domingo, 22 de diciembre de 2013

LA MÚSICA Y EL AÑO QUE SE ESCAPA


Parece que estas fechas, en personas de edad provecta como la mía, son momentos propicios para echar la vista atrás, poco, y recontar lo que el año que ya pasó haya dado de sí. Saber si hemos estado a la altura del paso de su tiempo, si hemos sabido responder a su inexorable máquina demoledora. Y si todo este tinglado que nos rodea y rodea nuestra vida y nos la condiciona, ha servido para algo más que para descorazonarnos. Porque en momentos como éste mismo en el que escribo, escuchando, cascos de por medio, La Pasión según San Mateo de Juan Sebastián Bach, esta maravilla que me hace dudar de mi agnosticismo más que cualquier razonamiento, (cómo razonar la sinrazón de la fe), el mundo exterior no existe si no es porque escribo. Espejismo emocionante, y para mí incomprensible, que viene a ser la música cuando quieres que así sea. Imaginas que la traes al terreno de tu corazón y ella, sumisa, se aviene a ese capricho, haciéndote creer que manejas los hilos del sentimiento imparable que te produce. Cuando el proceso es del todo inverso, porque es tu corazón el que va hacia ella, dócil y entregado, para que acompañe su pulso y lo guíe por ese camino anárquico e inseguro por el que sus latidos sueñan. La vida, entonces, queda suspendida en un embrujo inexplicable, mientras ella forma un escudo que te protege de las agresiones que el mismo hecho de vivir esconde. Y escuchas el Erbarme dich, mein Gott, y tu agnosticismo se va a hacer muchas gárgaras y poco importa que la contralto implore piedad a un dios que desconoces, porque tú andas volviendo a la infancia y a esas eternas tardes de verano en las que te embebías de esta aria con la compulsión de un novicio. Y das gracias a tu vida por poder hacerlo, por tener la oportunidad de sentir de nuevo la felicidad sosegada de aquellos momentos en los que la angustia era una compañera agradable que te servía de inspiración.



Vaya. Empecé este artículo, soliloquio al fin, hablando del recuento que en estas fechas me parecía obligado hacer de las calamidades o las venturas recibidas de este año que, irremisible, se escapa, y me he ido por los cerros de Bach, de la música y de su capacidad de defenderte de la idiotez circundante y de los idiotas que la enarbolan. Y el núcleo de lo que pensaba escribir se me ha escabullido entre corcheas y añoranzas. En la época en que yo andaba por Madrid, integrando una célula que se pretendía inmersa en la más pura ortodoxia leninista, estos devaneos de sensiblería musical hubieran supuesto mi expulsión inmediata del paraíso progresista, y el haber sido arrojado, sin piedad al infierno del submundo pequeño burgués, donde recibiría tizonazos de desprecio revolucionario. El sectarismo fascistoide es lo que tiene. Pero, en fin, aquello me sirvió para curarme de espanto y aguzó mi instinto para oler las derivas autoritarias, rojas o azules, apenas éstas asoman su pezuña por debajo de la puerta doctrinaria. Por muy enguantadas en disfraces democráticos en que pretendan escudarse. Lo digo porque, después de dos años de legislatura nacional, todos los problemas económicos y todas las medidas, tantas veces despiadadas, que este gobierno ha tomado para combatirlos se han cargado en la cuenta, primero, de la crisis y la herencia envenenada que el suricato sonriente e inane nos dejó y, después, en las órdenes taxativas que venían de ese galimatías nebuloso e ilusorio, patraña institucionalizada, que es Europa. Y ahí salía Montoro, ese “manos tijeras” de pacotilla y voz nasalizada, arreando estocadas y navajazos a funcionarios, jubilados, autónomos, parados y trabajadores de cualquier especie. Y, encima, erguido, chuleando y con la pretensión de que los expoliados le diéramos las gracias por atracarnos. Este año, a costa del sacrificio de todos menos de ellos, o sea,  de la casta de superhombres engreídos que nos gobiernan en cualquiera de los poderes y divisiones del Estado, parece que “los parámetros macroeconómicos auspician un atisbo de recuperación”. Dicen o así. En cualquier caso, de entrada, servirá para que, como hasta ahora, los que ganan, ganen más y los que pierden, sigan perdiendo más. De modo que ya llegó el momento de cumplir el programa electoral por el que los ciudadanos les dieron holgada confianza y que, de aquí para atrás, las circunstancias exteriores han impendido llevarlo a cabo. La economía, a pesar de estar suspendida de alfileres, debe pasar a segundo plano, y la ideología debe venir a ocupar el protagonismo que la Historia reserva a los elegidos. “Y ahí es cuando”, que dijo la puta cuando se compró el colchón.

