sábado, 27 de enero de 2018

DE IMPROVISO, LA TARDE


La tarde, de improviso, aparece arrogante por detrás del revés de mi silencio. La siento junto a mí, posándose en mis hombros tras salvar el cristal de una ventana que, a mi espalda, es del todo impotente para frenar el pálpito ritual de su presencia. Porque la tarde es una forma de sentir la vida que traspasa cristales, muros, corazones, años, distancias, soledades. Una angustia incorpórea, descarada y feliz de hacerte ver que aún sigues vivo, que aún te encuentras con fuerzas para poder sufrirla. Y de gozarla con ese placer turbio y desquiciado de la melancolía. Y así, convencido de que es ella la que domina ese reino de sueños y de sombras que viene a ser la vida, así y por eso, nunca he sabido desentrañar la misteriosa sensación que me produce esa luz de sus horas, esa luz mortecina, esplendorosa, distinta, conocida, que me abarca y que  viene y se acicala para inundar los ojos de mi alma de ausencias y presencias, de olvidos y recuerdos, de vidas y de muertes que se pasean cogidas de la mano y acarician las mías para llevarme a un mundo que no existe. Ese mundo, el imposible y mío, habitado, quizá, por un sinfín de momentos perdidos en la bruma confusa de los tiempos o, acaso, el duende esquivo de un prodigio infantil que permanece quieto, agazapado, exhausto en el olvido. Un tierno disparate que ambiciona, feliz, volver a ser de nuevo en el límite abstruso que separa la realidad del sueño.

La tarde, de improviso, me acompaña en el recuerdo de mis amigos muertos, en la presencia de una infancia ida, en la voz de mis padres y el calor de sus manos, en el olor amable de aquel hogar de entonces, ahora, casi apenas, un sinsabor de escombros, una constancia eterna de  ruinas y distancia. Una bufanda dolorosa y tierna de lo que fue y no es, de lo que ya viví y quedó embelesado y expectante entre los pliegues que el tiempo fue hilvanando en la bastilla azul de la esperanza, entre los recovecos de un ayer que es ahora y, sin embargo, esclavo de un reloj inflexible que jamás se detiene, que se nutre, implacable, de la sangre de todo el que camina, de todo aquel que vive y sueña y canta y se ilusiona y ama.

La tarde, de improviso, es mi tarde de siempre. Tarde de tantas tardes de otros días ya pasados que esperan mi regreso, que aguardan a que llegue, como ahora,  para resucitarlos y hacer que vuelen libres, ayunos de ataduras, por el cielo entreabierto a la quimera de ser porque se ha sido. Retrospección del tiempo, sangre de la nostalgia transformada en un acto de amor, de acercamiento, trampantojo cruel y compasivo, intangible y patente que vive en la entropía de un corazón ausente que, absorto y trastornado, otoña en los resquicios de la eterna memoria. Súbitamente entonces, el silencio que impera ojos adentro se torna un guirigay de voces que preguntan, de sueños que demandan su porqué, de tristezas que ignoran dónde y cuando nacieron, de risas que no saben a quiénes pertenecen. Y el corazón latiendo destartaladamente, exánime e inútil,  no puede apaciguar la incertidumbre de tanta algarabía desconsolada, el absurdo de tanto interrogante atribulado.

De improviso, la tarde, liviana como el aire de un suspiro, desciende desde el cielo de entonces y viene a acurrucarse entre mis manos. La siento tan liviana, tan expugnable y sola, tan perpleja y perdida, que trato de acunarla al compás de esa nana que parpadea en los ojos de cuando yo era niño. Y las voces se callan. Y las preguntas mueren. Y las risas descansan. Y los sueños vuelven a dormirse. En el aire de afuera, la noche va cayendo sobre las ramas tristes de la morera póstuma y tiñe de entreluces la flor en los almendros. Los perros se amodorran hechos roscos de pelo que respiran. La vida se detiene suspendida en el aire que vive de mis pérdidas. Mientras, la tarde tibia, ovillada, desnuda, desaparece oculta tras la piel de mis manos. Dentro de mí me espera para nacer de nuevo otra tarde cualquiera. Y siempre será ella.  

