen sin fisuras de la Justicia que ya sabemos nosotros, los acusados y los propios jueces que es falsa? ¿Tiene alguna justificación jurídica ese empecinamiento en la uniformidad o es, más bien, un peaje impuesto o «sugerido» al mismo por no sé quién o qué para lograr no sé qué y favorecer a no sé quién o qué? ¿Uniformidad por «razón de Estado»...?  Siento que, en ocasiones como la presente, volvemos a los turbios años del TOP en los que todas las sentencias del mismo contra los antifranquistas, «revolucionarios a las órdenes del Contubernio de Munich y de la confabulación judeo-masónica y el comunismo internacionales», eran unánimes. En el régimen de la momia «preitinerante» los magistrados, generalmente siguiendo sus propias convicciones, eran miembros de un rebaño privilegiado siempre dispuesto a acatar sin fisuras y todos a una las órdenes del pastor borreguero, condición sine qua non, por otra parte, para avanzar o mantenerse en sus poltronas, en sus togas y en sus puñeteras puñetas. Me imagino que alguno de ellos, esclavo de su estatus privilegiado y de su escaso amor propio, traicionaría su opinión jurídica e incluso su ideología para seguir siendo lo que era aun a costa de ser quien no era. Si en el año 2019 este ciudadano transeúnte siente que, con ligeros matices, la historia vuelve a ser la misma, el asunto no puede ser más descorazonador. Porque está claro que en el caso que nos ocupa hay quienes han sacrificado su valoración de los hechos escudándose en una  «razón de Estado» que ha resultado ser más una «razón de pie de banco» incomprensible. Porque sin esta uniformidad monolítica metida a machamartillo, el veredicto hubiera sido el mismo y las penas (o las alegrías) impuestas a los «condenaditos», también. Pero con dos votos particulares discrepantes que, al menos, nos harían menos increíble esa «ensoñación» de la independencia judicial y, para más inri, aumentaban las condenas. Con lo que a su relajo por la sentencia los «condenaditos»  habrían podido añadir, como si no tuviéramos ya suficientes, unas buenas dosis de recochineo y pedorretas. Pues eso: «Para puta y en chancletas, es mejor estarse quieta».

Otrosí digo: En la sentencia del juicio contra los integrantes de «La manada» de Pamplona uno de los jueces del tribunal, del que me ahorro los calificativos que se me vienen en tropel a la boca y a las manos, solicitaba la absolución de los violadores porque, según su opinión (y vuelvo a silenciar los calificativos que me produce la misma) la víctima había disfrutado de la violación múltiple sufrida por vía vaginal, anal y bucal. Si el presidente o la presidenta del Tribunal se hubiera empeñado en obtener una sentencia unánime sin votos particulares como el emitido por ese juez tan peculiarmente distorsionado y el sujeto se hubiera llevado el gato al agua, esos violadores chulos, esos machistas repugnantemente postineros, estarían descojonados de la risa quizá planeando una nueva fechoría y bebiendo manzanilla de Sanlúcar, mientras nosotros andaríamos alucinados y yendo a mear para no echar gota. Unánimemente y con una uniformidad sin discrepancias, claro, que de eso se trata. ¡Qué poca lacha, primo!

sábado, 12 de octubre de 2019

ASTENIAS OTOÑALES



Escribo este artículo cuando el día empieza a ser crepúsculo, cuando la tarde ya pardea y la luz se retira para ser otra luz  y otro silencio. Y ahora sería el momento en el que la soledad debiera acompañarme para hacerme saber quién habita mis huesos, si hay alguien más ahí que no conozco;  para que alguien me dijera para qué coño sirve la angustiosa alegría de todas las palabras en las que vierto el sueño semanal de mis artículos; si hay algo que compense ese desasosiego de la entrega que sea bastante más que el hecho de cumplir un compromiso con quienes me invitaron a que ahora yo esté aquí, ocupando el espacio de esta página que acoge mis dislates semana tras semana y el hueco de tu tiempo mientras lees. Y con el añadido de no saber, a veces, si mi envío ha llegado a buen puerto o está, descontrolado, a la deriva por el inaccesible mar de la informática. El sol de este momento anda así, sin metáforas, entre los cerros sabiéndose impotente para vencer el paso del tiempo de los días.  Él me ofrece, sumiso, sus últimos suspiros con la entrega obligada de un moribundo que sabe que mañana, aunque yo no lo vea, volverá a ser de nuevo. Acaso siendo otro, porque otra será su luz y otra su ausencia. Y se inmola en ese adiós rojizo para seguir viviendo en la quietud de ser, mientras la tierra, esclava de la huida, girará en el silencio de la noche otoñal.  

