sábado, 12 de octubre de 2019

ASTENIAS OTOÑALES



Escribo este artículo cuando el día empieza a ser crepúsculo, cuando la tarde ya pardea y la luz se retira para ser otra luz  y otro silencio. Y ahora sería el momento en el que la soledad debiera acompañarme para hacerme saber quién habita mis huesos, si hay alguien más ahí que no conozco;  para que alguien me dijera para qué coño sirve la angustiosa alegría de todas las palabras en las que vierto el sueño semanal de mis artículos; si hay algo que compense ese desasosiego de la entrega que sea bastante más que el hecho de cumplir un compromiso con quienes me invitaron a que ahora yo esté aquí, ocupando el espacio de esta página que acoge mis dislates semana tras semana y el hueco de tu tiempo mientras lees. Y con el añadido de no saber, a veces, si mi envío ha llegado a buen puerto o está, descontrolado, a la deriva por el inaccesible mar de la informática. El sol de este momento anda así, sin metáforas, entre los cerros sabiéndose impotente para vencer el paso del tiempo de los días.  Él me ofrece, sumiso, sus últimos suspiros con la entrega obligada de un moribundo que sabe que mañana, aunque yo no lo vea, volverá a ser de nuevo. Acaso siendo otro, porque otra será su luz y otra su ausencia. Y se inmola en ese adiós rojizo para seguir viviendo en la quietud de ser, mientras la tierra, esclava de la huida, girará en el silencio de la noche otoñal.  

Según cuentan los sabios del asunto, la astenia que puede llevar aparejada el cambio de estación suele afectar en los inicios de la primavera y del otoño, y no por igual a todos los mortales, porque la mayoría ni se cosca. Pero hay quien en otoño, incluso en éste que, climatológicamente, ha entrado en nuestras vidas vestido con las ropas del verano, se pone murrio al ser presa, DRAE dixit, de una «especie  de tristeza y cargazón de cabeza que hace andar cabizbajo y melancólico a quien la padece». Y según los expertos (Mare de Deu dels Desamparats, ¡cuántos sabios y expertos de cualquier cosa o de todas hay en el mundo virtual!)  la disminución de las horas de luz es factor fundamental para este problema. Cuando, como en mi caso, el abatimiento es doble porque debo añadir al otoño estacional «el otoño de mi edad», la cosa se complica. ya que es la luz interior la que también declina. Y, aún más, en un sujeto que ha tenido en su vida una enfermiza inclinación absurda, incomprensible, a la melancolía. Y si esa luz mortecina en sus adentros, a pesar  de penumbras y silencios, ha sido iluminada de soslayo por el contraste de un sentido del humor que sigue estando vivo en el escepticismo y se acrecienta según pasan los años, para qué les cuento. Para qué les cuento si a veces lloro mientras río. O a la viceversa, que siendo igual no es lo mismo.


En fin, para ponerles en la situación de este galimatías diré que el primer párrafo de este artículo lo escribí, salvo algún añadido posterior, a mediados de la semana pasada. Y ahí lo dejé, dormido en el ordenador, esperando que fuera a rescatarlo y darle la extensión que merecía para salir impreso. Cuando volví a leerlo, ayer apenas, pensé que debí escribirlo en un ataque combinado de melancolía, astenias otoñales, ironías privadas y escepticismo. Ignorando que una de mis cuitas, la de «que alguien me dijera para qué coño sirve la angustiosa alegría de todas las palabras en las que vierto el sueño semanal de mis artículos», iba a tener respuesta inigualable. Porque el sábado pasado a mediodía, estando en la «Venta Los Cotos», se me acercó un matrimonio, acaso de mi edad. Él me preguntó: «¿Es usted Buiza, el que escribe los artículos los sábados en HOY?». Al decirle que sí, su mujer, menuda, encantadora, se adelantó y, emocionada, me dijo tras darme las gracias por ellos: «Me encanta cómo escribe. Y me siento identificada con usted por su sentido del humor. Con el artículo de hoy me ha hecho llorar». Humor y lágrimas, ya ven qué sintonía más perfecta. Estaba agradecida sin saber el agradecimiento hacia ella que sentía yo en ese momento. Me quedé algo aturdido. Él, quizá dándose cuenta de mi desconcierto, terció: «Es que mi mujer no ve bien. Y yo, cada sábado, le leo en voz alta sus artículos porque disfruta mucho con ellos». Si no fuera por mi recalcitrante agnosticismo pensaría que ellos, Guillermo y Simi, eran dos ángeles enviados por Frank Capra para echarme una mano, dilucidar mis dudas o amansar mis angustias . Pero la realidad es muchísimo mejor. Porque fue algo tan sencillo y, al tiempo, tan difícil, como tener la suerte de encontrarme con dos personas generosas, buenas, que me resucitaron.

Por eso, cada semana, cuando Guillermo lea y Simi escuche, deberán saber que al escribir mi artículo lo hice pensando en ellos además de en mí mismo. Que por nada del mundo querría defraudarles. Y si sienten que alguna vez les decepciono, me lo digan.

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