Acabo de llegar a casa. En el coche, venía oyendo las canciones que tengo
almacenadas en un archivo bus y que son las que me recuerdan quién soy por lo
que he sido y con quiénes hice este camino propio a mis adentros para ser. En
un orden alfabético bastante caótico, la canciones vienen a acompañarme y a
decirme, también, lo que seré por lo que ahora mismo soy. Me asaltaron seguidas
dos nanas con N: Primero la
Ninna Nanna
de la película
Ojos negros (1987),
una maravilla cinematográfica, tiernamente
cruel, dulcemente amarga, de
Nikita Mikhalkov, en la que Marcello
Mastroianni da vida a Romano Patroni,
un soñador egoísta, un niño grande cobarde, frívolo y enamoradizo que, huyendo
con nocturnidad de Rusia y adormilado en un carromato, rememora su infancia y
recuerda a su madre: Cuando yo era niño,
nunca quería irme a la cama. Me parecía que, en cuanto lo hiciera, empezaría lo
más bonito. Mi madre me cantaba alguna nana y yo me tapaba los oídos con los dedos,
por miedo a dormirme. Y acababa durmiéndome con los dedos metidos en las orejas.
El carro sigue avanzando entre la negrura de la noche mientras Romano canturrea,
adormilado y torpe, arrullando al niño que aún sigue siendo: Arrorró, duérmete ya, muñequito de mamá.
Arrorró, chiquillo, que te canto este estribillo. Y la secuencia,
emocionante y tiernísima seguía, con la voz en off de un Romano emocionado: Avanzábamos tranquilamente por aquella
tierra húmeda, acompañados por el tintineo del cubo que colgaba del carro. En
sueños veía a mi madre y oía su voz. Y por primera vez después de tantos y
tantos años, no sentía el peso de mi conciencia. Al poco, tras el paso de
la alegre caravana de gitanos y su Liuli, Liuli, la Ninna Nanna, cantada por Marie Rudgeri, irrumpe acompañando
a los cascos del caballo y al tintineo del cubo en un amanecer glorioso. Sin
duda, una de las escenas que más me han sobrecogido en mi vida cinéfila. Y aún
sigue haciéndolo. Apenas repuesto de este asalto emocional, Jorge Cafrune vino a rematar la faena
con Niño rhupa, una canción de cuna
correntina con letra de Albérico
Mansilla y música de Edgar Romero
Maciel, que supuso mi rendición incondicional a la melancolía, agridulce y
bondadosa, de la que en ocasiones soy presa.
Llegado a casa y mientras encendía
este aparato diabólico en el que escribo los artículos, canturreaba a Cafrune y
pensaba en las ventajas hipotéticas que pudiera tener el hecho de envejecer. Hay
una palmaria, que es la que acompaña al mismo hecho de hacerlo, de seguir aquí.
Una evidencia tan simple que roza la perogrullada, sí, pero que gracias a ella
yo he podido llegar a ser abuelo. No es que envejecer me haya hecho abuelo,
pero si no hubiera envejecido más allá del 4 de julio del año pasado, no lo
hubiera sido. Las que se van por las que se vienen, pues. Y
ainda mais: Si me hubieran dicho que a
partir de inaugurar mi
abuelidad se me exigiría cumplir dos
años cada año, hubiera aceptado el envite. Porque estos 8 meses han sido un prolongado
encuentro con la dicha; con una ternura que, tímida, esperaba escondida en los
pliegues del tiempo y ahora rebosa y sale desenvuelta a correr libre por la
piel de mis manos, por detrás de mis ojos, por encima y pasando de largo por
mis años. Un empezar de nuevo emocionante, un despertar constante al alba de
los sueños. Mi nieta, sin saberlo, me está donando vida cuando me mira y me
sonríe; cuando se desternilla a carcajadas en el juego en que andemos, o baila
a su manera escuchando
esa canción concreta que la motiva... en francés. Incluso
cuando toma mi calva como si fuera un tambor de granaderos y la palmea a
conciencia mientras alguien, yo mismo, le dice ¡pumba, pumba!, que es el grito de
guerra convenido. Y sin cortarse un pelo la criatura, si se me permite el chiste
fácil.
Al tiempo es imposible dominarlo.
Cada cual fue concebido cuando fue, inicia su camino y el tiempo, con su paso,
lo va clasificando por etapas: Prenatal, infancia, niñez, adolescencia,
juventud, adultez y ancianidad. Esta última, según algunos, empieza alrededor
de los 60 años. Bueno, pues así será dependiendo de quién lo diga y a qué parte
de este mundo se refiera. En cualquier caso, teniendo en cuenta imponderables o circunstancias, este encasillamiento será o no. Conforme a la teoría que he
consultado, yo, con 67 años a cuesta, soy un anciano que, como tal, debería
tener
«desinterés por la vida general
(en pro de los recuerdos del pasado)». En fin, cosas de la psicopedagogía. Pues
eso, una fu del catafú, mi joven amigo o amiga. Bien es verdad que los
recuerdos me abruman con frecuencia, sobre todo cuando andan mis ausentes
protagonizándolos, pero de «desinterés por la vida general», nada de nada. De
modo que me parece que el autor o autora de la fuente consultada habla más de
gagás que de ancianos. Si es que de ancianos de 60 años se trata, que esa es
otra. En fin, yo sé que por mi edad hay quien pudiera clasificarme como
anciano. Y quizá antes del 4 de julio de 2019, día en que nació mi nieta, podría
haberle dado la razón. Sin embargo, al día de hoy, no es que me sienta un
pimpollo, pero un anciano... ni de coña, primo.
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