Según cuentan los sabios del asunto, la astenia que puede llevar aparejada el cambio de estación suele afectar en los inicios de la primavera y del otoño, y no por igual a todos los mortales, porque la mayoría ni se cosca. Pero hay quien en otoño, incluso en éste que, climatológicamente, ha entrado en nuestras vidas vestido con las ropas del verano, se pone murrio al ser presa, DRAE dixit, de una «especie  de tristeza y cargazón de cabeza que hace andar cabizbajo y melancólico a quien la padece». Y según los expertos (Mare de Deu dels Desamparats, ¡cuántos sabios y expertos de cualquier cosa o de todas hay en el mundo virtual!)  la disminución de las horas de luz es factor fundamental para este problema. Cuando, como en mi caso, el abatimiento es doble porque debo añadir al otoño estacional «el otoño de mi edad», la cosa se complica. ya que es la luz interior la que también declina. Y, aún más, en un sujeto que ha tenido en su vida una enfermiza inclinación absurda, incomprensible, a la melancolía. Y si esa luz mortecina en sus adentros, a pesar  de penumbras y silencios, ha sido iluminada de soslayo por el contraste de un sentido del humor que sigue estando vivo en el escepticismo y se acrecienta según pasan los años, para qué les cuento. Para qué les cuento si a veces lloro mientras río. O a la viceversa, que siendo igual no es lo mismo.


En fin, para ponerles en la situación de este galimatías diré que el primer párrafo de este artículo lo escribí, salvo algún añadido posterior, a mediados de la semana pasada. Y ahí lo dejé, dormido en el ordenador, esperando que fuera a rescatarlo y darle la extensión que merecía para salir impreso. Cuando volví a leerlo, ayer apenas, pensé que debí escribirlo en un ataque combinado de melancolía, astenias otoñales, ironías privadas y escepticismo. Ignorando que una de mis cuitas, la de «que alguien me dijera para qué coño sirve la angustiosa alegría de todas las palabras en las que vierto el sueño semanal de mis artículos», iba a tener respuesta inigualable. Porque el sábado pasado a mediodía, estando en la «Venta Los Cotos», se me acercó un matrimonio, acaso de mi edad. Él me preguntó: «¿Es usted Buiza, el que escribe los artículos los sábados en HOY?». Al decirle que sí, su mujer, menuda, encantadora, se adelantó y, emocionada, me dijo tras darme las gracias por ellos: «Me encanta cómo escribe. Y me siento identificada con usted por su sentido del humor. Con el artículo de hoy me ha hecho llorar». Humor y lágrimas, ya ven qué sintonía más perfecta. Estaba agradecida sin saber el agradecimiento hacia ella que sentía yo en ese momento. Me quedé algo aturdido. Él, quizá dándose cuenta de mi desconcierto, terció: «Es que mi mujer no ve bien. Y yo, cada sábado, le leo en voz alta sus artículos porque disfruta mucho con ellos». Si no fuera por mi recalcitrante agnosticismo pensaría que ellos, Guillermo y Simi, eran dos ángeles enviados por Frank Capra para echarme una mano, dilucidar mis dudas o amansar mis angustias . Pero la realidad es muchísimo mejor. Porque fue algo tan sencillo y, al tiempo, tan difícil, como tener la suerte de encontrarme con dos personas generosas, buenas, que me resucitaron.

Por eso, cada semana, cuando Guillermo lea y Simi escuche, deberán saber que al escribir mi artículo lo hice pensando en ellos además de en mí mismo. Que por nada del mundo querría defraudarles. Y si sienten que alguna vez les decepciono, me lo digan.

martes, 8 de octubre de 2019

VIDA, APRENSIONES Y FAROLILLOS DE FERIA


El diccionario de la RAE define «aprensión» como «figuración, idea infundada o extraña». Se da la paradoja de que hace años, cuando estaba yo más sano de lo que estoy ahora, sufría ataques furibundos de este mal que me arrastraban a la más pastosa de las miserias. Cualquier dolorcillo era el presagio de una enfermedad. Cualquier desajuste, el umbral del desahucio. Eso sí, fumaba como un bicho y, además de cerveza, trasegaba güisqui sin conmiseración. O sea, la paradoja llevada al colmo.

