Escribo este artículo cuando el día empieza a ser
crepúsculo, cuando la tarde ya pardea y la luz se retira para ser otra luz y otro silencio. Y ahora sería el momento en el
que la soledad debiera acompañarme para hacerme saber quién habita mis huesos,
si hay alguien más ahí que no conozco; para que alguien me dijera para qué coño sirve
la angustiosa alegría de todas las palabras en las que vierto el sueño semanal de
mis artículos; si hay algo que compense ese desasosiego de la entrega que sea
bastante más que el hecho de cumplir un compromiso con quienes me invitaron a
que ahora yo esté aquí, ocupando el espacio de esta página que acoge mis
dislates semana tras semana y el hueco de tu tiempo mientras lees. Y con el añadido de no
saber, a veces, si mi envío ha llegado a buen puerto o está, descontrolado, a
la deriva por el inaccesible mar de la informática. El sol de este momento anda
así, sin metáforas, entre los cerros sabiéndose impotente para vencer el paso
del tiempo de los días. Él me ofrece,
sumiso, sus últimos suspiros con la entrega
obligada de un moribundo que sabe que mañana,
aunque yo no lo vea, volverá a ser de nuevo. Acaso siendo otro, porque otra
será su luz y otra su ausencia. Y se inmola en ese adiós rojizo para seguir
viviendo en la quietud de ser, mientras la tierra, esclava de la huida, girará
en el silencio de la noche otoñal.
Según cuentan los sabios del asunto, la astenia
que puede llevar aparejada el cambio de estación suele afectar en los inicios
de la primavera y del otoño, y no por igual a todos los mortales, porque la
mayoría ni se cosca. Pero hay quien en otoño, incluso en éste que,
climatológicamente, ha entrado en nuestras vidas vestido con las ropas del
verano, se pone murrio al ser presa, DRAE dixit, de una «especie de tristeza y cargazón de cabeza que hace
andar cabizbajo y melancólico a quien la padece». Y según los expertos (Mare de
Deu dels Desamparats, ¡cuántos sabios y expertos de cualquier cosa o de todas hay
en el mundo virtual!) la disminución de
las horas de luz es factor fundamental para este problema. Cuando, como en mi
caso, el abatimiento es doble porque debo añadir al otoño estacional «el otoño de
mi edad», la cosa se complica. ya que es la luz interior la que también declina.
Y, aún más, en un sujeto que ha tenido en su vida una enfermiza inclinación
absurda, incomprensible, a la melancolía. Y si esa luz mortecina en sus
adentros, a pesar de penumbras y
silencios, ha sido iluminada de soslayo por el contraste de un sentido del
humor que sigue estando vivo en el escepticismo y se acrecienta según pasan los
años, para qué les cuento. Para qué les cuento si a veces lloro mientras río. O
a la viceversa, que siendo igual no es lo mismo.
En fin, para ponerles en la situación de este
galimatías diré que el primer párrafo de este artículo lo escribí, salvo algún
añadido posterior, a mediados de la semana pasada. Y ahí lo dejé, dormido en el
ordenador, esperando que fuera a rescatarlo y darle la extensión que merecía
para salir impreso. Cuando volví a leerlo, ayer apenas, pensé que debí escribirlo
en un ataque combinado de melancolía, astenias otoñales, ironías privadas y
escepticismo. Ignorando que una de mis cuitas, la de «que alguien me dijera
para qué coño sirve la angustiosa alegría de todas las palabras en las que
vierto el sueño semanal de mis artículos», iba a tener respuesta inigualable. Porque
el sábado pasado a mediodía, estando en la «Venta Los Cotos», se me acercó un
matrimonio, acaso de mi edad. Él me preguntó: «¿Es usted Buiza, el que escribe los artículos los sábados en HOY?». Al
decirle que sí, su mujer, menuda, encantadora, se adelantó y, emocionada, me
dijo tras darme las gracias por ellos: «Me
encanta cómo escribe. Y me siento identificada con usted por su sentido del
humor. Con el artículo de hoy me ha hecho llorar». Humor y lágrimas, ya ven
qué sintonía más perfecta. Estaba agradecida sin saber el agradecimiento hacia
ella que sentía yo en ese momento. Me quedé algo aturdido. Él, quizá dándose
cuenta de mi desconcierto, terció: «Es
que mi mujer no ve bien. Y yo, cada sábado, le leo en voz alta sus artículos porque
disfruta mucho con ellos». Si no fuera por mi recalcitrante agnosticismo
pensaría que ellos, Guillermo y Simi, eran dos ángeles enviados por Frank Capra para echarme una mano, dilucidar mis dudas o amansar mis
angustias . Pero la realidad es muchísimo mejor. Porque fue algo tan sencillo
y, al tiempo, tan difícil, como tener la suerte de encontrarme con dos personas
generosas, buenas, que me resucitaron.
Por eso, cada semana, cuando Guillermo lea y Simi
escuche, deberán saber que al escribir mi artículo lo hice pensando en ellos
además de en mí mismo. Que por nada del mundo querría defraudarles. Y si
sienten que alguna vez les decepciono, me lo digan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario