domingo, 29 de septiembre de 2019

LA HUÉRFANA IMPOSTORA... O NO

Esther (Isabelle Fuhrman)

En el año 2009, se estrenó la película de Jaume Collet-Serra titulada La huérfana. En ella nos contaba la historia del matrimonio Coleman, Kate (Vera Farmiga) y John (Peter Sarsgaard), que tras la pérdida del bebé que esperaban ven cómo sus vidas y su relación, tampoco excesivamente estables, se destartalan. Tratando de estabilizar esta situación anímica y de pareja en tenguerengue, acuden a un orfanato con la intención de adoptar a un niño. Y es entonces cuando la cámara nos descubre a una niña, Esther (Isabelle Fuhrman),  que, de espaldas, observa desde una ventana a la pareja que llega entre la nieve y que, aunque ellos todavía no lo saben, han sido elegidos por ella para que la adopten, porque desde su atalaya ya ha descubierto la debilidad de unas presas fáciles de dominar. Y es que «algo malo pasa con Esther».

           
(Barbora)
Para la película, Collet-Serra se inspiró en un caso real, aún más escabroso y terrorífico que la propia cinta, ocurrido en Kurim, un pueblo de la República Checa. En él nació Barbora Skrlová, una niña aquejada de hipopituitarismo, enfermedad de la glándula pituitaria que impide que ésta segregue o lo haga suficientemente una o varias de las 8 hormonas que controla. Dependiendo de cual o cuales sean las afectadas, los síntomas de la enfermedad pueden consistir en un crecimiento lento, estatura baja y ausencia o aparición tardía de madurez sexual, que era el caso de Barbora. La niña, quizá debido a los problemas psicológicos que también padecía, dio muestras de una inusitada crueldad desde la infancia. Llegada su adolescencia, sus padres, incapaces o hartos, la ingresaron contra su voluntad en un sanatorio psiquiátrico para adultos del que, no sabemos cómo, salió al cabo de unos  años, ya mujer, pero con la apariencia de una niña de no más de 13 años. Gracias a ese disfraz que la naturaleza le había proporcionado y, sin duda, de una capacidad de convicción que para sí quisieran nuestros políticos, engatusó a dos hermanas divorciadas y algo mochales, Klara y Katherine Mauerová, que creyeron sus historias de niña maltratada y la acogieron en su casa, donde vivían también sus dos hijos. A 200 quilómetros del pueblo más cercano, allí vio la ocasión de manejar el cotarro a su antojo y sin interferencias. Y tanto. Porque convenció a las atolondradas hermanas para ingresar en una secta religiosa llamada Movimiento Grial, cuyo líder, a través de mensajes de texto, instaba al incesto, el canibalismo y otras lindezas de similar pelaje. Y así fue que construyeron dos celdas donde encerraron a los niños desnudos, a los que torturaban sin piedad hasta llegar a arrancarles trozos de piel para comérselos. Denunciadas por una vecina cotilla, la policía desmanteló el cruel tinglado y la ‘niña’, aprovechando el fragor de la intervención, se escabulló. Apareció en Noruega, donde a pesar de haber engordado y de cortarse el pelo para aparentar ser un niño llamado Adam, fue detenida como autora intelectual del desatino caníbal y encarcelada. Puesta en libertad en 2011 por buen comportamiento, desapareció del mapa y no ha vuelto a haber noticias de ella. Por ahora...


(Natalia y su nueva familia)
           
Y viene este largo exordio a cuenta de la noticia aparecida estos días en la prensa en la que un matrimonio estadounidense de Indiana, Kristine y Michael, hoy divorciados y pendientes de un juicio por abandono infantil, parecía revivir en el año 2010 el argumento de la película de marras: La adopción de una niña, Natalia, que no es tal niña, sino una mujer perversa, con apariencia infantil, que habría pretendido asesinarlos. Según ha declarado la madre adoptiva, descubrió el pastel al ver que la chiquilla tenía vello púbico y comprobar que menstruaba, algo incompatible con una niña de 6 años. Si la ficción de la película se quedaba corta con la realidad que la inspiró, parece que ahora la realidad de la noticia iguala a la ficción de la película. Casi la calca, diría yo. O no, pues la noticia ha sufrido otra vuelta de tuerca que deja corta la, por otra parte, acertada frase de Oscar Wilde: «La vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida». Porque parece que la niña adoptada sí es una niña de 6 a 8 años, y no una mujer de 22 como su madre adoptiva ha pretendido hacer creer. Una niña que sufre displasia espondiloepifisaria congénita, una enfermedad que puede manifestarse con «pubertad precoz, aparición de menstruaciones regladas en edades muy tempranas, alrededor o antes de los siete años, junto con un gran desarrollo y maduración sexual, tanto en los genitales externos como internos, y con caracteres secundarios muy acusados como la hipertrofia mamaria. Además de una densidad ósea adelantada a su edad». Afortunadamente, al menos hasta el año pasado 2018, Natalia, alejada de histerias maternas, vivía feliz con una nueva familia de acogida. O sea que la realidad de la noticia no era tal, sino la ficción de la mente incontrolada de una madre adoptiva que, a saber por qué oscuros motivos, la adoptó por vía de urgencia en Florida, mintió sobre los intentos de asesinato que le atribuía y, se ignora con qué artimañas, consiguió que cambiaran la edad de la niña de 6 a 22 años. Para acabar yéndose a vivir a Canadá con su familia, dejando a la pequeña abandonada en Indiana y salvada por una familia que se compadeció de ella. Seguro que, para orquestar semejante maldad, la tal Kristine ha seguido el guión de la mentada película. No estaría mal que Collet-Serra, por alusiones, hiciera otra, como si dijéramos una nueva versión de La huérfana a la viceversa, donde ésta fuera la víctima de la psicopatía de una madre adoptiva perversa y despiadada, que es la realidad de la historia verdadera.

            En fin, el arte es opinable y la realidad, si verdadera, irreversible. Tan es así que mientras escribo estas últimas líneas me entero de que han encontrado el cadáver del recién nacido arrojado esta semana por su padre al río Besós. Y, de pronto, rendido e impotente, siento que las palabras dejan de suponer cualquier consuelo y me han entrado unas enormes ganas de llorar.


domingo, 22 de septiembre de 2019

LA MÚSICA Y LA VIDA


Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que, sin leerlos, me conozcan un algo, se habrán dado cuenta de que la música, sin calificativos que la encasillen, me ha acompañado siempre. Porque anda en mi corazón como una intrusa benéfica, adorable, que me protege generosa y desinteresada, sumisa, convencida. Ella me ha librado siempre de mí mismo diciéndome quién era, incluso cuando esa introspección no me gustaba o dejaba a la intemperie la mentira escondida de mis sueños. En su entrega ignorante y bienintencionada he encontrado consuelo a mis ausencias, refugio entre mis lágrimas y la sensación agridulce de saberme y, a veces, maldecirme. Y el camino indeciso del alma emocionada, esa morada utópica donde habitan proyectos, triunfos y fracasos. La música, en mis pasos, siempre ha sido esa amiga generosa y solícita que venía a socorrerme sin siquiera saberlo y me ha enseñado a conocer quién soy cuando estoy solo siendo sólo yo. Ella esperaba ahí, inconsciente y ausente en el silencio, mi vuelta para darme lo que en ese momento mi egoísmo buscaba entre sus notas. A veces, simplemente, compañía. Y otras veces latido, o emoción, o consuelo, o placer... O silencio, que también puede ser si entiendes los resquicios callados de su espalda y su sino entregado al que es el tuyo.

