domingo, 8 de marzo de 2020

VENTAJAS DE ENVEJECER


         
Acabo de llegar a casa. En el coche, venía oyendo las canciones que tengo almacenadas en un archivo bus y que son las que me recuerdan quién soy por lo que he sido y con quiénes hice este camino propio a mis adentros para ser. En un orden alfabético bastante caótico, la canciones vienen a acompañarme y a decirme, también, lo que seré por lo que ahora mismo soy. Me asaltaron seguidas dos nanas con N: Primero la Ninna Nanna de la película Ojos negros (1987),  una maravilla cinematográfica, tiernamente cruel, dulcemente amarga, de Nikita Mikhalkov, en la que Marcello Mastroianni da vida a Romano Patroni, un soñador egoísta, un niño grande cobarde, frívolo y enamoradizo que, huyendo con nocturnidad de Rusia y adormilado en un carromato, rememora su infancia y recuerda a su madre: Cuando yo era niño, nunca quería irme a la cama. Me parecía que, en cuanto lo hiciera, empezaría lo más bonito. Mi madre me cantaba alguna nana y yo me tapaba los oídos con los dedos, por miedo a dormirme. Y acababa durmiéndome con los dedos metidos en las orejas. El carro sigue avanzando entre la negrura de la noche mientras Romano canturrea, adormilado y torpe, arrullando al niño que aún sigue siendo: Arrorró, duérmete ya, muñequito de mamá. Arrorró, chiquillo, que te canto este estribillo. Y la secuencia, emocionante y tiernísima seguía, con la voz en off de un Romano emocionado: Avanzábamos tranquilamente por aquella tierra húmeda, acompañados por el tintineo del cubo que colgaba del carro. En sueños veía a mi madre y oía su voz. Y por primera vez después de tantos y tantos años, no sentía el peso de mi conciencia. Al poco, tras el paso de la alegre caravana de gitanos y su Liuli, Liuli, la Ninna Nanna, cantada por Marie Rudgeri, irrumpe acompañando a los cascos del caballo y al tintineo del cubo en un amanecer glorioso. Sin duda, una de las escenas que más me han sobrecogido en mi vida cinéfila. Y aún sigue haciéndolo. Apenas repuesto de este asalto emocional, Jorge Cafrune vino a rematar la faena con Niño rhupa, una canción de cuna correntina con letra de Albérico Mansilla y música de Edgar Romero Maciel, que supuso mi rendición incondicional a la melancolía, agridulce y bondadosa, de la que en ocasiones soy presa.

           Llegado a casa y mientras encendía este aparato diabólico en el que escribo los artículos, canturreaba a Cafrune y pensaba en las ventajas hipotéticas que pudiera tener el hecho de envejecer. Hay una palmaria, que es la que acompaña al mismo hecho de hacerlo, de seguir aquí. Una evidencia tan simple que roza la perogrullada, sí, pero que gracias a ella yo he podido llegar a ser abuelo. No es que envejecer me haya hecho abuelo, pero si no hubiera envejecido más allá del 4 de julio del año pasado, no lo hubiera sido. Las que se van por las que se vienen, pues. Y ainda mais: Si me hubieran dicho que a partir de  inaugurar mi abuelidad se me exigiría cumplir dos años cada año, hubiera aceptado el envite. Porque estos 8 meses han sido un prolongado encuentro con la dicha; con una ternura que, tímida, esperaba escondida en los pliegues del tiempo y ahora rebosa y sale desenvuelta a correr libre por la piel de mis manos, por detrás de mis ojos, por encima y pasando de largo por mis años. Un empezar de nuevo emocionante, un despertar constante al alba de los sueños. Mi nieta, sin saberlo, me está donando vida cuando me mira y me sonríe; cuando se desternilla a carcajadas en el juego en que andemos, o baila a su manera escuchando esa canción concreta que la motiva... en francés. Incluso cuando toma mi calva como si fuera un tambor de granaderos y la palmea a conciencia mientras alguien, yo mismo, le dice ¡pumba, pumba!, que es el grito de guerra convenido. Y sin cortarse un pelo la criatura, si se me permite el chiste fácil.

           
          Al tiempo es imposible dominarlo. Cada cual fue concebido cuando fue, inicia su camino y el tiempo, con su paso, lo va clasificando por etapas: Prenatal, infancia, niñez, adolescencia, juventud, adultez y ancianidad. Esta última, según algunos, empieza alrededor de los 60 años. Bueno, pues así será dependiendo de quién lo diga y a qué parte de este mundo se refiera. En cualquier caso, teniendo en cuenta imponderables o circunstancias, este encasillamiento será o no. Conforme a la teoría que he consultado, yo, con 67 años a cuesta, soy un anciano que, como tal, debería tener  «desinterés por la vida general (en pro de los recuerdos del pasado)». En fin, cosas de la psicopedagogía. Pues eso, una fu del catafú, mi joven amigo o amiga. Bien es verdad que los recuerdos me abruman con frecuencia, sobre todo cuando andan mis ausentes protagonizándolos, pero de «desinterés por la vida general», nada de nada. De modo que me parece que el autor o autora de la fuente consultada habla más de gagás que de ancianos. Si es que de ancianos de 60 años se trata, que esa es otra. En fin, yo sé que por mi edad hay quien pudiera clasificarme como anciano. Y quizá antes del 4 de julio de 2019, día en que nació mi nieta, podría haberle dado la razón. Sin embargo, al día de hoy, no es que me sienta un pimpollo, pero un anciano... ni de coña, primo.


               


No hay comentarios: