En el año 1962, Violeta Parra compuso una canción que tituló Volver a los 17. En ella nos hablaba, con esa su voz limpia y
bondadosa, de la emoción que le suponía el hecho de hacer regresar su corazón
a la pureza y al sentimiento de quien empieza a enfrentarse a la vida. Una
reivindicación de la sensibilidad como principal argumento para sortear sus
acechos imponderables. Una vuelta a la sencillez del amor como defensa ante los avatares del camino. No sé si
esa fue su intención cuando la escribió (quién puede ser tan osado como para
entrar en la intención poética de cada cual) pero sí digo que, a mí, desde que
la escuché por primera vez, me produjo el escalofrío de que era un canto a la
ilusión de la vuelta al candor, a un intento de engañar a la vida y a los años
recuperando entre las manos el tiempo de la pureza y la entrega desinteresadas.
Cuando nació mi nieta, el pasado día 4 de julio, al verla recién salida
del paritorio y sentir que sus ojos abiertos me miraban, me acordé de esta
canción. Y sentí que mi corazón volvía, al compás de sus notas y los ojos
velados de la niña que miraban sin ver y sin saber, a ese lugar que debería ser
siempre. Al refugio intangible de los sueños. A ese cobijo del que nunca debí
huir y en el que vive ingenua la esperanza a pesar de los años. A pesar de la
vida. A pesar de la muerte, del dolor, de la pérdida. Ella, recién nacida, con
su presencia nueva e inconsciente, fue la conjunción perfecta de la vida y vivir.
Ausente y en su mundo, limpio, desconocido, ajeno, exacto, encajó al fin la
pieza de ese rompecabezas persistente que le faltaba al mío. Renovó mi ternura y
regresé al encanto, a la quimera de ver crecer la vida en un momento en que empezaba
a sentir la mía como una cuenta atrás. Y sentí que mis hijos eran bebés de
nuevo al compás del latido impetuoso de su pequeño corazón neófito. Y recobré
mis sueños y mis ansias de engañar a los años y al silencio. Me da la sensación
de haber sido abducido y llevado en volandas a ese mundo imposible que se
esconde en sus ojos. Y en su risa. Y en sus manos inquietas. Y en su ser porque
sí, porque ha nacido, y está viva y le grita al osito de peluche que vuela por
encima de su cuna y nunca le contesta. Y se cabrea con él por ignorarla. Sintiéndola
tan frágil a pesar de su genio, tan indefensa, tan instintiva, he desandado un
buen trecho de mi vida hasta regresar a esa ternura de descubrir, en el brillo
nuboso de sus ojos claros recién amanecidos, la luz más limpia, la más cierta y
más incuestionable. Y el amor más intenso y desinteresado revolotea en su cuna cuando
duerme y me ensimismo en ella.
El otro día, estando con ella en una terraza de
Badajoz, sentado junto a una mesa cercana observé a un señor, entrado en años como
yo, con un cochecito de bebé. Estuvo más de diez minutos mirando su interior en
una especie de éxtasis silencioso y estático. La única muestra de actividad que
interrumpía su estado extático era una sonrisa beatífica y agradecida que
iluminaba su cara de vez en cuando. Le verdad es que me sentí reflejado en su emoción
aunque yo, culo de mal asiento, prefiera pasear empujando el cochecito. Y esté
o no dormida mi nieta, adaptando la súplica del viejo tango a las
circunstancias, «le canto como antes, despacito, despacito, mi canción una vez
más». En mi caso una canción que no es una, son tres como tres son mis hijos: Canción y huayno, de Mercedes Sosa, es de Andrea; Pajarillo, pajarillo, de Los
Cantores del Alba, de Ángela; y No te mires en el río de doña Concha Piquer, de Jaime. Algo así como el misterio de la Santísima Trinidad pero sin
ningún misterio ni dogma de por medio y en plan abuelo chocho canturreando con
cara de tonto.
Mi amigo y maestro Tomás Martín Tamayo “Masito”,
veterano en el disfrute de la abuelidad
y, por ello, víctima hasta el 4 de julio de mi envidia callada, me avisaba
repetidamente, antes de que yo abuelizara,
de que las sensaciones y la emoción de entrar en esa nueva etapa de la vida no
se podían describir: «Ya verás, Jaime, ya verás, ser abuelo es... otra cosa,
es...». Y a partir de ahí, abrumado por el sentimiento, se limitaba a resoplar,
con sonrisa exultante de bienaventurado, sin decir nada más. En fin, que la
hija de mi hija Ángela se llama Carla
pero yo, en homenaje a mi amigo y cofrade y como agradecimiento a sus intentos
de darme un cursillo acelerado de abuelengo,
no la llamo Carla, la llamo siempre Masita.
Que para eso soy su abuelo. Y los abuelos llaman a sus nietos como mejor les
parece, primo.
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