El diccionario
de la RAE define «aprensión» como «figuración, idea infundada o extraña». Se
da la paradoja de que hace años, cuando estaba yo más sano de lo que estoy
ahora, sufría ataques furibundos de este mal que me arrastraban a la más
pastosa de las miserias. Cualquier dolorcillo era el presagio de una
enfermedad. Cualquier desajuste, el umbral del desahucio. Eso sí, fumaba como
un bicho y, además de cerveza, trasegaba güisqui sin conmiseración. O sea, la
paradoja llevada al colmo.
La última arremetida
fuerte de esta paranoia la sufrí tal como el día de San José del año 1984. Esa
fecha ha quedado grabada a sangre y fuego en algún lugar de mis adentros. La
noche antes, mi santa y yo habíamos estado de parranda. Lo cual, que nos
acostamos de madrugada. El 19 amaneció un día espléndido, de esos en lo que
marzo mayea y, dado que en esa época yo era aún amigo de la luz y del sol,
desperté en un estado de resacoso optimismo, ignorante de todo punto de la que
se me venía encima. Una ducha bien caliente para expulsar toxinas me vivificó.
Salí del cuarto de baño envuelto en vaho cuando mi santa me miró y, en un tono que a mí me sonó desasosegante y
pelín histérico, me dice: «¡Ay, Jaime, ¿qué
te pasa en la cara, qué te pasa?!». Parece mentira que una frase, en
principio inofensiva, me produjera
efectos tan fulminantes. No tuve tiempo de llegar al espejo para comprobar el
estado de mi jeta: Sentí que mi piernas flojeaban, que mi cabeza era un
torbellino y, frío como un carámbano y farfullando «¿qué me pasa, qué me pasa en la cara?», me desplomé. El vahído duró
lo que tardé en caerme, pero el manto negro de la aprensión o, quizá, de la
neurastenia, ya había hecho presa en mi alma. O en mi cabeza. A partir de ese
día sentí que mi estómago quedaba reducido al tamaño de una pera y, por mucho
que intentaba comer, no había manera de que me entraran más de dos bocados. En
la garganta se me hacía un nudo que apenas dejaba pasar sorbitos de agua. La
cerveza, ni olerla. Y el güisqui, ni nombrarlo. La color desapareció de mi
cara, que adquirió una tonalidad blanquecina tirando a cerúlea. Evidentemente,
comencé a perder peso. Cada día comprobaba mis pérdidas. Y lo que disminuía en
gramos, lo ganaba en angustias. Angustias que me impedían comer, lo que me
hacía adelgazar más. Maldito círculo vicioso y obsesivo que no había forma de
romper, entre otras cosas, porque yo ya me había diagnosticado un cáncer
de estómago terminal. Para qué luchar contra lo inevitable, pensaba con diez
quilos menos.
Fue por mayo, ya
saben, «cuando face la calor, / cuando
canta la calandria / y contesta el ruiseñor...», que a través de un amigo y
empujado por él, conseguí cita con un médico, a su vez, amigo suyo. Un hombre
cachazudo y culto que, me malicio que
advertido por nuestro común de mis neuras, me recibió en el salón de su casa
con una cervecita, un plato de quesos extremeños y otro de jamón ibérico. Yo
reaccioné viendo aquello como un vampiro ante el agua bendita, pero él supo darse arte y maña para llevarme a su
terreno. Y hablando de literatura, de libros y de poesía durante más de una
hora, dimos buena cuenta del refrigerio. Y hasta me sentó bien. Fue entonces
cuando me pasó a la consulta, me reconoció, me palpó el estómago y las tripas y
diagnosticó: «Tú lo que tienes son muchos gases». Y me recetó Trankimazin, se conoce que para los gases del
cerebelo. Mano de santo. Al final del verano había recuperado la color y los
quilos. Pero la vida, que muchas veces no se anda con contemplaciones, me dio
al poco una lección de forma despiadada e inmisericorde. Porque en el mes de
abril del año siguiente, un cáncer de estómago mató a mi madre. Y supe, en
carne viva, de los estragos terribles de la enfermedad, de su infinita
crueldad. A veces pienso si, además de una lección, no fue una contundente
venganza por mi idiotez, un «¡para que aprendas!» terrorífico. Con ella, en el
sufrimiento, además de muchas de mis
alegrías se fueron para siempre mis imbecilidades hipocondríacas.
Y a estas
alturas de mi vida, después de que en los tres últimos años haya sufrido, sin
perder el sentido del humor ni la retranca, una avalancha de citas médicas
(urología, cardiología, digestivo, reumatología, analíticas varias, médico de
familia...) que destrozan la estadística de los 64 anteriores, con el acompañamiento
de 2 operaciones abiertas de hernioplastia, 2 biopsias de próstata, no sé
cuántas resonancias magnéticas, no sé cuántas ecografías, 3 o 4 sangrías, una
gastroscopia y alguna que otra perrería más, la verdad es que no tengo hueco en
la mollera para gilipolleces aprensivas, ni andan mis nísperos para farolillos
de feria. Bastante tengo con acudir a las citas y esperar a verlas venir. Pues eso, lo
que en una de ellas tenga que ser, que sea, primo. Y el que venga detrás que
arree.
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