           
Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que, sin leerlos, me conozcan un algo, sabrán que desde el pasado día 4 de julio soy abuelo. Cuando miro a mi nieta, mi cabeza es una sinrazón de melodías que quisiera cantarle, aun dormida, para que se acostumbre a encontrar en la música el refugio inconsútil que le sirva para cuando la vida venga, sin saberlo y sin quererlo ella, de una manera absurda, o incómoda o, tal vez, dolorosa. Para que aprenda a refugiarse en la emoción y el apoyo que ella facilita. Y es que cuando era niño en esa casa inmensa y recogida en la que yo vivía con mi imaginación descontrolada y, sí, bastante necia en ocasiones, la música era un lugar común que nos unía hasta ser todos uno. Y a veces, nueve hermanos, escuchábamos discos como aquellos que se agruparan alrededor de una chimenea buscando su calor. Y cantábamos al compás del tocadiscos sin importarnos nada que no fuera la música y la cercanía. Y el cariño sutil que el disco de vinilo, maltratado y quejoso, nos mandaba, era el olvido de rencores niños y hacía pasajeros los enfados. La música, en mi niñez y en la de mis hijos después, ha sido una manera de estar unidos en el silencio de nuestros corazones, de sentirnos viviendo una misma emoción incontrolada, ajena y nuestra; la sensación de vivir un sentimiento común, distinto, igual y diferente. De sentir en las manos el alma de un cariño inexplicable y cierto. Y de querernos más.

            Mi casa, el hogar de ese entonces, estaba hecha de música. Y cada habitación disfrutaba de una banda sonora independiente que cambiaba según quién la ocupara. No encuentro en las rendijas que los años han abierto en mis venas y en  la piel de mis pasos, ni entre todas las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla los ojos, la capacidad de agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya se fueron, la generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo, libre, con la libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la capacidad de volver a ella para que me auxilie cuando no hay nada ni nadie que pueda hacerlo. Con el convencimiento de que es el amparo en el que encuentro la compañía que sólo ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre estará ahí  para acunar mis sueños, para consolar mis angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías. Y porque reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada hasta el encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía. La música es como un perro fiel  entregada a un dueño engreído que, sin embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.

           
Escribo este artículo mientras, auriculares de por medio, escucho una selección de canciones que guardo en el ordenador. Y, ahora, ha empezado a sonar una titulada Milonga del cantor, con letra de José Alberto Santiago y música de Carlos Montero. Cantada por este último está incluida en el disco de vinilo de larga duración editado por Movieplay en el año 1973, De las raíces, que atesoro como oro en paño: Por no morirme de solo / yo me abrazo a la guitarra, / uno canta lo que duele / y el dolor nunca se acaba. /  Quién podría con la vida / si alguna vez no cantara.  Y ha sido así que, interrumpiendo  la escritura, la he cantado a dúo y a su compás como un poseso... con 46 años menos y una guitarra quimérica en mis brazos. Y es que a veces la magia de la música es capaz de hechizarnos hasta hacer que vivamos, como una realidad, los imposibles.  

domingo, 15 de septiembre de 2019

POR ESPAÑA... Y UN JAMÓN CON CHORRERAS


Escribo este artículo inmerso en el posoperatorio de la hernioplastia a la que fui sometido, el pasado día 5, en el Servicio de Cirugía Mayor Ambulatoria del Hospital Perpetuo Socorro. Y qué quieren que les diga, ya estoy hasta los nísperos de que cada vez que toso o estornudo bien sea por el«fumeque, bien por mi alergia a la exuberancia empachosa de pólenes y esporas, sienta un escozor lacerante y terco en mi zona inguinal izquierda, escenario de la intervención quirúrgica, que en ocasiones está a un tris de sacarme de mis cabales o de que mi presencia de ánimo salte por los aires. Y dado que no tengo el cinismo enfermizo que exhibe la mayoría de nuestra clase política, no piensen que traigo a colación esta incómoda vivencia médica como muestra de una abnegación y un sacrificio estajanovista encomiables, porque no hay tal. Lo hago simplemente para que la tengan en cuenta si esta cita sabatina resulta hoy más acre o despendolada de lo necesario. Aunque bien es verdad que si saliera un tanto furibunda, los dolores de la hernia domeñada poco tendrían que ver con mi cabreo porque, comparados con el tiempo esperpéntico que llevamos de Gobierno en funciones, son cagadas de mosca al lado de las mojonadas con las que nos han obsequiado Sánchez y los suyos y, al rebufo, sus contrarios, sus enemigos, sus monaguillos, sus turiferarios... Y, por supuesto, su Jefe de Gabinete que, agazapado en las oscuridades monclovitas, es quien dirige el cotarro escatológico de la inanidad presidencial.