sábado, 20 de enero de 2018

CAMINO DE DAMASCO

El día 25 de enero, la Iglesia Católica conmemora la conversión de San Pablo. Según cuentan los Hechos de los Apóstoles, cuando este iba camino de Damasco con el mandato de las autoridades judías de perseguir a los cristianos, un resplandor surgido del cielo lo derribó del caballo dejándolo ciego, al tiempo que una voz incorpórea, utilizando su nombre hebreo, le preguntaba, no sin cierta dosis de retórica sobrenatural: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Trasladado a Damasco desconcertado y ciego, tras la imposición de manos realizada por Ananías cumpliendo órdenes recibidas de Jesús, recuperó vista y presencia de ánimo, siendo bautizado de inmediato para convertirse en firme defensor de aquellos a los que, hasta entonces, perseguía sañudamente. A partir de ahí adoptó su nombre romano, Pablo, (pequeño o poco), en lugar del judío Saulo, (‘invocado, llamado’), y acabó sus días en Roma, martirizado bajo el mandato de Nerón, entre los años 58 a 67 de la Era Cristiana. En fin, a pesar de toda la carga alegórica inherente a tantos hechos bíblicos, (resplandor, caída, ceguera, cambio de nombres...),  la expresión “camino de Damasco”, ha quedado como paradigma de “conversión” en lo que esta tiene de abjuración de ideas o creencias.

(Fuente: El País)
Pues un fenómeno similar pero enmarcado en un escenario más terrenal, incluso más pedestre, han creído o querido ver algunos en el discurso de investidura del nuevo presidente del Parlamento catalán, Roger Torrent Ramió. Tras el disparate de la soflama mitinera y energúmena evacuada por el presidente de la mesa de edad, Ernest Maragall,  individuo que formaría una yunta de basiliscos insuperable con la señora Nuria de Gispert, subió a la palestra el sustituto de ‘Cara de Palo’ Forcadell. Encorbatado y gestualmente comedido, enjaretó un discurso templado, equidistante, sin altibajos en el tono, aparentemente educado, en el que no traspasó los límites constitucionales ni nombró a la República. Y ahí se agarran almas cándidas como Iceta, por ejemplo, para decir que “Roger Torrent apunta maneras”. Pues él verá lo que quiera o desee pero yo, lejos del aquel bosque petrificado, conociendo la biografía política del elegido y con la evidencia aún caliente de lo vivido hasta ahora en el transcurso del ‘procés’, solo he visto en esta aparente vuelta a la sensatez democrática un trampantojo de tahúr, una ‘traspolación’ de su cambio de aspecto físico a la esfera de la política, un sí pero no ideológico plagado de guiños contradictorios y milimétricamente medidos, sin duda enfocados a que Míster Hyde se presentara en sociedad como un honorable y benéfico Doctor Jekyll. Ni Lon Chaney o Spencer Tracy lo hubieran hecho mejor.

No hay que olvidar que el interfecto es afiliado a ERC desde 1998. Desde 1999, concejal en al Ayuntamiento de Sarriá de Ter hasta 2007, en que pasó a ser alcalde y, a partir de 2012, también diputado en el Parlamento de Cataluña. Un hombre de partido que, la semana pasada, manifestaba que esta legislatura “será una legislatura con un objetivo político muy claro: desarrollar la república... lo haremos con voluntad de diálogo y, a la vez, no pediremos permiso para conseguirlo”; que, hasta este nombramiento, en su cuenta de Twiter se definía “diputado del Parlament de la república catalana”; que estuvo presente en el asedio a la Consejería de Economía del pasado setiembre en el que se destrozaron tres coches de la Guardia Civil; que tiene el beneplácito y la bendición apostólica del santurrón fariseo de Estremera y que sigue considerando al Calimero pirado presidente legítimo. Tan es así que, siguiendo el protocolo, tiene previsto visitarlo en breve para evacuar consultas, lo que puede aumentar, por aquello del ejercicio de una acción político-institucional fuera de los límites territoriales legítimos, la tensión diplomática entre España y Bélgica. Para rematar mis temores,  en la última entrevista concedida a La Vanguardia, ya investido, el andoba hace un alarde de culebreo político, de escapismo ideológico y de palabrerío inconsistente que corrige y aumenta la vacuidad de su discurso institucional. De modo que, acompañado de toda mi suspicacia, me resultó mucho más instructivo y clarificante escuchar lo que no dice, saltarme la literalidad de lo inocuo, leer entre y por detrás de las líneas para intuir que lo que se nos avecina, probablemente y por desgracia, no va a ser más que una nueva versión de lo mismo, la reedición de otro culebrón tragicómico, prescindible y petardo, que no sé si tendremos fuerzas para soportar sin que nos provoque un ataque de apoplejía colectiva, una pandemia de destartale neuronal imparable. Porque otra cosa no serán los integrantes de esta caterva distópica, pero ‘téntigos’, cataplasmas, pelmazos y cursis lo son como para aburrir a Serafín Latón. ¿Un nuevo camino de Damasco a la catalana? Sí, Iceta. Y, de paso, un jamón con chorreras también, primo.

