Dicen que, a medida que cumples
años, vas perdiendo memoria reciente al tiempo que ganas memoria remota, como
si una se fuera retirando para dejar hueco a la otra. Así, nos olvidamos de lo
que comimos ayer, pero recordamos con todo tipo de detalles, gustativos y
olorosos, el sabor de las croquetas de carne que comíamos 50 años atrás; se
borra de tus enjundias el nombre de personas a las que tratas con frecuencia,
pero te salen de carrerilla, con sus dos apellidos, el de compañeros de colegio
a los que no ves desde la infancia. A mí me ocurre, y espero no ser un caso
aislado. Quizá sea un mecanismo, programado por la naturaleza, para defenderte
del presagio de un silencio sombrío y cierto; una forma de huir de lo
inexorable que sientes al acecho de tus pasos; un refugio fantasmal, nublo,
melancólico, en el que soñar reviviendo un pasado que te hizo ser el presente
que ahora eres. No sé, el caso es que, a medida que cumplo años, voy notando no
tanto que mis recuerdos lejanos se amplían, como que la nitidez con la que me
asaltan es cada vez mayor, más diáfana. Esto hace que mientras estoy absorto en
ellos, transido a veces, ensimismado, viva la ilusión de estar de nuevo allí,
en aquel tiempo recuperado del olvido que adquiere casi presencia física y
palpable. Serrat, en una hermosísima canción, Los recuerdos, que,
afortunadamente, ha logrado salir indemne de la masacre ‘sabiniana’, dice: Y
por más que tiempos felices / saquen a pasear de la mano, / los recuerdos
suelen ser tristes / hijos, como son, del pasado, / de aquello que fue y ya no
existe. Y sin embargo, no. Yo creo que la tristeza no es, ni mucho menos,
consustancial a los recuerdos, sino a nuestra certidumbre irremediable de que
lo son.
Una de las última veces que llevé a
mi hija Ángela a la estación de trenes de Badajoz, quizá poseído por la
melancolía de una despedida incentivada, en esta ocasión, por la metafísica del
escenario, me vinieron en tromba imágenes de viajes realizados en mi infancia y
mi primera juventud. Al principio confusas y superpuestas, después, creo, perfectamente localizadas. Sobre todas
destacaron las de un viaje en tren nocturno Madrid-Badajoz, que hicimos mi
hermana María Elena y yo en un verano de principios de la década de los 60 del siglo
pasado. Llegados con tiempo a la estación de Atocha, fuimos los primeros en
acomodarnos en nuestro departamento: 12 plazas enfrentadas 6 con 6, con
asientos dobles forrados de un plástico descolorido, que poco a poco se fueron
ocupando. Hasta instantes antes de que el tren partiera, las dos centrales de
la fila enfrentada a la nuestra permanecieron vacías. Con el bocinazo que
anunciaba la salida, se abrieron las puertas correderas e hicieron su entrada
los dos viajeros que faltaban. Era una pareja curiosa por desigual. Abría paso
un hombretón de mediana edad, cara ancha y cuadrada, tuerto del ojo derecho,
con pantalón beis y sahariana de abultados bolsillos. La lucía a medio
abotonar, lo que dejaba ver una pelambrera pectoral canosa y enredada, a juego
con los pelos que asomaban por los orificios de una nariz chata y de narinas
insolentes. En su cabeza, un sombrero tipo panamá de mimbre que mantuvo calado
durante todo el viaje. Cargaba una enorme maleta asegurada con una correa ancha
de cuero y, en bandolera, una talega anudada pendiente de una cinta que, en su
tiempo, debió de ser blanca. Tras él, un hombrecillo menudo y frágil de traje
gris, camisa abotonada hasta el cuello y una boina que, educadamente, se quitó
al tiempo de entrar y dar las buenas noches. Como quiera que su compañero, con el
maletón, había ocupado el hueco destinado a los dos, él tuvo que ubicar la
suya, pequeña, entre sus pantorrillas. Apenas el tren hubo salido de la
estación, el hombrón empezó con su monserga.
Silencio,
silencio solo de niño.
No este silencio de ahora,
no este dolor repetido.
Silencio que era cariño
ignorante,
acurrucado en el nido.
No este silencio de ahora,
silencio de ayer, dormido,
es el silencio que quiero,
no el de ahora,
el de ayer, el de los besos,
el del corazón rendido,
el de la canción temblada
en un tierno escalofrío.
No el de ahora,
quiero el silencio de ayer
para ganar la batalla
al silencio. Y al olvido.
5 comentarios:
Gracias por tan prodigioso rodeo y epílogo a la historia. Lo de menos es el bocadillo.
Me ha gustado mucho el comentario.
Y me he reído mucho también.
He vivído el viaje como si hubiera ido con usted y su hermana.
Saludos.
Me olvidé decir que el poema es precioso y me ha emocionado.
Impresionante, como siempre....Gracias por la propina...Belleza pura.
Hay muchas lecciones que aprender trenzadas con cada línea de este artículo. El relato, una pequeña joya, y el poema luce el sello de calidad de la casa. Un placer leerte.
Publicar un comentario