martes, 26 de enero de 2010

NATURALEZA SALVAJE


Hace unos días acompañé a mi santa a que la mamografiaran. Yo no soporto las salas de espera de médicos y hospitales. Es entrar y mi misantropía se acrecienta hasta extremos galácticos, incapaz de “renunciar a mis dolores” (los de mi santa son también míos) y de soportar, adjunta, la insufrible monserga de unos y otras que enfatizan sus males exhibiéndolos como heridas de guerra. Si puedo, jamás hablo con nadie, ni conozco a nadie, ni contesto a los saludos. Me siento o paseo ignorando al ejército decrépito que me rodea, que en ese campo de batalla considero a la grosería una buena estratagema contra el martirio. Lo cual que, como en el mamógrafo yo poco pinto y, visto lo visto, lo único que me sale es incordiar, convine con ella, y en su alivio, que la esperaría en un bar cercano.

Allá que me fui pues y, como es de como tiene que ser, me acomodé en el rincón de la barra. A mirar y aprender (o aprehender) el trasiego y el comportamiento de parroquianos y transeúntes. Vicio de antaño que, con la edad, ha adquirido carta de naturaleza. Se presumía la tarde fallida, ornitológicamente hablando, y ya me resignaba a dejar en blanco mi cuaderno de campo, cuando apareció una pareja de mediana edad que atrajo mi atención. Me invadió el pálpito de que, esta vez, mi paciencia podría ser fructífera. Ella, oronda de pelo rubio esculpido, labios rojos, abrigo marrón con cuello de piel sintética peluda, andaba con el aplomo elegante de quien se sabe segura y satisfecha. Él, poquita cosa a la sombra de aquel destello chillón, con una chaquetilla clarita y respingona, el paraguas enfundado en posición horizontal entre sus dos manos y el esbozo de una sonrisa resignada, avanzaba a pasitos cortos a su lado. Al llegar a la barra la mujer, como yo preveía después de tantos años de experiencia, pidió con energía dos cafés mientras le sermoneaba inmisericorde.

Miraba expectante el rito cafetero con el convencimiento de que allí había materia cuando, efectivamente, se produjo uno de esos milagros que sólo es perceptible para los que perseveramos en la observación. El hombrecillo cogió la taza con su manita blanca y regordeta y, antes de que sus labios la rozaran, sacó una lengua roja, carnosa, y lamió el borde de la misma con un entusiasmo que a mí me pareció cargado de lascivia. Acto seguido, con la lengua aún al socaire, posó sus labios en la taza y comenzó a sorber el líquido con sonora fruición, como un tremendo y desubicado colibrí. La relación de dominancia se invirtió de inmediato. La doña lo miraba hacer arrebatada y, a partir de ahí, entre los dos ya solo hubo silencio y miradas cómplices. Ella embelesada y él, entre media y media sonrisa, enfrascado con regodeo en sus alardes libatorios. Quizás mi calenturienta imaginación me jugó una mala pasada, pero a mí me pareció estar asistiendo a la ceremonia de un cortejo en toda regla. Hasta esperaba que de un momento a otro el hombrecito, con el buche hinchado, comenzara a hacer la rueda alrededor de la mujer a la que, por otra parte, le brillaban los ojos y sus mejillas habían adquirido un inequívoco tono bermellón. Al fin, pagaron y salieron con parsimonia, ligeramente amartelados.

A mi alrededor, camareros y público seguían a lo suyo inconscientes del milagro, de la ronda de amoríos que había sucedido delante de sus narices, ajenos a la pincelada de naturaleza salvaje surgida al amparo de la barra de un bar.