sábado, 13 de enero de 2018

UNA Y NO MÁS

(Fuente: Diario HOY)
Por razones que no vienen al caso, este lunes pasado tuvimos que ir mi santa y yo a Madrid. Tal y como pintaba el panorama meteorológico con nieve a espuertas, ventiscas persistentes, alertas de todos los colores y quilométricos atascos, no tenía yo muchos ánimos para coger el coche y salir a esas carreteras diabólicas para enfrentarme a tanto rigor climático. Con el añadido de que estaba convencido de que en Madrid  me perdería de entrada y de salida, lo que me valdría circular errante, confundido y a saber durante cuánto tiempo por un laberinto de calles desconocidas y procelosas. De modo que sopesé las distintas posibilidades que se me abrían para evitar el tener que conducir en condiciones tan adversas. La opción del autobús venía a ser más de lo mismo, pero corregido y aumentado en proporción directa con el mayor  volumen del vehículo. El avión lo tengo terminantemente prohibido por prescripción facultativa del doctor Salvador “Chava” Medina, (médico rural de medicina general, cirujano y partero, al que consulté en su lejano pueblito mejicano), cuando me diagnosticó que el espanto histérico que me produce volar podría provocarme un patatús multiorgánico, con el riesgo probable de confinarme a una existencia vegetativo-vesánica irreversible, acompañada de “agruras, vómitos, recargo intestinal, chorrillo y granos”. De forma que la única puerta que se me abría era la del tren. Consulté en Internet, vi que con la Tarjeta Dorada el importe de los billetes de ida y vuelta no eran caros y, como a la fuerza ahorcan, opté por esta opción. A ella me agarré, en parte espoleado por el embeleso que me producen las estaciones, a pesar de las casi 6 horas por trayecto que suponía, de los precedentes agoreros profusamente difundidos sobre su incomodidad que conocía y, (consciente de la casuística habida en los últimos meses), de la angustia que me creaba la posibilidad de que nos quedáramos parados en mitad del campo porque el cachivache chiflador sufriera una avería espasmódica. ¡Mil veces maldita sea mi estampa y la hora en que se me ocurrió semejante barbaridad!

(Fuente: Diario HOY)
Llegamos a la estación y el tren ya estaba allí, esperándonos con aspecto inofensivo. Y, de entrada, su ronroneo embaucador me sedujo como canto de sirenas haciendo que recordara, vívidamente, antiguos viajes ilusionados y benéficos. Si llego a saber la que me esperaba, a buenas horas me monto yo en semejante engendro. Entramos al coche que nos correspondía y, después de salvar tres escalones diseñados para fracturar escafoides, llegamos a nuestros asientos. Cuando vi el altillo al que tenía que encaramar la maleta y a pesar de que desde nuestros asientos no era visible, opté por depositarla en una estantería situada frente a la puerta de entrada del vagón, donde permaneció todo el viaje al albur de que algún espabilado la trincara y nos hiciera la pascua. Pero, aun a costa de vigilar a todo aquel que se bajaba, preferí esa inquieta custodia a una posible fractura vertebral en la operación de ‘encarame’. Además, los asientos, duros como el pedernal, de juntos que están apenas dejan espacio para estirar algo las piernas y si abates la balda de plástico que tienes delante, quedas encajonado como cochino camino del matadero. Una pantalla prehistórica colgada del techo te va informando de las distintas estaciones a las que llegas, al tiempo que una voz, femenina e impersonal, te lo dice en español y en inglés. Muy propio, sí. Pero no sabes a la velocidad a la que vas, a no ser que esta sea superior a los 120 quilómetros a la hora. De manera que el velocímetro apenas aparece en ella a lo largo de las 6 horas en las que estás allí recluido. Hay ratos, muchos y muy largos, en los que el cacharro se encabrita y empieza a traquetear y a dar bandazos como una carreta mormona camino de Oregón, produciéndote  la sensación de estar sentado en la silla de Felipe II dentro de una enorme coctelera. Entonces el peligro de latigazo cervical no es baladí. Y los varones que  tengan la mala suerte de no compaginar las ganas de orinar con estos arranques de violencia desbocada, deben tener por seguro que no acertarán con el chorro en la diana inodora ni de coña. Lo último en confort el puñetero tren, sin duda.

(Fuente: Diario HOY)
En fin, lo peor es que el suplicio no acabó para mí al llegar a Madrid porque, nada más bajarme en Chamartín, ya empezó a atormentarme el hecho de saber que tenía que volver y repetir la catastrófica experiencia ferroviaria. Ante semejante perspectiva los días que he pasado allí los he vivido, ensimismado y sin presencia de ánimo, en un continuo llanto interior y con unos ataques de pánico extenuantes. Y acordándome de todos y cada uno de los políticos parlanchines, embusteros y desvergonzados, de aquí y de allí, responsables de este escarnio sangrante. ¡Menuda caterva infame, primo!   

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