Y tanto que es así porque si el protagonismo de Montoro ha sido doloroso, de poco acá uno de los que ha tomado el relevo de la desdicha ha sido el ministro del Interior, Fernández. El neumotórax más severo, a su lado, no pasa de ser un ligero catarro. Si es que de libertades estamos hablando, que digo yo que sí, porque las leyes de Seguridad Ciudadana y de Vigilancia Privada que se ha marcado, caminan a pasos agigantados hacia una oscuridad pringosa que ya habíamos olvidado. Con la excusa de reprimir los desmanes de los vándalos, el ministro Fernández pone a los pies de los caballos a la ciudadanía, penalizando sañudamente el ejercicio de libertades fundamentales, al tiempo que modifica la calificación legal de muchos supuestos que, falazmente, pasan de delito a falta, con lo que el ciudadano denunciado queda, sin amparo judicial, al albur de la policía, que goza de la “presunción de veracidad”. En pleno frenesí represor, ha encargado, a razón de medio millón de euros, un primer camión manguera, dizque para apagar los contenedores que los extremistas quemen. Y, para aprovechar el viaje,  disolver a manguerazos las protestas de los ciudadanos achicharrados. Embalado como está, capaz es de formar somatenes con los guardias privados y volver a vestir de gris a la policía nacional. Y así el escenario se completa para la pesadilla, con Fernández, transmutado en Camilo Alonso Vega con trufas de Arias Navarro y luciendo la evocadora capa de la Sacra Orden Constantiniana.
El ministro Fernández, el del círculo, en una reunión de la Sacra Orden Constantiniana.


¿El resumen del 2º año triunfal? Pues que lo despedimos más pobres y menos libres. Y a ver que nos depara el tercer acto de esta tragedia regresiva. Así que yo me vuelvo a poner los cascos, le doy al “repeat”, y me aíslo en la música para respirar aire limpio. Y ahí me las den todas, que alguna ventaja teníamos que tener los pequeñoburgueses. 

domingo, 8 de diciembre de 2013

NUESTRO PERRO

Chaqui, defendiendo de intrusos su territorio.
Apareció, una tarde del mes de julio, va para trece años, en la cancela de nuestra casa. Tendría apenas tres meses y era un par de orejas enormes en un cuerpo menudo y esquelético lleno de hormigas, y una mirada tristísima y acobardada que te partía el corazón. No sé de dónde vino, pero creo que se acurrucó en aquel rincón para dejarse morir. Intenté cogerlo y librarlo de las hormigas que le recorrían el cuerpo, pero era empresa imposible. No bien me acercaba a él, huía renqueante y chillando de forma lastimera, con el rabo entre las patas, escarmentado, sin duda, del trato inhumano recibido. Sin embargo, en cuanto desaparecía de su vista, el animalito volvía al rincón impulsado por una querencia inexplicable. Afortunadamente mis hijos, que para los animales son una triple reencarnación de Francisco de Asís, Rodríguez de la Fuente y el santo Job, estaban de vacaciones y pudieron elaborar una estrategia dirigida a que el cachorro perdiera el miedo y adquiriera confianza. Empezaron por dejarle agua y comida junto a su refugio, para después esconderse detrás de los setos y observar si se acercaba a comer. Esta fase del plan duró una semana. Lo que el perro quiso. Venía a comer y a beber y, aunque al sentir la presencia de mis hijos se alejaba, a medida que pasaban los días lo hacía con menos miedo y a menor distancia. Iba engordando y, quizás, se sentía más seguro y más confiado. Y, una mañana, se quedó allí, sin moverse, mirándolos con sus ojillos ya más alegres que atemorizados. Durante dos o tres días, dentro de la segunda etapa terapéutica, le hablaban sin abrir la verja y él los escuchaba con sus enormes orejas de punta. La primera vez que, verja de por medio y en un alarde de valentía por su parte, se dejó acariciar, se meó temblando, pero aguantó el pánico y empezó a mover el rabo. Mis tres expertos decidieron, entonces, que era el momento de abrir la cancela. Así lo hicieron y Chaqui, al que habían bautizado con ese nombre por su parecido a un chacal, atravesó la barrera pasito a paso, muy despacio, parándose a cada momento, hasta llegar a donde estaban. Y se acostó. Estaba claro que la “terapia de sociabilización”, que diría un cursi posmoderno de los muchos que pululan por ahí, había sido efectiva.