Este verano ha sido, sin duda, el paradigma más evidente de la incapacidad de nuestros políticos de campanillas (o de cencerros, según se mire) para salir de una situación de provisionalidad con un presidente en funciones que, transmutado en un trasunto de Niceto Alcalá Zamora («quien me la hace, me la paga»), ha humillado sin escrúpulos al líder de Podemos que, de manera indigna, ha recibido desplantes y desprecios con una docilidad vergonzosa, arrastrándose hasta el extremo de proponer una «coalición de prueba», algo así como un contrato temporal en prácticas que podría hacerse indefinido. Lo cual, un gobierno con ministros becarios en tenguerengue pendientes de que el jefe de departamento los apruebe.  Y del otro lado, un PP (al que cada día le salen más mangantes) que pretende llevar a buen puerto la aberración aritmética que supone hacer suma de la división; un Cs zigzagueante y veleidoso incapaz de definir si debe estar en posición genuflexa o decúbito prono, supino o lateral. Y, por fin, un Vox que sigue su camino marcha atrás, prietas la filas, por el Imperio hacia dios. Y todos ellos, claro, los unos y los otros, haciendo una cosa y su contraria al tiempo que recalcan que todo este trajín de tahúres que se traen, toda esta sinrazón megalómana y sucia que exhiben, es un sacrificio necesario que aceptan «por el bien de España». Y un jamón con chorreras también. Y los comparsas de este sainete trágico, digo, PNV, EH Bildu,  GBai, el partido cántabro del histrión de las anchoas y otros especímenes de igual o similar calaña, a lo suyo, o sea, aprovechándose de las ansias desmedidas de entronización del iluminado Sánchez y sacándole hasta la hijuela y el tuétano de los huesos. Me los imagino alborozados diciendo lo que decía aquella tunanta a la que, en un supermercado, sorprendieron llevándose de extranjis un queso oculto en un tambor de detergente: «¡Olé mi chocho que me ha ‘tocao’ un queso!». Y  mientras, el egregio en funciones justificando esta claudicación desvergonzada por su búsqueda altruista del «bienestar de la gente de este país». Pues hala, otro jamón con chorreras para ti, con dos huevos duros de propina, bonito de cara.
En fin, por si no lo tuviera suficientemente claro, el espectáculo que estos políticos nos han dado desde el mes de abril para acá no ha hecho más que reafirmarme en mi convicción de que, desde la Transición hasta ahora, nuestra clase política no ha hecho otra cosa que retroceder en cuanto a cultura, formación, convicciones y honradez personal e ideológica de sus capitostes se refiere. Comparar a Felipe González y Alfonso Guerra con Pedro Sánchez y Carmen Calvo; a Santiago Carrillo con Pablo Iglesias o el Garzón; a Manuel Fraga con Casado o a Adolfo Suárez con Albert Rivera   ( no incluyo a Blas Piñar ni a Abascal porque estoy hablando de aparentes demócratas ) es un ejercicio deprimente. Aquellos sí que pusieron a «España y el bienestar de la gente de este país» por encima de sus ambiciones personales. Y por eso fue posible el milagro. Con la panda de chisgarabís zopencos y arribistas que intenta mangonearnos ahora y que, por encima de cualquier otra consideración, piensa de entrada en su propio interés y en su bicoca, estoy seguro de que aún andaríamos transicionando. ¡Anda que no, primo!




domingo, 8 de septiembre de 2019

VOLVER A ESA TERNURA


En el año 1962, Violeta Parra compuso una canción que tituló Volver a los 17. En ella nos hablaba, con esa su voz limpia y bondadosa, de la emoción que le suponía el hecho de hacer regresar su corazón a la pureza y al sentimiento de quien empieza a enfrentarse a la vida. Una reivindicación de la sensibilidad como principal argumento para sortear sus acechos imponderables. Una vuelta a la sencillez del amor como defensa ante los avatares del camino. No sé si esa fue su intención cuando la escribió (quién puede ser tan osado como para entrar en la intención poética de cada cual) pero sí digo que, a mí, desde que la escuché por primera vez, me produjo el escalofrío de que era un canto a la ilusión de la vuelta al candor, a un intento de engañar a la vida y a los años recuperando entre las manos el tiempo de la pureza y la entrega desinteresadas.

