sábado, 24 de junio de 2017

EL CORRELINDES

Tengo un amigo que cambia de opinión con una facilidad pasmosa. Enfrascados en una conversación en la que él se empeña en defender, con una vehemencia y una rotundidad encomiables, una opinión con frecuencia disparatada, si le contradices, acto seguido y sin solución de continuidad, pasa a defender la contraria con el mismo énfasis y el mismo ardor. Y se queda tan fresco, valga el oxímoron.  Cuando le haces ver la ligereza de su postura, o se limita a sonreír, encogerse de hombros, y salirte por las peteneras de que lo has convencido y de que él no es nada rígido o, si el volumen de la ingesta ha sobrepasado ciertos límites, te asegura sin ningún atisbo de duda que él estaba diciendo lo mismo desde el principio y lo que ocurre es que tú no te has enterado. En realidad, a poco que lo trates, te das cuenta de que la falta de rigidez por su parte o de entendederas por la de su interlocutor que aduce para justificar sus hocicadas no son tal, sino fruto de una ausencia absoluta de criterio y de una penuria argumental apabullante por la suya. Es un tipo feliz, todo hay que decirlo. Y además, estamos hablando de chácharas de barra cervecera sin mayor transcendencia.

(Fuente: eldiario.es)
Actitudes incoherentes como las de mi amigo pierden, sin embargo, su marchamo de inocuidad cuando su protagonista no es un ciudadano corriente, como él o como yo, sino un político con mando en plaza, o sea, presidente, consejero de Cultura, secretario general y barón rampante del partido gobernante en su Comunidad Autónoma. Y es que oír lo que decía Guillermo Fernández Vara de Pedro Sánchez ayer mismo, y ver lo que dice y donde está ahora, no solo produce vergüenza ajena y sonrojo propio, sino que me ha hecho pasar de la estupefacción al espeluzne sin darme respiro. Pasen y vean: “Los cambios de criterio están en el ADN y la trayectoria de Sánchez”. “Difícilmente puede estar al frente de una organización alguien que no sabe muy bien el partido que necesitamos ni el modelo de país”. “Nunca apoyaré la propuesta de Pedro Sánchez”. “El modelo económico que propone Pedro Sánchez y sus colaboradores va en dirección contraria a la necesidad de España”. “No reconoceré nunca el Estado plurinacional”. “Con las propuestas de Sánchez el PSOE se convertirá en irrelevante en España, porque se alejará del lugar donde están los ciudadanos”. “No tiene un criterio propio para ofrecer a la ciudadanía. Sin el líder del PP, él no es nadie”. “Desde que está Pedro Sánchez, el PSOE es menos referencia”. “Sánchez ha dejado el PSOE destrozado”. “El único objetivo de Sánchez es reescribir la historia para no decir la verdad”. Viéndolo ahora presidir, sustituyendo a Susana Díaz, el consejo de política federal del partido y formando parte del comité federal del mismo, cualquiera diría que aquel Vara y este Vara son el mismo Vara. Y lo malo es que es así.

(Fuente: 20minutos)
No habían pasado 24 horas desde que Sánchez fue reelegido secretario general del PSOE, cuando Vara ya empezó a correr la linde con el siguiente tuit: “Felicidades, Pedro. Y mañana todos a ayudarte. Ha sido una expresión democrática extraordinaria de nuestro querido PSOE”. Tratar de emboscar su regate ideológico envolviéndose en la bandera de su “partido querido”, ya da muestras de su falta de escrúpulos. Porque, ¿a qué pretende ayudar? ¿A hacer un PSOE cada vez más irrelevante, más alejado de la ciudadanía y de las necesidades de España, a reescribir la historia, a conformar  un Estado plurinacional?... Cuando le preguntan sobre su cambio de actitud y el porqué de su adhesión al proyecto político del elegido, contesta sin inmutarse y con esa pose beatífica y frailona a la que nos tiene acostumbrados: “No he tenido nada en lo personal contra Sánchez”. La excusa no puede ser más torpe ni más endeble. Porque Sánchez no lo ha llamado para hacer pandilla y salir de cena y copichuelas con él. Lo ha llamado para que apoye y le ayude a llevar a cabo en España lo que, apenas ayer, él despreciaba categóricamente. Es evidente que la consistencia de su fuste, no ya como político sino como persona a la que, por su estatus, se le debe demandar una fidelidad insobornable a sus principios y sus convicciones, se ha demostrado inexistente. Y es que el oportunismo en política, debería saberlo, es un arma de doble filo que puede resultar beneficiosa para las aspiraciones  personales e inmediatas de quien lo ejerce; pero deja un poso indeleble de resquemor y de desprecio para los que asistimos atónitos a la desfachatez y a la falta de honestidad intelectual y personal del que lo practica.
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(Y siguiendo la estela de mi maestro Tomás Martín Tamayo, aquí me despido, incluso de mí mismo. Si todo va como tiene que ir, por estas páginas nos encontraremos de nuevo el próximo 2 de setiembre. Ya a un paso de mi jubilación, primo).