La última arremetida fuerte de esta paranoia la sufrí tal como el día de San José del año 1984. Esa fecha ha quedado grabada a sangre y fuego en algún lugar de mis adentros. La noche antes, mi santa y yo habíamos estado de parranda. Lo cual, que nos acostamos de madrugada. El 19 amaneció un día espléndido, de esos en lo que marzo mayea y, dado que en esa época yo era aún amigo de la luz y del sol, desperté en un estado de resacoso optimismo, ignorante de todo punto de la que se me venía encima. Una ducha bien caliente para expulsar toxinas me vivificó. Salí del cuarto de baño envuelto en vaho cuando mi santa me miró y,  en un tono que a mí me sonó desasosegante y pelín histérico, me dice: «¡Ay, Jaime, ¿qué te pasa en la cara, qué te pasa?!». Parece mentira que una frase, en principio inofensiva, me  produjera efectos tan fulminantes. No tuve tiempo de llegar al espejo para comprobar el estado de mi jeta: Sentí que mi piernas flojeaban, que mi cabeza era un torbellino y, frío como un carámbano y farfullando «¿qué me pasa, qué me pasa en la cara?», me desplomé. El vahído duró lo que tardé en caerme, pero el manto negro de la aprensión o, quizá, de la neurastenia, ya había hecho presa en mi alma. O en mi cabeza. A partir de ese día sentí que mi estómago quedaba reducido al tamaño de una pera y, por mucho que intentaba comer, no había manera de que me entraran más de dos bocados. En la garganta se me hacía un nudo que apenas dejaba pasar sorbitos de agua. La cerveza, ni olerla. Y el güisqui, ni nombrarlo. La color desapareció de mi cara, que adquirió una tonalidad blanquecina tirando a cerúlea. Evidentemente, comencé a perder peso. Cada día comprobaba mis pérdidas. Y lo que disminuía en gramos, lo ganaba en angustias. Angustias que me impedían comer, lo que me hacía adelgazar más. Maldito círculo vicioso y obsesivo que no había forma de romper,  entre otras cosas,  porque yo ya me había diagnosticado un cáncer de estómago terminal. Para qué luchar contra lo inevitable, pensaba con diez quilos menos.

Fue por mayo, ya saben, «cuando face la calor, / cuando canta la calandria / y contesta el ruiseñor...», que a través de un amigo y empujado por él, conseguí cita con un médico, a su vez, amigo suyo. Un hombre cachazudo y culto que, me malicio que advertido por nuestro común de mis neuras, me recibió en el salón de su casa con una cervecita, un plato de quesos extremeños y otro de jamón ibérico. Yo reaccioné viendo aquello como un vampiro ante el agua bendita, pero él  supo darse arte y maña para llevarme a su terreno. Y hablando de literatura, de libros y de poesía durante más de una hora, dimos buena cuenta del refrigerio. Y hasta me sentó bien. Fue entonces cuando me pasó a la consulta, me reconoció, me palpó el estómago y las tripas y diagnosticó: «Tú lo que tienes son muchos gases». Y me recetó Trankimazin, se conoce que para los gases del cerebelo. Mano de santo. Al final del verano había recuperado la color y los quilos. Pero la vida, que muchas veces no se anda con contemplaciones, me dio al poco una lección de forma despiadada e inmisericorde. Porque en el mes de abril del año siguiente, un cáncer de estómago mató a mi madre. Y supe, en carne viva, de los estragos terribles de la enfermedad, de su infinita crueldad. A veces pienso si, además de una lección, no fue una contundente venganza por mi idiotez, un «¡para que aprendas!» terrorífico. Con ella, en el sufrimiento,  además de muchas de mis alegrías se fueron para siempre mis imbecilidades hipocondríacas.

Y a estas alturas de mi vida, después de que en los tres últimos años haya sufrido, sin perder el sentido del humor ni la retranca, una avalancha de citas médicas (urología, cardiología, digestivo, reumatología, analíticas varias, médico de familia...) que destrozan la estadística de los 64 anteriores, con el acompañamiento de 2 operaciones abiertas de hernioplastia, 2 biopsias de próstata, no sé cuántas resonancias magnéticas, no sé cuántas ecografías, 3 o 4 sangrías, una gastroscopia y alguna que otra perrería más, la verdad es que no tengo hueco en la mollera para gilipolleces aprensivas, ni andan mis nísperos para farolillos de feria. Bastante tengo con acudir a las citas y esperar a verlas venir. Pues eso, lo que en una de ellas tenga que ser, que sea, primo. Y el que venga detrás que arree.