 Los días siguientes, el garabito se dedicó a explorar, con la nariz a ras de suelo, todos los rincones del jardín, meando a cada poco para marcar su territorio. Y a partir de ahí se hizo dueño y señor del terreno acotado, vigilando la presencia de cualquier bicho, sabandija o alimaña que se atreviera a entrar en él. Y resultó ser un depredador sin escrúpulos. A lo largo de estos años se ha cargado y, en algunos casos engullido, entre otros, a gallinas, conejos, lagartos, lagartijas, topos, ratas, ratones, culebras, sapos, tritones, grillos, escarabajos, mirlos, urracas, gorriones y erizos. Con estos últimos utiliza una táctica similar a la de los contertulios pelmazos, con la diferencia de que a él le sale bien. Como esos bichos se transforman en una bola de púas imposible de penetrar con los dientes, la forma que tiene de acabar con su resistencia es ladrar y ladrar a su lado, durante dos, tres o más horas, inasequible al desaliento, hasta que el infeliz acaba muriendo de aburrimiento o de un ataque al corazón, qué sé yo. El caso es que las casca. A algunos los he podido salvar, alejándolos de la tortura con una pala. Pero si el asunto es por la noche y yo no actúo (como es natural, que no estoy para levantarme en pijama y adentrarme en tinieblas procelosas para salvar erizos) el desdichado amanece tieso de todas, todas. También teníamos una gata que fue víctima de su carácter cansino. Estableció con ella una relación de amor-odio muy curiosa. Dormían juntos por la noche, el perro hecho un ovillo y la gata otro más pequeño, encastrado entre sus patas. Pero, no bien amanecía, comenzaba a perseguirla sin darle tregua y, muchas veces, enganchaba el rabo entre sus dientes y la lanzaba al aire para volver a cogerla al vuelo. Como si fuera una pelota. La animalita se pasaba los días encaramada en los árboles, hasta que llegaba la noche y la relación volvía a ser plácida. Comían juntos y a la piltra. Un día desapareció, sin duda harta de aguantar matraca, y no volvimos a verla. A veces pienso si Chaqui no acabó comiéndosela.

 En fin, en estos años se ha integrado en el paisaje de nuestro hogar, con su espíritu dócil y libre en perfecto equilibrio, rompiendo toallas y aspersores hasta que dejó de hacerlo, sin consentir un collar en su cuello, terco como una mula, cariñoso y fiel. Con la edad, ha serenado sus arranques y se ha vuelto más mimoso. Echa de menos a mis hijos no sé si tanto como yo. A veces, mientras él dormita, los llamo a voces como si estuvieran aquí, y él se despierta y salta como un resorte camino de la cancela. Y yo lo acaricio y él me lame y, así, nos consolamos mutuamente de sus ausencias. Desde hace dos inviernos arrastra una pequeña cojera reumática, con lo que se mueve menos y se pasa más tiempo repanchingado en el césped. Eso le ha engordado un poco y le ha hecho perder vitalidad. Se está quedando sordo y sus ojos, saltones y algo nublados, han perdido la viveza de antaño. Cuando al atardecer vienen las bandadas de gorriones a dormir en los árboles con su jolgorio chirriante, los mira triste, incapaz de cazarlos al vuelo como antes, envidioso, tal vez, de su descarada juventud. Y cuando cae la noche, en medio del jardín, ladra a la oscuridad quizás llamando a la sombra de lo que fue. Ya se le van notando los años a nuestro perro. Igual que a mí.