domingo, 29 de marzo de 2020

CONFINAMIENTO Y AVISPAS


Martes 24 de marzo de 2019: «Hoy me he levantado un poco bajo de ánimo, algo cansado de despertar del sueño para vivir en la pesadilla. Pero hete aquí que, al tirar la basura, me picó una avispa en la muñeca que me puso el antebrazo como un morcón. Y ese hecho ha conseguido que me venga arriba, anímicamente hablando.
Y es que no hay nada como enfrentarte a lo ya conocido para huir de la puñetera incertidumbre. Pues eso: Urbasón que te crio, pomada antihistamínica, un par de Estrella Galicia... Y aquí paz y después gloria, primo. Venga esa música». (Y entrecomillo el párrafo porque lo publiqué ese día en una red social y las comillas me libran del autoplagio). La música a la que me refiero en este comentario, y que compartí in situ, fue la que se me vino a la cabeza mientras me ciscaba en la avispa y en la puñetera madre que la malparió, digo, el 4º movimiento de la Sinfonía nº 9 de Antonín Dvořák, conocida mayormente como Sinfonía del Nuevo Mundo. Me chiva este trasto en el que escribo que este movimiento es un «Allegro con fuoco, 4/4, que se inicia en mi menor y termina en mi mayor», curiosamente similar a las sensaciones que yo albergaba en ese momento, de entrada por el fuoco (fuego) del aguijonazo, y de salida por aquello de que mi ánimo empezaba a ir, de menor a mayor, camino de un estado de optimismo comedido. En cualquier caso, las respuestas de algunos de mis amigos me han recordado anécdotas que a mí me han servido para relajar un poco la tensión del encierro. Y con esa idea las comparto aquí, por si sirviera a quienquiera que fuese para esbozar una sonrisa en medio de tantas calamidades claustrofóbicas.

           
(Fuente: El Periódico Extremadura)
Para dar la razón al proverbio que dice «el burro delante para que no se espante», la expresión in situ que cuelo en el párrafo anterior, me ha despertado en el magín un diálogo que presencié en la añorada cafetería Pepe Jerez, de la Plaza de España de Badajoz, entre un joven camarero y un parroquiano, mayor y  asiduo, que preguntó la hora al mozalbete. Éste miró el reloj de pared que había en el bar, consultó el de su muñeca, y le contestó: «En este mismecito son las 5 in punto, don Fulano». Y don Fulano, mirándolo mientras cabeceaba en signo de desaprobación, sacó pecho y le espetó con énfasis pedagógico: «No se dice in punto, chaval. Se dice en punto, porque en español la palabra in no existe». Acto seguido quedó absorto, rumiando, sin duda, que algo no iba bien. Cuando, al cabo, salió de su ensimismamiento, volvió a la carga con su lección y soltó la bomba: «Bueno, sí... Existe in situ. Pero eso no es español, eso es inglés». Pagó con parsimonia y, esbozando una media sonrisa de suficiencia, se marchó con paso lento, recreándose en la suerte y con el pecho más henchido que el buche de un palomo ladrón.

           
Una vez cubierto el cupo ‘articulístico’ de mi amistad conmigo mismo, doy paso al comentario en redes de mi amigo Rafael, hermano de mi hermano Angelito: «Te recuerdo que un trozo de tocino en el cuello te vino bien», me dice. Y así fue. Porque  en el verano del año 2001, a las pocas semanas de haber sufrido el ataque alevoso de una cabrona himenóptera que llenó de veneno el dedo pulgar de mi mano derecha, me dejó la mano como un guante de goma inflado y el brazo como el de Popeye con sobredosis de espinacas, y tras visitar a una portentosa alergóloga que me recomendó, como toda medida profiláctica, que no me acercara a donde hubiera avispas, mientras regaba confiado unos geranios sedientos, una hermana pérfida de la atacante anterior (o tal vez, ella misma) me ganó la retaguardia y me clavó su aguijón ponzoñoso en el pescuezo, en la zona baja de mi yugular izquierda. Dada la experiencia habida y temiendo que la hinchazón fuera similar a la del brazo, me veía muerto por asfixia sin remisión. En aquella época estaba en paro y apenas salía de casa, con lo que me encontraba solo, con unas alpargatas más bien langriosas, pantalón corto y una camiseta (que para cabreo de mi santa, aún conservo) más deshilachada y con más agujeros que las banderas de una gasolinera. Corrí como poseso hasta el congelador y, al no encontrar hielo, eché mano de un trozo de tocino congelado, me lo lié al cuello con un trapo de cocina y salí pitando para las Urgencias del entonces Hospital Infanta Cristina.

Seguido de cerca por el guardia de seguridad, llegué de esta guisa estrafalariamente cochambrosa hasta el mostrador de entrada y le conté a una estupefacta funcionaria mi desdicha. Cuando comprobó el estropicio que había debajo del tocino, volvió en sí, dio la  voz de alarma y en cuestión de segundos apareció una ATS que allí mismo, en la entrada, me puso con el culo en pompa y me inyectó lo que fuese que tuviera que ser. Tras estar un rato en observación, acaso media hora, me mandaron para casa. El trozo de tocino terapéutico se vino conmigo, claro. Y al día siguiente, en agradecimiento y como homenaje a su gesta, formó parte sustanciosa de un cocido que, a pesar de los calores, me supo a gloria bendita. Yo lo recuerdo con la reverencia y el respeto con que se recuerda a los héroes caídos, porque estoy seguro de que su sacrificio, aun congelado y pasivo, fue, de inicio, fundamental para mi posterior recuperación. Y eso es lo que hay, primo.



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