En Juncal, una de las mejores series que hemos disfrutado en la televisión en España, hay una hermosa secuencia en la que podemos regodearnos, mientras escuchamos el fado María Lisboa ( Vende sueños, marejadas / y tempestades pregona. / Su nombre propio es María / y su apellido Lisboa.) cantado por Amália Rodrigues, de una vista aérea y a pie de calle de Lisboa en la que aparecen el río Tejo, la Praça do Comércio, Restauradores, el funicular de Gloria… Volví a verla acabando el mes de agosto y esa toma me cautivó como la primera vez y me inoculó, como siempre, el deseo de viajar de nuevo hasta esa bellísima ciudad, tan cercana a nosotros en tantos sentidos y, con frecuencia, tan distante y desconocida, cuando no olvidada. De modo que este último fin de semana con prórroga, volvimos a ella mi santa y yo con la ilusión de unos primerizos. Por supuesto que en esta ocasión, tras las terribles experiencias sufridas por su culpa, no eché mano del GPS. Ese engendro de Satanás se quedó en la casa, muerto, sin batería, metido en una cartera dentro de un maletín con cerradura de combinación que seguro que olvidaré y éste, a su vez, guardado en un armario cerrado con una llave que llevo siempre conmigo. A pesar de mi agnosticismo, y por si las moscas peliculeras, junto al maletín coloqué, con la esperanza de que sirviera de escudo a los posibles ensalmos del satánico artilugio, una pequeña imagen musical y fosforescente de la Virgen de Fátima, luminosa efeméride de mis días infantiles que quedó brillando en la oscuridad de su encierro.
Pero de nada sirven sortilegios contra un mal externo cuando otro similar y aún más dañino anida en nuestro interior. Para no entrar en detalles que sólo servirían para hacer más patente mi ya confesada idiotez topográfica, resumiré diciendo que me perdí a la entrada y a la salida de nuestro destino. Por si esto no fuera bastante puse la guinda antes del pastel y, en el trayecto de ida, llegando a Évora, recordé en un repente que había olvidado en la casa mi zurrón farmacológico, un surtido de pastillitas de colores y formatos varios que sirven para paliar las miserias de mi status cascajoso. De modo que media vuelta camino de Badajoz perfeccionando el arameo y más de dos horas perdidas, con lo necesitado que estoy de ellas. Curiosamente una de estas capsulitas olvidadas, brillante y bicolor, está indicada para favorecer el riego sanguíneo y evitar ausencias como la sufrida. Pero por lo que veo y por mi historia, la carencia que me flagela no debe de ser cuestión del riego, sino de la infraestructura del regadío, y me temo que para remediarla una virgencita se queda corta. Más bien se necesitaría toda una corte celestial vestida de dalmática y enarbolando con entusiasmo bengalas y cirios. Un grabado imposible de Doré con estrambote. Una quimera, vamos. Así que paciencia.
Afortunadamente Lisboa es un bálsamo. Porque llegar al hotel, muy cerquita de la Praça Marquês de Pombal, tomar posesión de la geografía efímera y circunstancial de la habitación, asearte como un gato perezoso y salir a dejarte llevar por la vitalidad sosegada de la Avenida da Liberdade, actúa como una mágica y maravillosa rama de romero, que se lleva lo malo y deja lo bueno. Y ahí olvidas, esta vez para bien, cualquier desventura, peccata minuta ante el sabor de su aire, que el viaje te hubiera deparado. Porque Lisboa te envuelve y te protege y te lleva en volandas a la alegría calmada, al olvido hecho armonía, al atisbo de la felicidad. Y al fin, en ese encuentro mágico, debes abandonarte y permitir que la ciudad se adueñe de ti, dejar que te guíe, que su intuición dulce y antigua sea la tuya, que los libros que leíste sobre ella y los fados que escuchaste sean el espíritu que acompañe tus pasos. Abrir tu corazón como ante un primer amor reencontrado, dejarte conducir por su sabiduría y confundirte con ella y en ella, como te hermanas con la lluvia o te sumerges en la niebla. Y desear que sea tu sombra junto a su historia quienes dirijan tus sentimientos mientras desembocas en la Praça do Rossio, que se abre como un útero acogedor, cálido y vivo, para llegar por fin, tras la Rua Augusta, a pasar bajo el Arco da Victória y, en un parto incruento, sentir cómo la ciudad te da a luz, te arroja en volandas hasta la luz del Tejo, ese río que cuando llega hasta ella se crece, emocionado, y adquiere vocación de mar. Y quedarte allí, viendo pasar los sueños arropado por el dulce chamullo de las voces calladas, mientras descifras los fados fantasmales que susurran los timbres de tranvías, las voces de la calle, las sombras de otros tiempos que vienen a ser éste.
Lisboa no es sólo una ciudad a la que ir. Es, sobre todo, una ciudad en la que estar. Porque es infinita, tan
distinta cada vez siendo ella misma que, generosa y agradecida, te regala en cada visita un nuevo matiz, un abrazo distinto. Lisboa es un sentimiento que se anda, “un estado de ánimo”, un destello de blanca luz, es sosiego y dulzura, melancolía serena, agrado acogedor de su gente hospitalaria y educada. Una ciudad a la que siempre queremos volver y no lo hacemos lo suficiente. Y tendríamos que hacerlo porque, cuando te vas, te despide con sollozos esperando que vuelvas pronto a estar con ella. Y el recuerdo de sus lágrimas puede llegar a destrozarte el corazón.
(Vuelvo a colgar este artículo, que desapareció de aquí por arte de magia o de mis torpes manazas. Aprovecho para decir que las fotografías las hizo mi santa)
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