Quienes hayan leído mis artículos y aquellos que,
sin leerlos, me conozcan un algo, se habrán dado cuenta de que la música, sin
calificativos que la encasillen, me ha acompañado siempre. Porque anda en mi
corazón como una intrusa benéfica, adorable, que me protege generosa y desinteresada,
sumisa, convencida. Ella me ha librado siempre de mí mismo diciéndome quién
era, incluso cuando esa introspección no me gustaba o dejaba a la intemperie la
mentira escondida de mis sueños. En su entrega ignorante y bienintencionada he
encontrado consuelo a mis ausencias, refugio entre mis lágrimas y la sensación
agridulce de saberme y, a veces, maldecirme. Y el camino indeciso del alma emocionada,
esa morada utópica donde habitan proyectos, triunfos y fracasos. La música, en
mis pasos, siempre ha sido esa amiga generosa y solícita que venía a socorrerme
sin siquiera saberlo y me ha enseñado a conocer quién soy cuando estoy solo
siendo sólo yo. Ella esperaba ahí, inconsciente y ausente en el silencio, mi
vuelta para darme lo que en ese momento mi egoísmo buscaba entre sus notas. A
veces, simplemente, compañía. Y otras veces latido, o emoción, o consuelo, o
placer... O silencio, que también puede ser si entiendes los resquicios callados
de su espalda y su sino entregado al que es el tuyo.
Mi
casa, el hogar de ese entonces, estaba hecha de música. Y cada habitación
disfrutaba de una banda sonora independiente que cambiaba según quién la
ocupara. No encuentro en las rendijas que los años han abierto en mis venas y
en la piel de mis pasos, ni entre todas
las ausencias de un entonces que vuelve y me nubla los ojos, la capacidad de
agradecer lo suficiente, a los que están y a los que ya se fueron, la
generosidad de haberme hecho su esclavo. Esclavo y sin embargo, libre, con la
libertad que ahora mismo, tan dócil y entregado, me da la capacidad de volver a
ella para que me auxilie cuando no hay nada ni nadie que pueda hacerlo. Con el
convencimiento de que es el amparo en el que encuentro la compañía que sólo
ella puede darme. Con la seguridad de saber que siempre estará ahí para acunar mis sueños, para consolar mis
angustias, para recibir mis lágrimas y alegrarse con mis alegrías. Y porque
reconozco su paciencia y sé que ella siempre aguarda generosa, callada hasta el
encuentro, a que yo vuelva a necesitar de su entrega y de su compañía. La música
es como un perro fiel entregada a un
dueño engreído que, sin embargo, es tan solo prisionero de su fidelidad.
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