sábado, 21 de agosto de 2010

ANUNCIOS

Ahora, en vacaciones, estoy más en casa. Y, como es natural, o no, veo más televisión. Quiero decir, que estoy más tiempo delante del aparatejo. Además de las noticias, me zampo series yanquis, los consabidos bichitos y alguna que otra cosa más. Esta ocupación, aun colateral, ha hecho que me fije más en los anuncios. A la fuerza ahorcan, porque yo creo que hay cadenas con más minutos de publicidad que de cualquier otra cosa. Salvando el de la “DGT”, que me sobrecoge cada vez que lo veo, quizás porque viví una situación similar con la muerte de mi melliza, y quitando los de perfumes, esencias y colonias, de los que no me entero de nada porque, en un susurro pretendidamente sugerente pero, en realidad, patéticamente pueblerino, sueltan un rollo en francés o en inglés incompatible con mi sordera, y sin haber hecho un estudio a fondo, un somero repaso de los que más se repiten cuando zapeo me ha hecho llegar a una desagradable conclusión: según ellos las mujeres, en general, son unas estreñidas antipáticas, aerofágicas a las que le pica la entrepierna y se les escuecen las ingles al andar. Además, sufren de almorranas congénitas, cuando no de pérdidas de orina irrefrenables. El asunto es de aurora boreal, vamos.

Hay donde elegir, pero todos cortados por el mismo patrón. Desde ése en que dos mujeres hablan en el metro de sus dificultades evacuatorias, o sea, una conversación de lo más normal entre mujeres, cuando, a una de ellas, la cogen dos guardias de seguridad y se la llevan en volandas al váter, se conoce que porque se estaba yendo por la pata abajo. Su interlocutora no porque, la muy marisabidilla, lleva en el bolso una especie de enema que se lo planta cuando quiere, y cuando y donde quiere hace ella el pastel de lo más divinamente. O aquél otro en que, otra mujer, sale del servicio de la oficina bailando compulsivamente después de haber dejado allí lo que traía de casa en las tripas, gracias a que ha tomado no sé que brebaje milagroso la noche antes. O ése más en que, otra mujer, se levanta de una silla que tiene un infiernillo al rojo vivo en el asiento. ¿Por qué? Pues porque las hemorroides no sólo le pican, sino que le arden. Y, ¿por qué este sufrimiento? Pues porque la muy tontuela no se aplica una pomada que deja el “Bálsamo de Fierabrás” a la altura del betún y que encoge las varices anales hasta el píloro. Está la funcionaria odiosa que mortifica al pobre administrado porque no depone como debe ser. O aquella otra con el estómago lleno de peces globo. O esa jovencita que pregunta a su madre qué es lo que debe hacer cuando le pica “ahí”, mientras se señala las bajeras. Y, para terminar con este catálogo cutre, la vecina que se queda embelesada ante un cateto saltimbanqui, porque el tal se ha teñido las canas. O sea, lo dicho, un rosario casposo de estereotipos, a cual más asquerosamente denigrante.

Y, a todo esto, ¿qué dice nuestra inefable Bibiana Aydiós y su cohorte de militantes feministas? Pues nada, ni pío. Ellas están en el asunto de la cosificación de la mujer como objeto sexual. Y no las saques de ahí. O sea, obsesionadas con el sexto mandamiento, como los curas ultramontanos de antaño. Dizque vigilando para que no se dé una imagen femenina que contravenga los cánones de lo políticamente correcto. ¡Agárrame esa mosca por el rabo! Y qué quieren que les diga, yo debo de ser muy torpe o un machista redomado o las dos cosas, porque, si hay que elegir, prefiero la imagen aquella de una mujer sexualmente liberada que va en busca de un maromo para beneficiárselo (al fin y al cabo, con todos los matices que se quiera, gracias a la coyunda estamos todos aquí), que la de una pedorra irredenta o una guarrindonga que suelta la sobrecarga en el váter de la oficina, les deja el regalito apestoso a los compañeros de trabajo y, encima, sale bailando espasmódicamente, como una posesa histérica. Lo cual que, entre el canalillo macizo o el lastre escatológico, yo me quedo, sin dudarlo, con el canalillo. Y ya se puede poner la Bibiana como se ponga.

