sábado, 28 de febrero de 2015

GORRONES

Mientras escribía el artículo de la semana pasada sobre el problema griego, bullía en mi cacumen, en esa zona donde albergamos el sentido del humor que nos pone a cubierto del desánimo, el tema de los gorrones. Digo de los cotidianos, de esos que alguna vez hemos tenido que soportar con nombre y apellidos o incluso de forma anónima y colateral. Cuando se te acerca un ejemplar de esta especie, bien directamente, bien adherido a un tercero conocido, ahora cómplice involuntario, y, al engatuse, sin ser Montoro, te nubla el entendimiento con su embauco sacacuartos para dejarte el bolsillo tiritando y la cara de tonto en lo alto, estás tú como para acordarte de Tsripas, de  la deuda griega o de la madre que los parió. La inmediatez del ataque sablista te hace olvidar la transcendencia de lo supranacional e, incluso, de lo intergaláctico, porque andas concentrado en el reniego y en el ‘¡maldita sea mi estampa, la cara que tiene el tío este!’.

El DRAE define gorrón como aquél que tiene por hábito comer, vivir, regalarse o divertirse a costa ajena. Nada que objetar al respecto, faltaría más. Pero dado que, al fin y al cabo, se está hablando de miserias humanas, podría añadirse al estigma definitorio una coletilla que lo hiciera más matizado, más trompetero, cual puede ser: “... haciendo de este hábito, en ocasiones, razón de su existencia”. Hay muchas especies distintas dentro de la familia gorrona, pero voy a referirme sólo a la más conocida, la que más prolifera, aquella de la que somos víctimas en más ocasiones: El chupón de barra. Ese que te gañotea con desparpajo el café mañanero o las cañas del mediodía; o el que se escabulle como un lirón careto justo antes del pago; o el que estando solo bebe vino peleón y cuando le invitas se vuelve sumiller  tres tenedores y se avienta un gran reserva que te deja la cartera llorando. De esos he conocido yo unos pocos a lo largo de mi vida. Afortunadamente, los años me han dado el coraje suficiente para espantarlos de mi lado una vez descubiertos. Unas veces con indirectas, otras con un ataque frontal y expeditivo.

Para mí, de entre ellos, el paradigma de esta familia mamona es un exfuncionario de la universidad, docente para más señas y ahora no sé si emérito, que estaría de Dios, Leopolda. Apodado Gandhinus por el grupo de iniciados, no había celebración que perdonara, ya fuera boda, cumpleaños, patrón o ágape académico de cualquier índole. Allá se presentaba él, como el gato resucitado al olor de las sardinas, con sus guedejas pringosas y su salivilla en la comisura de los labios, a dar buena cuenta de las viandas
ofrecidas que devoraba a una velocidad increíble. Mientras duraba la cuchipanda, hacía un barrido de platos espectacular, yendo de mesa en mesa con la boca siempre llena y demostrando una pericia zampona vertiginosa, fruto, sin duda, de muchos años de aprendizaje. No contento con llenar su panza a rebosar, iba siempre provisto de una o más bolsas de plástico en las que, a los postres del convite, introducía los restos del naufragio (jamón, queso, aceitunas, bollos de pan...), que se llevaba a su guarida. Posiblemente, el ser más miserable que haya tenido la desgracia de conocer. El tipo, por otra parte, demostraba tener menos dignidad que un mojón de carretera. Pero ya se sabe, como dice el refrán, “muera el gato, muera harto”.


Otro que no le va a la zaga es también funcionario de universidad. Esta vez diré que no docente, para que mi amigo Agustín, gran degustador de café con aceitunas, no me tilde de sectario. Dejé de saludarle por los pasillos después de que por tres veces no contestara al mío. Según me dijo no hace mucho, de forma impertinente y algo alterada, no lee periódicos de ningún tipo ya que ‘todos son mierda’. Como si a mí me importara lo que 
pueda leer o no el individuo. En cualquier caso, me imagino que habrá cambiado de parecer o habrá hecho una excepción conmigo, porque esta semana ha publicado en estas páginas una crítica a mi último artículo, al que calificaba de simplista o simplón, no recuerdo bien y bien poco me importa. Aprovechaba para solidarizarse con los griegos apelando a un humanismo ramplón y tópico, no sé si por convencimiento ideológico o, (por ahí me inclino más), al sentirse identificado y, por tanto, aludido, por el calificativo de ‘gorrón’ que aparecía en mi escrito. No estaba pensando en él, pero él quizás sí. La relación más cercana que tuve con el susodicho fue hace años, cuando después de tres días bebiendo tubos gratis que, entre otros, pagaba un servidor, le insté a que se retratara, ‘pagadoramente’ hablando. Me soltó un rollo de la precariedad del becario y la injusticia de sistema que corté de raíz. Llamé al camarero, le dije que me devolviera el importe del tubo de cerveza que él se había bebido y que tuvo que abonar, y lo invité, sí, a hacer la revolución que quisiera. Pero no a mi costa, por supuesto. Porque hasta ahí podíamos llegar, Varoufakis.

