Martes 24 de marzo de 2019: «Hoy me he levantado
un poco bajo de ánimo, algo cansado de despertar del sueño para vivir en la
pesadilla. Pero hete aquí que, al tirar la basura, me picó una avispa en la
muñeca que me puso el antebrazo como un morcón. Y ese hecho ha conseguido que
me venga arriba, anímicamente hablando.
Y es que no hay nada como enfrentarte a lo ya conocido para huir de la
puñetera incertidumbre. Pues eso: Urbasón que te crio, pomada antihistamínica,
un par de Estrella Galicia... Y aquí paz y después gloria, primo. Venga esa
música». (Y entrecomillo el párrafo porque lo publiqué ese día en una red
social y las comillas me libran del autoplagio). La música a la que me refiero
en este comentario, y que compartí in
situ, fue la que se me vino a la cabeza mientras me ciscaba en la avispa y
en la puñetera madre que la malparió, digo, el 4º movimiento de la Sinfonía
nº 9 de Antonín Dvořák, conocida mayormente como Sinfonía
del Nuevo Mundo. Me chiva este trasto en el que escribo que este movimiento
es un «Allegro con fuoco, 4/4, que se
inicia en mi menor y termina en mi mayor», curiosamente similar a las
sensaciones que yo albergaba en ese momento, de entrada por el fuoco (fuego) del aguijonazo, y de
salida por aquello de que mi ánimo empezaba a ir, de menor a mayor, camino de
un estado de optimismo comedido. En cualquier caso, las respuestas de algunos
de mis amigos me han recordado anécdotas que a mí me han servido para relajar
un poco la tensión del encierro. Y con esa idea las comparto aquí, por si
sirviera a quienquiera que fuese para esbozar una sonrisa en medio de tantas
calamidades claustrofóbicas.
(Fuente: El Periódico Extremadura) |
Seguido de cerca por el guardia de seguridad, llegué de esta guisa
estrafalariamente cochambrosa hasta el mostrador de entrada y le conté a una estupefacta
funcionaria mi desdicha. Cuando comprobó el estropicio que había debajo del
tocino, volvió en sí, dio la voz de
alarma y en cuestión de segundos apareció una ATS que allí mismo, en la
entrada, me puso con el culo en pompa y me inyectó lo que fuese que tuviera que
ser. Tras estar un rato en observación, acaso media hora, me mandaron para casa.
El trozo de tocino terapéutico se vino conmigo, claro. Y al día siguiente, en
agradecimiento y como homenaje a su gesta, formó parte sustanciosa de un cocido
que, a pesar de los calores, me supo a gloria bendita. Yo lo recuerdo con la
reverencia y el respeto con que se recuerda a los héroes caídos, porque estoy
seguro de que su sacrificio, aun congelado y pasivo, fue, de inicio, fundamental
para mi posterior recuperación. Y eso es lo que hay, primo.
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