La vanidad es yuyo malo / que envenena toda huerta, / es preciso estar alerta / manejando el azadón, / pero no falta el varón / que lo planta hasta en su puerta. He recordado días atrás, repasándolos, estos versos sencillos y profundos de Atahualpa Yupanqui, incluidos en ese tratado de filosofía popular, melancólico y sabio, que son sus Coplas del payador perseguido, un relato rimado por milonga que no me canso de oír, siempre emocionado. Cuando yo empezaba a sentir ese escalofrío anejo a los primeros balbuceos poéticos aprendí mucho de él, de sus canciones, de sus poemas, de su ritmo, de su entereza. Después, o al mismo tiempo en el tiempo quizás, tuve la suerte que solo tienen algunos elegidos: la de tratar a diario, durante años que cada día que pasa me saben más a pocos, posiblemente a la persona más extraordinaria con la que un poeta bisoño, inseguro y provinciano como yo pudiera encontrarse. Él, Jesús Delgado Valhondo, me hizo un hueco en su almario como se acoge a un hijo. Y allí me instalé yo, al calor de su poesía y de su bondad, sabiendo que nunca me dejaría desamparado, que yo siempre podría estar acurrucado a su abrigo, mientras él soportaba, limando, mis arranques de vanidad y de estupidez primerizas. Con infinita paciencia supo hacerme separar el grano de la paja, al tiempo que rebajaba, implacable y dulcemente, los humos engreídos de soberbia que los aplausos pudieran provocarme.
No obstante, a pesar de sus esfuerzos, en los siniestros años de final de la dictadura y del inicio de la transición recorrí, con otros poetas y cantantes, buena parte de la geografía extremeña no sólo para encontrar un reconocimiento que satisficiera mi vanagloria, que algo de eso había también, sino, sobre todo, para aprovecharme, mientras lo compartía, del espacio de libertad que habíamos conseguido en esos recitales de poesía y canción y que, más allá de ese recinto mágico, la sociedad no disfrutaba. Era una manera de arrimar el hombro en la lucha, poniendo voz, música y palabras solidarias al clamor sordo que retumbaba en calles y plazas contra la represión franquista. Y allí, sorteando censores y guardianes camuflados, con mayor o menor acierto poético, largábamos las verdades del barquero. Era una hermosa manera de socializar la esperanza.
Viene todo este prolegómeno a que, de un tiempo a esta parte, muchas de las personas o personajes del mundo de la “cultura” que se suben a un escenario real o virtual a recibir algún premio o alguna prebenda institucional, se sienten en la obligación de soltar su mitin, su discursito ad hoc, su ración de ingenio crítico o, simplemente, su pequeño hatillo de idioteces para, poniendo cara de pensar “¡mecachis, soy la releche en verso!”, criticar con regodeo populista la política del gobierno o institución que les concede el premio. Aunque entre los objetivos cumplidos de esa política nefasta y bellaca llevada a cabo por el otorgante esté, curiosa y paradójicamente, el de haberle concedido el premio al díscolo. El último en hacer el numerito ha sido el Premio Nacional de Cinematografía, Juan Antonio Bayona que, con 30.000 del ala en el bolsillo, instó al ministro Wert en un “duro y sencillo discurso” a que valorara la cultura. Pero, alma de cántaro, ¿no lo estaba haciendo ya al darte a ti el premio y la pasta gansa? Javier Marías renunció al Nacional de Narrativa en 2012 y Santiago Sierra al de Artes Plásticas en 2010, cada uno con unas razones que explicaron en los foros que creyeron oportunos y sin montar numeritos demagógicos ni peroratas de mala educación. Ellos dos sí fueron honestos. Y los 30.000 euros se quedaron en la hucha del Estado. Pero hay quienes quieren estar al caldo y a las presas hablando de castidad mientras se masturban. Y eso ya no cuela. O al menos yo no me lo trago. Lo que subyace en todo este cuento adornado de reivindicaciones extemporáneas es, en el fondo, la concepción elitista de algunos de los que se autoproclaman integrantes de la nómina del mundo de la cultura, a la que creen personificar en carne mortal. Se sienten miembros de una aristocracia a la que hay que apoyar, económicamente por supuesto, para que puedan sostener uno de los pilares fundamentales de la sociedad. La ideología oligárquica es lo que tiene.
El paradigma de este tinglado con ínfulas de transcendencia lo sufrí viendo por televisión la entrega de los Premios Ceres de este año, ese botafumeiro absurdo pagado, por ahora, a costa de un dinero que iba para el sostenimiento de escuelas e institutos extremeños. Conducido por el presentador más gracioso de España, allí salieron unos y otras a soltar su cantinela reivindicativa con la tranquilidad que da el saber que su actuación no tendría consecuencias, porque su menospreciado anfitrión es un político elegido democráticamente y debe aceptar, educadamente, las salidas de pata de banco de sus invitados. En el pecado lleva la penitencia por empecinarse, o dejarse empecinar, en semejante charlotada. Si se instituyera un premio a la más memorable actuación de la última gala yo sé a quien se lo daría. Nos obsequió con una matraca de una idiotez sublime. Y tan patética como Zapatero diciendo “yes”.
Acabo con Yupanqui, sin olvidar lo que me enseñó Jesús: Acostumbrado a las sierras / yo nunca me sé marear / y si me siento alabar / me voy yendo despacito, / pero aquel que es compadrito/ paga ‘pa’ hacerse nombrar. El problema de los Premios Ceres es que los que pagamos fuimos nosotros y ellos cobraron. Y el año que viene, si el consejero áulico no lo remedia, más.
1 comentario:
Muy bueno,me ha gustado mucho.
Un abrazo.
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