sábado, 21 de febrero de 2015

LA ILUSIÓN EUROPEA

Durante el poco tiempo que estuve trabajando en la Editora Regional, casi a diario desayunaba con un amigo, excelente persona, que estaba pasando por una mala racha económica. Conociendo su situación, no me importaba en absoluto invitarlo. Antes al contrario, lo hacía sin ningún tipo de reticencia y, por supuesto, sin el menor atisbo de reproche o de crítica, considerando el asunto como un hecho normal entre amigos. Cierto es que, como a pesar de sus esfuerzos por evitarlo, la situación se dilataba, empecé a notarlo cada vez más incómodo. Hasta que llegó el día en que, incapaz de resistir más su papel y su silencio, me confesó lo avergonzado que se sentía por la imagen de gorrón que pudiera estar formándome de él. Todos mis intentos porque borrara de su cabeza semejante idiotez, apelando a nuestra amistad e, incluso, a la esperanza tranquilizadora de un futuro venturoso en el que pudiera corresponderme, resultaron baldíos. Sentía que estaba abusando de mi generosidad y no estaba dispuesto a consentirlo más. Así que me dio un ultimátum: Dejaría de desayunar conmigo a no ser que, y ahí es donde la puerca torció el rabo, le dejara dos mil pesetas para que él pudiera invitarme a mí. No sé la cara que puse pero debió de ser todo un poema digno de la mejor de las antologías. Sobreponiéndome al desconcierto que me produjo propuesta tan surrealista, le pedí, balbuciente, una tregua de 24 horas para comunicarle mi decisión. Lo hice en fecha y forma con una salida aún más abracadabrante que su oferta, que él aceptó de buen grado: los días que le tocara invitar, pagaría yo, e iría anotando el montante de su deuda en una libretita de papel cuadriculado ad hoc. Llegado el momento en que su economía se recuperara, me abonaría le deuda y santas pascuas. Por supuesto, de libreta y deuda nunca más se supo, ni falta que hacía. Pero yo me ahorré dos mil pesetillas.

Algo parecido a esto es lo que está pasando con los griegos, sus rescates y la deuda que soportan con la Unión Europea. Con el agravante de que el nuevo gobierno surgido de las últimas elecciones, a pesar de ser consciente de la situación de ruina absoluta en la que se encuentra el país, lejos de adoptar una actitud, no digo que sumisa, pero sí al menos razonable a la hora de negociar una prórroga o una extensión de su deuda, ha irrumpido en plan “siete machos” sacando pecho como palomo buchón y desperdiciando el poco tiempo que le queda en bravatas, amenazas y fanfarronadas arrabaleras. El gobierno de Tsripas, atrapado entre unas promesas electorales frívolas e imposibles de cumplir, con las que se ha aupado al poder de forma irresponsable, y unas obligaciones que cumplir con la Unión Europea, anda metido en una encrucijada que no se arregla a base de chulerías y desplantes, sino de sentido común, mano izquierda y política de Estado. Porque los números son tozudos: doscientos sesenta mil millones de euros invertidos por la UE en dos rescates, los años 2010 y 2012. Eso sí, con una carencia de 30 años para el pago del principal, que no está nada mal, y a un interés del 2,5%, uno de los más bajos del mundo en cuanto a la financiación de países se refiere. Sin olvidar una quita, efectuada en 2012 y que muchos, con coleta o sin ella, parecen haber olvidado de forma interesada, del 53,5% de deuda privada, que supuso una condonación directa de cien mil millones de euros más. Ante esto, lo normal es que los deudores exijan a Grecia un plan de gobierno que garantice, al menos, el pago de los intereses. Y como a la fuerza ahorcan, aunque de entrada el ministro Varoufakis más parecía verdugo que víctima, al fin reculó y ha
solicitado una prórroga de la ayuda financiera europea para los próximos seis meses. Con unas condiciones ambiguas que Alemania, de entrada, no acepta, y que al gobierno griego le da la posibilidad de escenificar antes sus electores un paripé de resistencia antitroika y antirrescate. A la hora de escribir este artículo el asunto no está dirimido, pero me atrevo a aventurar, y ojalá no me equivoque, que este primer paso se acabará dando, toda vez que el tira y afloja entre Merkel y Tsripras más parece un juego político de consumo interno que un escollo insalvable. De cualquier manera, en caso de que se apruebe por los ministros de Finanzas del Eurogrupo, (y ha de ser de forma unánime), deberá ser corroborado por el Parlamento alemán antes de la medianoche del próximo día 28, que es cuando vence el programa actual de ayuda a Grecia. De no ser así, casi con toda seguridad, el país entraría en bancarrota. Un desastre comunitario sin paliativos.