sábado, 17 de junio de 2017

"ARTÍCALOR"

Antes de nada debo pedir perdón por faltar el sábado pasado a mi cita semanal con esta página y, sobre todo, contigo, que ahora me lees. Mucho más si me echaste en falta entonces y, si además, andas englobado en esa difusa categoría de lector habitual en la que la estadística nos incluye a todos aquellos que solemos visitar o comprar periódicos con una frecuencia destacable para sus cánones. La mayoría de las veces el artículo que semanalmente nos sirve de encuentro es para mí motivo de gozo por la posibilidad que me brinda de establecer comunicación, siquiera sea esta presentida, con un número indeterminado de lectores que, al fin y al cabo, son la razón última de su escritura. Sin embargo, con la misma frecuencia y dado que como dice el dicho “no hay miel sin hiel”, a medida que se va acercando el viernes, otrora el día de la semana más deseado, la angustia se va apoderando de mí y de mis ansias. Porque, a pesar del tiempo que llevo ya en estas lides, quizá no demasiado pero creo que suficiente, no he sido capaz de aplicar un mínimo de rigor disciplinario al proceso.

Sin duda el problema no es cuestión de tiempo o de experiencia, sino de capacidad. Siempre he sido absolutamente anárquico a la hora de escribir, alternando temporadas de actividad febril e ilusionada con otras de sequía e, incluso, de abandono y lejanía. Y jamás me ha importado tardar en rematar un poema o un cuento el tiempo que fuese necesario, días, meses… Ni he padecido la desazón de sufrir el síndrome del “folio en blanco” porque, siempre que me ponía delante de él, tenía ya en la cabeza la idea, el sentimiento, el pálpito de lo que quería escribir. De modo que con esos hábitos incrustados a conciencia en mi idiosincrasia, a pesar de que, con alguna excepción como la de la semana pasada, he cumplido mejor o peor con este compromiso semanal, rara vez lo he hecho sin el acompañamiento de una serie creciente de retortijones emocionales que, comenzando generalmente la tarde de los miércoles, alcanzan su estado crítico en la madrugada de los viernes en las que, desvelado, me enfrento a un síndrome aún más angustioso que el del “folio en blanco”, cual es el de “la mente en blanco”. Y ahí, como si me hubiera picado la tarántula dañina, es cuando me entra el mal de la ‘temblaera’, me levanto disparado e histérico en busca del primer café mañanero y, delante del ordenador, no hago más que maldecirme y farfullar frases del estilo: “Cago en la leche… ¿de qué coño escribo yo el artículo?... Si seré cabrón…” Y mientras pasan los minutos con mi cacumen destartalado y hueco, sumido en una desazón progresiva, la puñetera barrita parpadeante sigue en la pantalla, terca, despiadada, atormentándome con su ritmo inmisericorde y frío.

Si a esta angustiosa incapacidad interior le añadimos, como ocurre ahora, la irrupción de una primavera crudelísima, con unas calores que achicharran el pensamiento, junto con la consabida parafernalia de bichos voladores o reptantes a cual más repugnante, los efluvios que ciertos individuos desprenden a su paso, las manos sudorosamente fofas que algún cataplasma te planta en el hombro como un sinapismo de mostaza hirviente, o cualquier otra desgracia similar que exista y que esta estación asquerosa sin duda lleva implícita en su esencia, la situación puede adquirir tintes trágicos. Porque la conjunción catastrófica de estas circunstancias endógenas y exógenas puede llevarte a un colapso neuronal y anímico que te incapacite para cualquier actividad que precise el más mínimo esfuerzo, ya sea este físico o mental. Algo así me pasó a mí la semana pasada, corregido y aumentado por alguna coyuntura sobrevenida que no hizo más que agravar la languidez de mi presencia de ánimo.