viernes, 13 de agosto de 2010

DE PERIÓDICOS

Disfruto leyendo periódicos. O, quizás, lo que me gusta realmente es oficiar la ceremonia de su lectura. Suelo comprar dos cada día, a veces tres, y es un placer comenzar a leerlos con una buena taza de buen café al lado y un cigarrito humeante en los labios. Ahora, de vacaciones, me sigo levantando temprano. Y temprano voy al quiosco, los compro y vuelvo a casa a regodearme con ellos. El resto del año, me entrego a este onanismo periodístico en algún rinconcito de la barra de un bar. Y, cuando estoy enfrascado en la lectura, me molesta hasta el vuelo de las moscas. El hecho de que me interrumpan con un saludo, o una palmadita en la espalda, o un “¿me pasa usted el servilletero?”, me saca de mis casillas. Claro que son riesgos que asumo como inevitables, y que han dado lugar a anécdotas en las que he sacado a paseo los matices más repelentemente antipáticos y chinches de mi carácter. Que ya es ansia. Porque, no siempre, afortunadamente, pero con una frecuencia más alta de lo deseable, entra en escena algún cataplasma que me descompone el genio.


En los últimos años de trabajar en el Centro, yo ritualizaba en el Pepe Jerez. La ventaja de estar cada día, como en la sevillana, a la misma hora y en el mismo sitio, es que vas conociendo a los parroquianos que te rodean y catalogándolos, como una manera de prevenir asaltos y fraguar, en su caso, pequeñas venganzas. Por entonces, allí llegaba cada día un personaje que me ponía descompuesto. Entraba en el bar con los ojos espantados, oteando la barra como el Capitán Ahab a la búsqueda de Moby Dick. Y, antes de llegar a la barra y pedir consumición alguna, expelía ya la pregunta que me repateaba: “¿Está por ahí el periódico de la casa”? Cuando lo trincaba, hacía presa y, con un café y un vaso de agua, se tiraba con él el tiempo que fuera necesario. Que yo creo que se leía hasta el canto de las páginas. Así un día tras otro. Y así, un día tras otro, le fui cogiendo al tío una tirria galopante. Por su tacañería y, sobre todo, por su egoísmo desaforado, pues poco le importaba al sujeto que hubiera gente esperando a que acabara de leerlo para poder echarle un vistazo. Yo intuía que un ansia viva como ése, antes o después, caería. Y, ¡vaya si cayó!


Una gloriosa mañana de otoño, andaba yo oficiando cuando entró el susodicho. El camarero, Javier, liado como estaba con los cafés y las cachuelas del respetable, no se percató de que “el periódico de la casa” estaba emboscado entre el botellerío. Por eso, a la pregunta de rigor y tras un vistazo a la barra más protocolario que efectivo, contestó: “Está ocupado”. Dado que yo era el único lector que había allí en ese momento, el individuo me detectó y, a paso ligero, se puso a mi lado, esperando cazarlo en cuanto yo terminara la lectura. Y ahí fue la mía, porque le di una ración atiborrante de su propia medicina: allí estuve 20 minutos largos regodeándome en su desesperación. Por dos veces llegué a la última página y, por dos veces, reinicié desde la primera deteniéndome en cada artículo, en cada noticia. Entretanto, el “cicato” estaba tan al borde del sopitipando que (¡cuánto debió de dolerle!) hasta pidió un segundo café. Cuando iba por el quinto vaso de agua, decidí poner fin al martirio. Cerré el periódico, lo doblé e hice ademán de dejarlo en la barra. Y en el momento en que, de reojo, vi que alargaba sus zarpas para cogerlo, hice un rápido y felino movimiento, me lo coloqué debajo del brazo y me despedí. Rojo de ira, se interpuso en mi camino y me espetó: “¿El “HOY” es suyo?”. Mirándole a los ojos, remarcando cada sílaba, le respondí: “Evidentemente, amigo”. Y, echando mano de Cantinflas, rematé: “Hasta la pregunta es necia”. Mientras él quedaba allí, tieso y bufando, yo me fui, pausado el paso, con un exultante recochineo que se me notaba hasta de espaldas. Tan eufórico iba tras faena tan memorable que, al pronto, la puerta del bar se me antojó la del Príncipe, y en un tris estuve de darme la vuelta y enarbolar el periódico ante el respetable, cual si fueran las dos orejas y el rabo del morlaco.