sábado, 13 de enero de 2018

UNA Y NO MÁS

(Fuente: Diario HOY)
Por razones que no vienen al caso, este lunes pasado tuvimos que ir mi santa y yo a Madrid. Tal y como pintaba el panorama meteorológico con nieve a espuertas, ventiscas persistentes, alertas de todos los colores y quilométricos atascos, no tenía yo muchos ánimos para coger el coche y salir a esas carreteras diabólicas para enfrentarme a tanto rigor climático. Con el añadido de que estaba convencido de que en Madrid  me perdería de entrada y de salida, lo que me valdría circular errante, confundido y a saber durante cuánto tiempo por un laberinto de calles desconocidas y procelosas. De modo que sopesé las distintas posibilidades que se me abrían para evitar el tener que conducir en condiciones tan adversas. La opción del autobús venía a ser más de lo mismo, pero corregido y aumentado en proporción directa con el mayor  volumen del vehículo. El avión lo tengo terminantemente prohibido por prescripción facultativa del doctor Salvador “Chava” Medina, (médico rural de medicina general, cirujano y partero, al que consulté en su lejano pueblito mejicano), cuando me diagnosticó que el espanto histérico que me produce volar podría provocarme un patatús multiorgánico, con el riesgo probable de confinarme a una existencia vegetativo-vesánica irreversible, acompañada de “agruras, vómitos, recargo intestinal, chorrillo y granos”. De forma que la única puerta que se me abría era la del tren. Consulté en Internet, vi que con la Tarjeta Dorada el importe de los billetes de ida y vuelta no eran caros y, como a la fuerza ahorcan, opté por esta opción. A ella me agarré, en parte espoleado por el embeleso que me producen las estaciones, a pesar de las casi 6 horas por trayecto que suponía, de los precedentes agoreros profusamente difundidos sobre su incomodidad que conocía y, (consciente de la casuística habida en los últimos meses), de la angustia que me creaba la posibilidad de que nos quedáramos parados en mitad del campo porque el cachivache chiflador sufriera una avería espasmódica. ¡Mil veces maldita sea mi estampa y la hora en que se me ocurrió semejante barbaridad!

(Fuente: Diario HOY)
Llegamos a la estación y el tren ya estaba allí, esperándonos con aspecto inofensivo. Y, de entrada, su ronroneo embaucador me sedujo como canto de sirenas haciendo que recordara, vívidamente, antiguos viajes ilusionados y benéficos. Si llego a saber la que me esperaba, a buenas horas me monto yo en semejante engendro. Entramos al coche que nos correspondía y, después de salvar tres escalones diseñados para fracturar escafoides, llegamos a nuestros asientos. Cuando vi el altillo al que tenía que encaramar la maleta y a pesar de que desde nuestros asientos no era visible, opté por depositarla en una estantería situada frente a la puerta de entrada del vagón, donde permaneció todo el viaje al albur de que algún espabilado la trincara y nos hiciera la pascua. Pero, aun a costa de vigilar a todo aquel que se bajaba, preferí esa inquieta custodia a una posible fractura vertebral en la operación de ‘encarame’. Además, los asientos, duros como el pedernal, de juntos que están apenas dejan espacio para estirar algo las piernas y si abates la balda de plástico que tienes delante, quedas encajonado como cochino camino del matadero. Una pantalla prehistórica colgada del techo te va informando de las distintas estaciones a las que llegas, al tiempo que una voz, femenina e impersonal, te lo dice en español y en inglés. Muy propio, sí. Pero no sabes a la velocidad a la que vas, a no ser que esta sea superior a los 120 quilómetros a la hora. De manera que el velocímetro apenas aparece en ella a lo largo de las 6 horas en las que estás allí recluido. Hay ratos, muchos y muy largos, en los que el cacharro se encabrita y empieza a traquetear y a dar bandazos como una carreta mormona camino de Oregón, produciéndote  la sensación de estar sentado en la silla de Felipe II dentro de una enorme coctelera. Entonces el peligro de latigazo cervical no es baladí. Y los varones que  tengan la mala suerte de no compaginar las ganas de orinar con estos arranques de violencia desbocada, deben tener por seguro que no acertarán con el chorro en la diana inodora ni de coña. Lo último en confort el puñetero tren, sin duda.