En fin, calores y primaveras cochambrosas aparte, no consigo racionalizar el tener que escribir a plazo fijo para, así, poder hacerlo con la normalidad de lo asumido, por más que esa asunción contradiga mi forma inveterada de vivir el hecho de hacerlo. Por decirlo de alguna manera, no me preocupa escribir, todo lo contrario. Lo que me atosiga es el tener que hacerlo. Me abrumo ahora semana a semana, igual que lo haría mes a mes si mi colaboración tuviera esa periodicidad. El tiempo de que disponga, repito, es indiferente. Por eso estoy convencido de que esto seguirá siendo así hasta el final de mis días como articulista, sea esta despedida por noqueo, no lo quiera la vida, o por abandono. Ya lo dijo el torero: “Ca uno es ca uno y tiene sus caunás”. Pues esa es una de las mías. Y es lo que hay, primo.

sábado, 3 de junio de 2017

LA CASA DE MIS PADRES


Yo no puedo volver a la casa de mis padres, aquella en la que crecí y empecé a ser. Se lo decía días atrás a mi amigo Manuel, en su bar, recostado en ese rincón sabatino que me abraza como un viejo amigo mientras él me contaba, de nuevo, su visita a la casa en que nació. Entretanto describía, ilusionado, vehemente y apacible, un recorrido por el túnel del tiempo de paredes, ventanas, cocina, pasillos de su infancia, con sus ojos repletos de una ilusión antigua y conocida, yo solo veía escombros de lo que fue la mía. Me costaba escuchar la ilusión de sus manos dibujando recuerdos porque yo estaba en otros que eran tan solo ruinas, muros desnudos, solos, por donde nuestros ecos, como salamanquesas, subían y bajaban sin encontrar consuelo. Metáfora obligada que la vida te ofrece destartaladamente, casi sin saber cómo, tan solo por el hecho de estar mientras seamos.

Cuando se quedó sola, esperando el derribo que inexorablemente acabaría con ella, más de una tarde fui a recorrer ausencias por sus habitaciones, a cosechar olores cada vez más callados, a revivir latidos. Como un fantasma triste, ensimismado, por detrás de su luz y su silencio huérfano, me parecía escuchar las voces de otras veces, la música de entonces, el ruido de carreras infantiles avasallando el aire, las notas de un piano, el trinar de un canario, el ritmo cadencioso de un proyector de cine desparramando magia, el tintineo inseguro de un antiguo xilófono, el dulce retumbar de panderetas, el rodar inocente de canicas melladas, las risas de una dicha que seguía siendo nuestra y que nada ni nadie podría jamás quitarnos… Dejé de ir a su encuentro después de que una tarde, al traspasar la puerta, no pude escuchar nada. Tan solo oía mis pasos y el latir apagado de mi pecho. Comprendí en ese instante que mi casa había muerto. De soledad, quizá. Tal vez del vértigo de sentirse inservible, abandonada. Acaso por hartarse de silencio. Y mientras deambulaba comprobando los baldosines sueltos de mi vida de entonces, tuve la sensación de estar andando por entre las entrañas de un cadáver. A pesar de la tristeza que sentí, me alegré de que la muerte le hubiera evitado el sufrimiento lento de tener que escuchar el ruido endemoniado de las máquinas, de sentir el dolor de la piqueta traspasando su cuerpo, de vivir la vergüenza de quedar descuartizada en mitad de la calle. Tras cerrar la puerta tras de mí, bajé la escaleras con la parsimonia de aquel que sabe que nunca volverá. Para qué andar con prisas si casi estaba huyendo de mí mismo.


Al cabo de unos días, llegaron ellos. Y todo lo que mi casa se evitó de ruidos, de destrozos, de escombros, de paredes desnudas doliendo en la impotencia, de voces apagadas, lo sufrí yo al tiempo que veía cómo el cobijo de mi infancia feliz, despreocupada, caía a borbotones como una vida rota. Sobre el sudario frío que envolvió su cadáver se erigió un edificio moderno, confortable, equipado, perfecto. Un hacedor de olvidos torpe, necio. Porque yo cuando sueño sea dormido o despierto con esos años dulces, mi casa vuelve a ser y a estar conmigo. Incluso cuando paso por la calle en donde el impostor se alza orgulloso, no suelo distinguirlo, no lo veo. Sigo viendo los cierres, los balcones corridos, la Artesanía Española, las dos placas doradas adornando la entrada, los mástiles inútiles, y el portero en la puerta con su gorra de plato y su uniforme gris que a veces me saluda y otras veces me mira casi sin conocerme. Los años no perdonan, a pesar de que él se conserva estupendo.