Antes de nada debo pedir perdón por
faltar el sábado pasado a mi cita semanal con esta página y, sobre todo,
contigo, que ahora me lees. Mucho más si me echaste en falta entonces y, si además,
andas englobado en esa difusa categoría de lector
habitual en la que la estadística nos incluye a todos aquellos que solemos
visitar o comprar periódicos con una frecuencia destacable para sus cánones. La
mayoría de las veces el artículo que semanalmente nos sirve de encuentro es para
mí motivo de gozo por la posibilidad que me brinda de establecer comunicación,
siquiera sea esta presentida, con un número indeterminado de lectores que, al
fin y al cabo, son la razón última de su escritura. Sin embargo, con la misma
frecuencia y dado que como dice el dicho “no hay miel sin hiel”, a medida que
se va acercando el viernes, otrora el día de la semana más deseado, la angustia
se va apoderando de mí y de mis ansias. Porque, a pesar del tiempo que llevo ya
en estas lides, quizá no demasiado pero creo que suficiente, no he sido capaz
de aplicar un mínimo de rigor disciplinario al proceso.
Sin duda el problema no es cuestión
de tiempo o de experiencia, sino de capacidad. Siempre he sido absolutamente
anárquico a la hora de escribir, alternando temporadas de actividad febril e
ilusionada con otras de sequía e, incluso, de abandono y lejanía. Y jamás me ha
importado tardar en rematar un poema o un cuento el tiempo que fuese necesario,
días, meses… Ni he padecido la desazón de sufrir el síndrome del “folio en
blanco” porque, siempre que me ponía delante de él, tenía ya en la cabeza la
idea, el sentimiento, el pálpito de lo que quería escribir. De modo que con
esos hábitos incrustados a conciencia en mi idiosincrasia, a pesar de que, con
alguna excepción como la de la semana pasada, he cumplido mejor o peor con este
compromiso semanal, rara vez lo he hecho sin el acompañamiento de una serie
creciente de retortijones emocionales que, comenzando generalmente la tarde de
los miércoles, alcanzan su estado crítico en la madrugada de los viernes en las
que, desvelado, me enfrento a un síndrome aún más angustioso que el del “folio
en blanco”, cual es el de “la mente en blanco”. Y ahí, como si me hubiera
picado la tarántula dañina, es cuando me entra el mal de la ‘temblaera’, me
levanto disparado e histérico en busca del primer café mañanero y, delante del
ordenador, no hago más que maldecirme y farfullar frases del estilo: “Cago en
la leche… ¿de qué coño escribo yo el artículo?... Si seré cabrón…” Y mientras pasan
los minutos con mi cacumen destartalado y hueco, sumido en una desazón
progresiva, la puñetera barrita parpadeante sigue en la pantalla, terca,
despiadada, atormentándome con su ritmo inmisericorde y frío.
Si a esta angustiosa incapacidad
interior le añadimos, como ocurre ahora, la irrupción de una primavera
crudelísima, con unas calores que
achicharran el pensamiento, junto con la consabida parafernalia de bichos
voladores o reptantes a cual más repugnante, los efluvios que ciertos
individuos desprenden a su paso, las manos sudorosamente fofas que algún
cataplasma te planta en el hombro como un sinapismo de mostaza hirviente, o
cualquier otra desgracia similar que exista y que esta estación asquerosa sin
duda lleva implícita en su esencia, la situación puede adquirir tintes
trágicos. Porque la conjunción catastrófica de estas circunstancias endógenas y
exógenas puede llevarte a un colapso neuronal y anímico que te incapacite para
cualquier actividad que precise el más mínimo esfuerzo, ya sea este físico o
mental. Algo así me pasó a mí la semana pasada, corregido y aumentado por
alguna coyuntura sobrevenida que no hizo más que agravar la languidez de mi
presencia de ánimo.
En fin, calores y primaveras
cochambrosas aparte, no consigo racionalizar el tener que escribir a plazo fijo
para, así, poder hacerlo con la normalidad de lo asumido, por más que esa asunción
contradiga mi forma inveterada de vivir el hecho de hacerlo. Por decirlo de alguna manera, no me preocupa
escribir, todo lo contrario. Lo que me atosiga es el tener que hacerlo. Me abrumo
ahora semana a semana, igual que lo haría mes a mes si mi colaboración tuviera
esa periodicidad. El tiempo de que disponga, repito, es indiferente. Por eso
estoy convencido de que esto seguirá siendo así hasta el final de mis días como
articulista, sea esta despedida por noqueo, no lo quiera la vida, o por
abandono. Ya lo dijo el torero: “Ca uno es ca uno y tiene sus caunás”. Pues esa
es una de las mías. Y es lo que hay, primo.
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