(Fuente: Diario HOY)
En fin, lo peor es que el suplicio no acabó para mí al llegar a Madrid porque, nada más bajarme en Chamartín, ya empezó a atormentarme el hecho de saber que tenía que volver y repetir la catastrófica experiencia ferroviaria. Ante semejante perspectiva los días que he pasado allí los he vivido, ensimismado y sin presencia de ánimo, en un continuo llanto interior y con unos ataques de pánico extenuantes. Y acordándome de todos y cada uno de los políticos parlanchines, embusteros y desvergonzados, de aquí y de allí, responsables de este escarnio sangrante. ¡Menuda caterva infame, primo!   

sábado, 6 de enero de 2018

UNA DE LIMPIA

(Fuente: El Diario de Ibiza)
Cada fin de año suelo hacer en el blog, más que nada para evitar que mi casa se enroñe, un borrado de todos los comentarios no publicados. No me preocupa comprobar que desde que comencé a compartir mis artículos en las redes el número de aquellos, publicados o no, haya ido decreciendo hasta dejar reducido este apartado, con alguna más que honrosísima excepción, a refugio de un pequeño grupo de cavernícolas coléricos. Lo que sí me inquieta es que, al compás, sus vituperios hayan ido degenerando en ¿fondo? y forma tal que han logrado hacerme añorar aquellos tiempos en que la mayoría de mis detractores ladraban, alguno incluso con un cierto estilo literario. Y es que de unos años acá apenas si recibo más que roznidos desafinados. Ignoro si ante este periódico estos chinches con plumero habrán dado alguna vez señales de vida, pero a mi blog sí que han acudido a ampararse, no diré que con profusión y no sé si atendiendo a algún toque de trompeta o ‘motu proprio’. Habrá de todo, me figuro. En cualquier caso casi siempre de forma anónima, como es costumbre en esta tropa mugrienta. En el fondo, es verdad que me divierte muchísimo su patetismo. Y sus esfuerzos denodados por romper la coraza del que suscribe. Y su cutre catálogo de tópicos. Y el hecho de que no argumenten, coceen, con lo que resultaría imposible mantener con esta jarca un hipotético diálogo que no pasara de un intercambio de insultos. Yo no pretendo en absoluto, antes al contrario, que todo el mundo esté de acuerdo con mis artículos y con mis opiniones, no soy de piñón fijo como ellos. Pero digo que una cosa es discrepar y otra abalanzarse como fieras corrupias contra el que opina de forma distinta. En fin, la patología del sectarismo es lo que tiene. Y dónde irá el buey que no are.

(Fuente: Enrique Dans)
No sé si por enigmas de la genética asnal, además de compartir una penuria gramatical digna de lástima, esta caterva de zopencos también se enrabieta al unísono cuando utilizas términos que tienen prohijados. Trincan una palabra, la arrojan contra el enemigo, o sea, contra el orejano que corretea fuera del redil, y cuando la palabra les viene de vuelta y les es aplicada, montan en cólera sacra, sacan el mandoble de deslomar insurgentes y se dedican a zurrar al aire mientras se retuercen entre ronchones porque, digo que pensarán, esa palabra es de su exclusiva propiedad. Caverna, es una de ellas. La cosa tiene su gracia porque, ¿quién más cavernoso, o cavernícola, o cavernario que aquel que, entre las tinieblas del pensamiento único y unificado de la cuadra, arremete contra el que gusta de la luz, de la independencia de criterio, de la libertad de opinión? ¿Quién más retrógrado que aquel que, uncido feliz al carro del dogma, trata de embestir contra el heterodoxo?  ¿Quiénes más carcamales que estos alumnos iletrados del Maestro Ciruela que pretenden ser dueños de según qué palabras y se empeñan, tozudos, en querer poner puertas al campo entre rebuznos?


Como  fieles seguidores de mi blog y mis artículos yo los tengo en la más alta estima. Agradezco sobremanera la diligencia con que saltan encorajinados cuando, según su leal saber y entender, la ocasión lo merece. Impagable es la generosidad con la que vienen a reconfortarme y a cimentar mis convicciones cuando mi ánimo flaquea o languidece, cómo me socorren cuando el desánimo me invade.  Lo que ocurre, (casi todo en esta vida tiene su cara y su cruz), es que el limitadísimo vocabulario del que hacen gala  puede llegar a resultar un tanto cansino: poetastro de mierda, facha, resentido, envidioso, cuatro ojos, cultureta cutre y algunas lindezas más son todo su bagaje. Y pare usted de contar. No es que quiera yo pedir peras al olmo, pero mi gratitud llegaría a los límites de lo infinito, valga el oxímoron, si se esforzaran un poquito más. No pretendo que hilvanen dos frases seguidas, ni que su sintaxis sea menos penosa, ni siquiera que su ortografía sea pasable, pero sí les imploro, por la gloria de Cotón y por los clavos de Cristo, algo de variedad en el léxico. Si no, estoy viendo que van a conseguir aburrirme. Y sólo imaginarlo me causa un pavor descomunal, enorme, casi tan gigantesco y tremebundo como su idiocia.