Cuando nació mi nieta, el pasado día 4 de julio, al verla recién salida del paritorio y sentir que sus ojos abiertos me miraban, me acordé de esta canción. Y sentí que mi corazón volvía, al compás de sus notas y los ojos velados de la niña que miraban sin ver y sin saber, a ese lugar que debería ser siempre. Al refugio intangible de los sueños. A ese cobijo del que nunca debí huir y en el que vive ingenua la esperanza a pesar de los años. A pesar de la vida. A pesar de la muerte, del dolor, de la pérdida. Ella, recién nacida, con su presencia nueva e inconsciente, fue la conjunción perfecta de la vida y vivir. Ausente y en su mundo, limpio, desconocido, ajeno, exacto, encajó al fin la pieza de ese rompecabezas persistente que le faltaba al mío. Renovó mi ternura y regresé al encanto, a la quimera de ver crecer la vida en un momento en que empezaba a sentir la mía como una cuenta atrás. Y sentí que mis hijos eran bebés de nuevo al compás del latido impetuoso de su pequeño corazón neófito. Y recobré mis sueños y mis ansias de engañar a los años y al silencio. Me da la sensación de haber sido abducido y llevado en volandas a ese mundo imposible que se esconde en sus ojos. Y en su risa. Y en sus manos inquietas. Y en su ser porque sí, porque ha nacido, y está viva y le grita al osito de peluche que vuela por encima de su cuna y nunca le contesta. Y se cabrea con él por ignorarla. Sintiéndola tan frágil a pesar de su genio, tan indefensa, tan instintiva, he desandado un buen trecho de mi vida hasta regresar a esa ternura de descubrir, en el brillo nuboso de sus ojos claros recién amanecidos, la luz más limpia, la más cierta y más incuestionable. Y el amor más intenso y desinteresado revolotea en su cuna cuando duerme y me ensimismo en ella.

El otro día, estando con ella en una terraza de Badajoz, sentado junto a una mesa cercana observé a un señor, entrado en años como yo, con un cochecito de bebé. Estuvo más de diez minutos mirando su interior en una especie de éxtasis silencioso y estático. La única muestra de actividad que interrumpía su estado extático era una sonrisa beatífica y agradecida que iluminaba su cara de vez en cuando. Le verdad es que me sentí reflejado en su emoción aunque yo, culo de mal asiento, prefiera pasear empujando el cochecito. Y esté o no dormida mi nieta, adaptando la súplica del viejo tango a las circunstancias, «le canto como antes, despacito, despacito, mi canción una vez más». En mi caso una canción que no es una, son tres como tres son mis hijos: Canción y huayno, de Mercedes Sosa, es de Andrea; Pajarillo, pajarillo, de Los Cantores del Alba, de Ángela; y No te mires en el río de doña Concha Piquer, de Jaime. Algo así como el misterio de la Santísima Trinidad pero sin ningún misterio ni dogma de por medio y en plan abuelo chocho canturreando con cara de tonto.

Mi amigo y maestro Tomás Martín Tamayo “Masito”, veterano en el disfrute de la abuelidad y, por ello, víctima hasta el 4 de julio de mi envidia callada, me avisaba repetidamente, antes de que yo abuelizara, de que las sensaciones y la emoción de entrar en esa nueva etapa de la vida no se podían describir: «Ya verás, Jaime, ya verás, ser abuelo es... otra cosa, es...». Y a partir de ahí, abrumado por el sentimiento, se limitaba a resoplar, con sonrisa exultante de bienaventurado, sin decir nada más. En fin, que la hija de mi hija Ángela se llama Carla pero yo, en homenaje a mi amigo y cofrade y como agradecimiento a sus intentos de darme un cursillo acelerado de abuelengo, no la llamo Carla, la llamo siempre Masita. Que para eso soy su abuelo. Y los abuelos llaman a sus nietos como mejor les parece, primo.