Después de todo lo leído, escuchado y visto sobre el tema, con tantas opiniones dispares y contrarias, y con tantos puntos de vista antagónicos e irreconciliables, la conclusión a la que llego ha sido el resultado de un viaje para el que no necesitaba alforjas ideológicas, ni datos económicos, ni otro conocimiento que el que dan años de atención: Que la Unión Europea es un ente de razón, la estructura formal de un mismo sofisma repetido y secular, una realidad ficticia sin más sustancia que la que exigen las leyes comunitarias y la congruencia a la que obliga una misma tela de araña política e institucional tejida a machamartillo durante estos años. Por detrás del telón y la parafernalia, toda la hipocresía de una convivencia forzada entre cofrades asimétricos: mucho reglamento, mucha burocracia, cortesía protocolaria, alguna alharaca y poco más. O sea, “puritito zangoloteo”, que diría Cantinflas.

sábado, 14 de febrero de 2015

EL 'MAKOI' FOSFORITO

No andaba yo todavía recuperado del sarpullido que me supuso el discurso de fin de año de Monago, tan pleno de fanfarria esdrújula y autocomplaciente, y aún sin cicatrizar el desgarro emocional que sufrí viendo la desfachatez imperdonable con la que masacró, con motivo de su última comparecencia a cuento de los viajes canarios, ese hermosísimo poema de Lorca que es Ciudad sin sueño, cuando, de improviso,  me asalta con el pistoletazo oficial de salida de la campaña electoral. Mermado en mis defensas y todavía convaleciente de dos agresiones consecutivas tan inmisericordes, he tenido que echar mano de toda mi capacidad de resistencia para salir medianamente incólume de esta última prueba. Con la angustia añadida de saber, para mi desgracia, que ella es tan sólo la punta de un iceberg bajo la que se encuentran, al acecho, casi cuatro largos meses de embestidas propagandísticas a las que se unirán con ahínco las restantes formaciones políticas. La intemerata, vaya.

Ignoro a quién corresponde el honor de haber realizado el diseño de esta campaña “novedosa, austera, diferente a lo que se ha hecho hasta ahora”, pero sabiendo que Fernando Manzano, a la sazón presidente de la Asamblea y, por tal, primo de su chófer, es presidente del comité y director político de la misma, intuí que mis expectativas estupefacientes no iban a ser defraudadas. Y cuando leí, en la página del PP, que se había “producido un libro blanco –limitado y enumerado (sic) en 5.000 ejemplares- que abandona el tradicional y antiguo folleto de campaña”, tuve la certeza de que mis presentimientos iban bien encaminados. Mis esfuerzos se dirigieron, entonces, a conseguir tamaña joya bibliográfica “enumerada” y, por lo visto, no “traspolable” de ninguna de las maneras dada su originalidad sin igual. Lo conseguí y he de confesar que, en el momento de tenerlo en mis manos, me embargó una emoción indescriptible. Con formato similar a la carátula de un disco compacto, en letras negras sobre un fondo blanco e inmaculado, reza un contundente HACEMOS EXTREMADURA. Por bajo, encima del “enúmero”, puede leerse “Limited edition”, todo un alarde de sutileza políglota e internacionalista. Es en la segunda de cubierta donde se nos explica el porqué del blanco, que no es otro que el deseo de su creador de parangonarlo con el famoso White Album de los Beatles. Tendría que haber previsto, sin embargo, que este álbum ni iba a llamarse así, sino A Doll's House, ni, por tanto, iba a ser blanco. Y no nació, como afirma imprudentemente el atrevido relator, por un deseo de “editar un material muy especial, novedoso, que contrastara con todo lo que se estaba realizando en su tiempo”. En realidad resultó un álbum en cierta forma fallido por irregular, que supuso el principio del fin de la banda, y su grabación fue una tormentosa sucesión de incidentes, deserciones y egoísmos, con enfrentamientos incluso físicos entre ellos. De modo que mal empezamos con las apoyaturas culturales. Pero ya se sabe, la ignorancia es atrevida, y si cuela, cuela.

