Yo no puedo volver a la casa de mis
padres, aquella en la que crecí y empecé a ser. Se lo decía días atrás a mi
amigo Manuel, en su bar, recostado en ese rincón sabatino que me abraza como un
viejo amigo mientras él me contaba, de nuevo, su visita a la casa en que nació.
Entretanto describía, ilusionado, vehemente y apacible, un recorrido por el
túnel del tiempo de paredes, ventanas, cocina, pasillos de su infancia, con sus
ojos repletos de una ilusión antigua y conocida, yo solo veía escombros de lo
que fue la mía. Me costaba escuchar la ilusión de sus manos dibujando recuerdos
porque yo estaba en otros que eran tan solo ruinas, muros desnudos, solos, por
donde nuestros ecos, como salamanquesas, subían y bajaban sin encontrar
consuelo. Metáfora obligada que la vida te ofrece destartaladamente, casi sin
saber cómo, tan solo por el hecho de estar mientras seamos.
Cuando se quedó sola, esperando el
derribo que inexorablemente acabaría con ella, más de una tarde fui a recorrer
ausencias por sus habitaciones, a cosechar olores cada vez más callados, a
revivir latidos. Como un fantasma triste, ensimismado, por detrás de su luz y
su silencio huérfano, me parecía escuchar las voces de otras veces, la música
de entonces, el ruido de carreras infantiles avasallando el aire, las notas de
un piano, el trinar de un canario, el ritmo cadencioso de un proyector de cine
desparramando magia, el tintineo inseguro de un antiguo xilófono, el dulce
retumbar de panderetas, el rodar inocente de canicas melladas, las risas de una
dicha que seguía siendo nuestra y que nada ni nadie podría jamás quitarnos…
Dejé de ir a su encuentro después de que una tarde, al traspasar la puerta, no
pude escuchar nada. Tan solo oía mis pasos y el latir apagado de mi pecho.
Comprendí en ese instante que mi casa había muerto. De soledad, quizá. Tal vez
del vértigo de sentirse inservible, abandonada. Acaso por hartarse de silencio.
Y mientras deambulaba comprobando los baldosines sueltos de mi vida de
entonces, tuve la sensación de estar andando por entre las entrañas de un
cadáver. A pesar de la tristeza que sentí, me alegré de que la muerte le
hubiera evitado el sufrimiento lento de tener que escuchar el ruido endemoniado
de las máquinas, de sentir el dolor de la piqueta traspasando su cuerpo, de vivir
la vergüenza de quedar descuartizada en mitad de la calle. Tras cerrar la
puerta tras de mí, bajé la escaleras con la parsimonia de aquel que sabe que
nunca volverá. Para qué andar con prisas si casi estaba huyendo de mí mismo.
Al cabo de unos días, llegaron
ellos. Y todo lo que mi casa se evitó de ruidos, de destrozos, de escombros, de
paredes desnudas doliendo en la impotencia, de voces apagadas, lo sufrí yo al tiempo
que veía cómo el cobijo de mi infancia feliz, despreocupada, caía a borbotones
como una vida rota. Sobre el sudario frío que envolvió su cadáver se erigió un
edificio moderno, confortable, equipado, perfecto. Un hacedor de olvidos torpe,
necio. Porque yo cuando sueño sea dormido o despierto con esos años dulces, mi
casa vuelve a ser y a estar conmigo. Incluso cuando paso por la calle en donde
el impostor se alza orgulloso, no suelo distinguirlo, no lo veo. Sigo viendo
los cierres, los balcones corridos, la Artesanía Española, las dos placas
doradas adornando la entrada, los mástiles inútiles, y el portero en la puerta
con su gorra de plato y su uniforme gris que a veces me saluda y otras veces me
mira casi sin conocerme. Los años no perdonan, a pesar de que él se conserva estupendo.
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