(Hoy, 2 de diciembre, que empiezo a escribirte, llevo llorando tu muerte desde ayer, Javier. Y a ver cuando termino de escribir y de llorar)
Cuando
estuvimos juntos por última vez, me di cuenta de que no tenías escapatoria. Tú,
siempre comunicativo, irónico, socarrón con los amigos, estabas solo contigo,
ausente, distante, absorto, como escondiéndote de ti mismo. E intuí, supe, que
te alejabas. No sólo de nosotros: Te alejabas, a tu pesar, de seguir vivo. Me
fui de la reunión (y esa fue la última vez que pude verte) convencido de que te
sabías ya condenado. Porque lo estabas. Sonreías, sí, pero la tristeza de
tu mirada hablaba otro lenguaje y tu silencio me decía adiós con él. A mí me
resultó dolorosísimo comprobar los esfuerzos que hacías para que tu risa,
ausente y extrañada, disimulara la angustia que, sin duda, llevabas a cuestas.
Conociéndote, yo sé que tú lo hacías para no entristecernos. Pero el color
cerúleo de tus mejillas y tu delgadez hacían inútil cualquier empeño de
escamotear la certidumbre. La tuya, la mía, la nuestra... En fin, tú eras así,
Javier. A un paso de la muerte pretendías evitarnos compartir tu dolor. Me
recordó la tuya a la actitud callada de mi padre en la semana previa a que
muriera, también de cáncer, sentado en su sillón, distante, silencioso,
queriendo asimilar la ausencia irreversible de un no estar inminente. Entregado
y sumiso ante la nada. Con los pasos ya dados para decir adiós.
Esta
tarde-noche del día 3 de diciembre, mi amigo Masito, alias “Tomás
Martín Tamayo”, me ha llamado por teléfono y he tratado de explicarle el dolor
que me produce que de ti, Francisco Javier Blanco Nevado, sólo me
quedarán ya los recuerdos, que nunca más podrá haber abrazos, ni risas, ni
silencios compartidos, ni complicidades, ni miradas irónicas, ni ratos
juntos en el “Rincón del poeta” del bar del Rectorado de la
UEx. A ti ya no te queda nada y a mí, a nosotros, tan sólo la añoranza de
saberte, recurso inútil, engaño frágil, triste, mentiroso, para ocultar la
muerte, el silencio infinito, la distancia imposible.
Hay
veces en las que me resulta doloroso seguir vivo porque, a pesar de estar
acompañado, de saber que soy querido (y por suerte también odiado) me voy
quedando cada vez más solo. Y me siento culpable por vivir y, así, tener la
posibilidad de sufrir la pérdida de quien dejó de estarlo para seguir
queriéndome. A estas alturas de mi vida estoy ya muy cansado de acumular
recuerdos, lágrimas y ausencias, de despedir a amigos que ya no veré más. Y
mientras desbrozaba estas últimas líneas, surcos en el erial de mi tristeza, me
vino a la memoria el poema con el que me despedí, sin que él supiera, de Santiago
Castelo. Me lo publicó, de forma exquisita, el HOY, cuando en tiempos
felizmente distintos a la oscuridad de los actuales, lo dirigía Ángel
Ortiz. Decía yo entonces: «... Se me van mis amigos, / me voy
quedando solo / y no sé si, al quedarme, / el que se va soy yo... / Volvió
a ganar la muerte, / querido amigo mío, / y me has dejado triste, / llorando
canto triste / de triste ruiseñor».
En cualquier caso, Javier, creo que, escribiendo
lo que escribo ahora, me estoy equivocando. Porque estoy seguro de que no es lo
que tú esperabas: Tanta lágrima, tanta tristeza, tanto pensamiento lúgubre. No
es así, desde tu ausencia, como querrías que habláramos de ti. Tú querrías,
como hombre bueno y generoso que eres, y digo eres porque lo sigues siendo aun
en la lejanía de tu no estar, tú querrías, digo, que recordáramos las risas,
que los vivos siguiéramos en los encuentros y en las tertulias mágicas del bar
de Rectorado con Martín, Paco, Lucía, Juan, Manolito, Agustín, tu
hermana Luna/Lupe, el Capi..., y tu recuerdo. Y Cele
Pajarito y Agustín-tín, detrás de la barra, soportando
pacientes nuestras gaitas y chanzas. Tú querrías seguir siendo el mismo entre
nosotros, que siguiéramos esperando a que te presentaras incluso siendo ya
volandero invisible, melancolía escondida. Y que nuestro dolor no
enturbiara tu alegría, escondida en el aire de todos. Pero eso es muy difícil.
Porque nos has dejado más solos, más huérfanos de risas y de guiños, extraños
ya de ti... Las lágrimas, ya sabes, también tienen su vida y su razón de ser. Y
ellas no se conforman con quedarse dormidas donde quiera que duerman. Ellas
vienen de pronto, a su capricho, al aire de tu vuelo, e inundan el
momento irreversible que el recuerdo propicia. Y quizás aparezcas,
discretamente tenue, viviendo en una de ellas cuando llegue el momento del
compadreo en la barra y en la vida escondida.
Escribiendo estas líneas ando en la
sensación de haberte traicionado. Y sin que tengas la posibilidad de que
protestes. Aunque sienta tus quejas en cada despertar, en cada sueño sonámbulo
que pueda recordar. En mi descargo tengo que repetirte (yo sé que tú lo
entiendes, que tú ya lo sabías) que estoy cansado de decir adiós por mi empeño
tozudo en seguir siendo. Y, a veces, creo que mis lágrimas por tu muerte vienen
de mi egoísmo al sentirme más viejo y más recalcitrante en el vivir. Hablando
de tu huida (Jesús Delgado Valhondo, dixit) con mi
amigo Masito, alias “Tomás Martín Tamayo”, le pedí un favor, muy difícil y muy
simple al mismo tiempo. Un favor que a ti no te pedí la última vez que nos
vimos porque estaba convencido de que no podías hacérmelo. Y de que ibas a
sufrir más de lo que ya sufrías con tu suerte. Pues le pedí, (chaladuras
poéticas, ya sabes) que no se me muriera antes que yo. Porque (qué pesado me
pongo) estoy muy cansado de despedir, definitivamente, a gente a la que quiero
y, llegado el momento, de que la vida tan sólo pueda darme el
recurso callado de mis lágrimas.
«Yo, que no sé nada, sé que mis ojos están
abiertos porque las lágrimas no dejan de caer», decía Samuel Beckett. Y (lo siento muy de
veras) no voy a ser yo quien lo contradiga. O quizá sí, quién sabe. En
cualquier caso, como he dicho otras veces, llorar y aprovecharnos de los
muertos que amamos es la triste ventaja que tenemos los vivos. Qué absurda
puede ser la vida en ocasiones, siempre. Qué inútil la poesía. Y qué certeramente
dolorosa la muerte y su silencio. Tendré que mantener con vida los
recuerdos y, con recuerdos, soportar la vida. Ahora (es noche del día 10)
te dejo descansar, que ya me has aguantado suficiente. Cuando nos dé la murria,
si quieres, hablaremos de nuevo en este sueño nuestro. Quimérico y
callado, no lo dudo, pero nuestro, Javier, amigo mío.
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