El lugar del disco lo ocupa un librito de apenas 40 páginas y se abre con una antigua fotografía de Monago que, con tres o cuatro años, posa en calzoncillos sosteniendo un bolígrafo entre sus manos; se cierra con otra actual del mismo en idéntica pose, pero ya, como es natural, vestidito con camisa y pantalones vaqueros de lo más aparentes. Alfa y omega de Extremadura, no digo más, condensadas en dos fotografías alegóricas. Entre ambas, por si no querías leche toma tres tazas, más fotos del susodicho de frente y de perfil, serio y sonriendo, sólo y acompañado, con corbata y sin ella, intercaladas con información “contrastada” de los supuestos logros conseguidos en la legislatura. Como en el discurso de fin de año, vuelve la burra al trigo y hay verdades a medias que, ya se sabe, no mienten pero tampoco dicen la verdad. Ni atisbos de un listado no digo de promesas, que iría en contra de la metafísica innovadora del asunto, pero sí al menos de intenciones, de proyectos no realizados. Qué se yo, un adarme siquiera de autocrítica, de sensatez. Aunque, por mor de mi impaciencia, cabe la posibilidad de que esté precipitándome en esta última apreciación y ande poniendo el carro delante de los bueyes. Pues dado que el álbum de los músicos era doble, quizás esté prevista una segunda entrega, por supuesto también “enumerada”, en la que se nos informe de un programa de gobierno digno de tal nombre, que refleje negro sobre blanco todo lo que, el futuro presidente, piensa que falta por hacer. Y, sobre todo, si pondrá todo su empeño en hacerlo. El librito, la verdad, me ha parecido una retahíla infumable y empachosa de imaginería visual y literaria. Un petardo egocéntrico marca de la casa. Como el spot que lo complementa, que es igual de petardo pero con voz y movimiento, o sea, más cargado de bombo, que decía el otro. En él, además de toda la letanía de éxitos, podemos gozar viendo a nuestro protagonista, inasequible al desaliento, en plan ‘makoi’ fosforito corre que te corre por esos campos extremeños.


La verdad es que esta última metáfora me supera, no sé muy bien si por arriba o por abajo. Aunque mucho me temo que, viniendo de la factoría que viene el asunto y conociendo la capacidad tendente al infinito que Manzano tiene para asombrarme, el pasmo esté más cerca de lo cutre que de lo sublime. Sólo a él se le ocurriría vestir al candidato de ‘cani’ refulgente y hacerlo corretear por ahí, sin ton ni son, con cara de circunstancias. Y ahora que caigo, digo yo: ¿a dónde iría este muchacho con tanta prisa?
Corre que te corre
Manzano cascabelero.

sábado, 7 de febrero de 2015

RECUERDOS CON VIAJE

Dicen que, a medida que cumples años, vas perdiendo memoria reciente al tiempo que ganas memoria remota, como si una se fuera retirando para dejar hueco a la otra. Así, nos olvidamos de lo que comimos ayer, pero recordamos con todo tipo de detalles, gustativos y olorosos, el sabor de las croquetas de carne que comíamos 50 años atrás; se borra de tus enjundias el nombre de personas a las que tratas con frecuencia, pero te salen de carrerilla, con sus dos apellidos, el de compañeros de colegio a los que no ves desde la infancia. A mí me ocurre, y espero no ser un caso aislado. Quizá sea un mecanismo, programado por la naturaleza, para defenderte del presagio de un silencio sombrío y cierto; una forma de huir de lo inexorable que sientes al acecho de tus pasos; un refugio fantasmal, nublo, melancólico, en el que soñar reviviendo un pasado que te hizo ser el presente que ahora eres. No sé, el caso es que, a medida que cumplo años, voy notando no tanto que mis recuerdos lejanos se amplían, como que la nitidez con la que me asaltan es cada vez mayor, más diáfana. Esto hace que mientras estoy absorto en ellos, transido a veces, ensimismado, viva la ilusión de estar de nuevo allí, en aquel tiempo recuperado del olvido que adquiere casi presencia física y palpable. Serrat, en una hermosísima canción, Los recuerdos, que, afortunadamente, ha logrado salir indemne de la masacre ‘sabiniana’, dice: Y por más que tiempos felices / saquen a pasear de la mano, / los recuerdos suelen ser tristes / hijos, como son, del pasado, / de aquello que fue y ya no existe. Y sin embargo, no. Yo creo que la tristeza no es, ni mucho menos, consustancial a los recuerdos, sino a nuestra certidumbre irremediable de que lo son.


