(Fuente: Diario HOY) |
Por razones que no vienen al caso,
este lunes pasado tuvimos que ir mi santa y yo a Madrid. Tal y como pintaba el
panorama meteorológico con nieve a espuertas, ventiscas persistentes, alertas
de todos los colores y quilométricos atascos, no tenía yo muchos ánimos para
coger el coche y salir a esas carreteras diabólicas para enfrentarme a tanto
rigor climático. Con el añadido de que estaba convencido de que en Madrid me perdería de entrada y de salida, lo que me
valdría circular errante, confundido y a saber durante cuánto tiempo por un
laberinto de calles desconocidas y procelosas. De modo que sopesé las distintas
posibilidades que se me abrían para evitar el tener que conducir en condiciones
tan adversas. La opción del autobús venía a ser más de lo mismo, pero corregido
y aumentado en proporción directa con el mayor volumen del vehículo. El avión lo tengo
terminantemente prohibido por prescripción facultativa del doctor Salvador “Chava” Medina, (médico rural de medicina general, cirujano y partero, al que
consulté en su lejano pueblito mejicano), cuando me diagnosticó que el espanto histérico
que me produce volar podría provocarme un patatús multiorgánico, con el riesgo
probable de confinarme a una existencia vegetativo-vesánica irreversible,
acompañada de “agruras, vómitos, recargo
intestinal, chorrillo y granos”. De forma que la única puerta que se
me abría era la del tren. Consulté en Internet, vi que con la Tarjeta Dorada el
importe de los billetes de ida y vuelta no eran caros y, como a la fuerza
ahorcan, opté por esta opción. A ella me agarré, en parte espoleado por el
embeleso que me producen las estaciones, a pesar de las casi 6 horas por trayecto
que suponía, de los precedentes agoreros profusamente difundidos sobre su
incomodidad que conocía y, (consciente de la casuística habida en los últimos
meses), de la angustia que me creaba la posibilidad de que nos quedáramos
parados en mitad del campo porque el cachivache chiflador sufriera una avería
espasmódica. ¡Mil veces maldita sea mi estampa y la hora en que se me ocurrió
semejante barbaridad!
(Fuente: Diario HOY) |
Llegamos a la estación y el tren ya
estaba allí, esperándonos con aspecto inofensivo. Y, de entrada, su ronroneo
embaucador me sedujo como canto de sirenas haciendo que recordara, vívidamente,
antiguos viajes ilusionados y benéficos. Si llego a saber la que me esperaba, a
buenas horas me monto yo en semejante engendro. Entramos al coche que nos
correspondía y, después de salvar tres escalones diseñados para fracturar
escafoides, llegamos a nuestros asientos. Cuando vi el altillo al que tenía que
encaramar la maleta y a pesar de que desde nuestros asientos no era visible, opté
por depositarla en una estantería situada frente a la puerta de entrada del
vagón, donde permaneció todo el viaje al albur de que algún espabilado la
trincara y nos hiciera la pascua. Pero, aun a costa de vigilar a todo aquel que
se bajaba, preferí esa inquieta custodia a una posible fractura vertebral en la
operación de ‘encarame’. Además, los asientos, duros como el pedernal, de
juntos que están apenas dejan espacio para estirar algo las piernas y si abates
la balda de plástico que tienes delante, quedas encajonado como cochino camino
del matadero. Una pantalla prehistórica colgada del techo te va informando de
las distintas estaciones a las que llegas, al tiempo que una voz, femenina e
impersonal, te lo dice en español y en inglés. Muy propio, sí. Pero no sabes a
la velocidad a la que vas, a no ser que esta sea superior a los 120 quilómetros
a la hora. De manera que el velocímetro apenas aparece en ella a lo largo de
las 6 horas en las que estás allí recluido. Hay ratos, muchos y muy largos, en
los que el cacharro se encabrita y empieza a traquetear y a dar bandazos como
una carreta mormona camino de Oregón, produciéndote la sensación de estar sentado en la silla de
Felipe II dentro de una enorme coctelera. Entonces el peligro de latigazo
cervical no es baladí. Y los varones que
tengan la mala suerte de no compaginar las ganas de orinar con estos
arranques de violencia desbocada, deben tener por seguro que no acertarán con
el chorro en la diana inodora ni de coña. Lo último en confort el puñetero tren,
sin duda.
(Fuente: Diario HOY) |
En fin, lo peor es que el suplicio
no acabó para mí al llegar a Madrid porque, nada más bajarme en Chamartín, ya
empezó a atormentarme el hecho de saber que tenía que volver y repetir la
catastrófica experiencia ferroviaria. Ante semejante perspectiva los días que
he pasado allí los he vivido, ensimismado y sin presencia de ánimo, en un
continuo llanto interior y con unos ataques de pánico extenuantes. Y acordándome
de todos y cada uno de los políticos parlanchines, embusteros y desvergonzados,
de aquí y de allí, responsables de este escarnio sangrante. ¡Menuda caterva
infame, primo!
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