Una de las última veces que llevé a mi hija Ángela a la estación de trenes de Badajoz, quizá poseído por la melancolía de una despedida incentivada, en esta ocasión, por la metafísica del escenario, me vinieron en tromba imágenes de viajes realizados en mi infancia y mi primera juventud. Al principio confusas y superpuestas, después, creo,  perfectamente localizadas. Sobre todas destacaron las de un viaje en tren nocturno Madrid-Badajoz, que hicimos mi hermana María Elena y yo en un verano de principios de la década de los 60 del siglo pasado. Llegados con tiempo a la estación de Atocha, fuimos los primeros en acomodarnos en nuestro departamento: 12 plazas enfrentadas 6 con 6, con asientos dobles forrados de un plástico descolorido, que poco a poco se fueron ocupando. Hasta instantes antes de que el tren partiera, las dos centrales de la fila enfrentada a la nuestra permanecieron vacías. Con el bocinazo que anunciaba la salida, se abrieron las puertas correderas e hicieron su entrada los dos viajeros que faltaban. Era una pareja curiosa por desigual. Abría paso un hombretón de mediana edad, cara ancha y cuadrada, tuerto del ojo derecho, con pantalón beis y sahariana de abultados bolsillos. La lucía a medio abotonar, lo que dejaba ver una pelambrera pectoral canosa y enredada, a juego con los pelos que asomaban por los orificios de una nariz chata y de narinas insolentes. En su cabeza, un sombrero tipo panamá de mimbre que mantuvo calado durante todo el viaje. Cargaba una enorme maleta asegurada con una correa ancha de cuero y, en bandolera, una talega anudada pendiente de una cinta que, en su tiempo, debió de ser blanca. Tras él, un hombrecillo menudo y frágil de traje gris, camisa abotonada hasta el cuello y una boina que, educadamente, se quitó al tiempo de entrar y dar las buenas noches. Como quiera que su compañero, con el maletón, había ocupado el hueco destinado a los dos, él tuvo que ubicar la suya, pequeña, entre sus pantorrillas. Apenas el tren hubo salido de la estación, el hombrón empezó con su monserga.


La verdad es que, vista con la perspectiva que da el tiempo, la tabarra que nos soltó, vociferada en público en aquellos tiempos franquistas ciertamente oscuros, (valga el pleonasmo), no dejaba de tener su punto de osadía. Porque con voz tronante y desagradable nos dio buena cuenta de una filosofía sui géneris que, entre imprudentes alusiones al dictador,  incluía renuncias a patria y bandera que no fueran los dineros. “¡Ni España, ni bandera, ni leches, mi patria es esta!”, repetía a cada poco mientras frotaba sus dedos pulgar e índice. Más de una hora duró la perorata, sólo interrumpida el tiempo justo de meter en sus fauces grandes bocados de un desmesurado bocadillo de chorizo que había sacado de la talega, y que devoró como un poseso. Acabado el refrigerio se levantó, se frotó la tripa con sus manazas y, mientras abría la puerta del compartimento, nos ilustró: “Voy al servicio, que con boñiga no descansa la barriga”. No bien el mostrenco hubo salido, el viejito, callado y encogido durante todo el tiempo que duró la arenga, se incorporó rojo de ira y, con voz atiplada y trepidante por la irritación, dando rienda suelta a su cabreo reconcentrado, explotó: “¡El ‘joío’ puto!, ¿pues no parece que ha ‘comío’ lengua? Claro, como no sabe francés, el tuerto cabrón este se ha tirado un año en Francia sin hablar y todo lo que no ha hablado allí en un año nos lo está soltando ahora a nosotros”.  El jolgorio fue unánime. Y breve. Porque eso fue todo lo que le dio tiempo a decir. El evacuante parlanchín, que debía de ser de escape rápido, apareció en la puerta ajustándose los pantalones. Así, el hombrecillo volvió a encogerse, y el silencio, sólo interrumpido por el traqueteo monocorde del tren, se adueñó del ambiente. Ahí fue cuando yo me quedé dormido, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermana. Y, la verdad, ahora no recuerdo si me desperté llegando a Badajoz o ha sido hace nada, apenas un suspiro antes de empezar a escribir estas líneas.

Silencio,
silencio solo de niño.
No este silencio de ahora,
no este dolor repetido.
Silencio que era cariño
ignorante,
acurrucado en el nido.

No este silencio de ahora,
silencio de ayer, dormido,
es el silencio que quiero,
no el de ahora,
el de ayer, el de los besos,
el del corazón rendido,
el de la canción temblada
en un tierno escalofrío.

No el de ahora,
quiero el silencio de ayer
para ganar la batalla
al silencio. Y al olvido.