De derecha a izquierda, Quico es el 4º, con sus manos entrelazadas. |
Mi hermano Quico (Francisco
Javier), murió el 20 de octubre de 1954, a los dos años de que naciéramos
mi melliza y yo. Era un «niño azul», así llamados porque, en
ellos, su sangre arterial oxigenada (roja), en algún momento del recorrido de
vuelta desde el corazón se mezcla con la venosa de ida, no oxigenada (azul), y
esa circunstancia hace que el color de su piel sea de un azulón más o menos
grisáceo. En el caso de Quico, el problema venía de una abertura en el tabique
que separa los ventrículos izquierdo y derecho del corazón, de manera que la
sangre que la arteria aorta distribuía por su cuerpo, salía de él azulada,
contaminada por la venosa sin oxigenar y, así, no repartía a los distintos
órganos el oxígeno necesario para la vida.
Dormía en la habitación de mis padres, en una cuna
de barrotes niquelados (el tercero de la derecha, se movía,) que ocupaba el
espacio entre el lado de mi madre en la cama de matrimonio (que le den a Leticia
Dolera y su nomenclatura) y la ventana del dormitorio, que daba a una
pequeña terraza con macetas y arriates con campanitas, que llamábamos «La
galería». Recuerdo que mis hermanos y yo, sobre todo los cuatro
últimos de los diez, con gran disgusto de mi madre, las arrancábamos y, como
abejas intrusas, sorbíamos el néctar dulcísimo de las florecillas desde el
tallo. Y, después de sorber, soplábamos para sacar de ellas un sonido como de
pedorreta trompetera más o menos musical.
La verdad es que ahora, que sólo sé el día de la
semana en el que vivo gracias al pastillero o, si se me olvidó llenarlo el
lunes, cuando se lo pregunto a mi santa, que ahí sigue aguantando mis despistes
la pobre mía, mira tú que, sin embargo, recuerdo el año en el que murió un hermano
al que, en realidad, no conocí. Parece que eso, como poco, es una señal de
vejez. Digo, primo, el olvido borroso de la realidad del día en que vivo y, al
tiempo, el recuerdo más o menos diáfano de lo que persiste sumergido en la
niebla de un pasado distante o, no estoy seguro, quizá a veces inventado en el
sueño de vivir. Puede que, por eso, haya pensado en Quico, del que no recuerdo
nada más que lo que de él me habló mi madre. Entre otras cosas, que murió en
sus brazos la madrugada de ese aciago día de octubre de 1954, con 6 años de
edad. Y que, sentada a los pies de la cama, gritó abrazando su cuerpo inánime.
Aunque creo que mi melancolía retroactiva, en este caso, se sustenta en el
hecho de que heredara su cuna, su colchón y su sitio en el dormitorio de mis
padres. Y de que yo no tuviera tiempo de conocerle. Y él muy poco para
conocerme a mí.
En un artículo que publiqué en HOY, en febrero de
2017, ya saqué a relucir, sin darme cuenta de la que se venía y de refilón,
este asunto. El artículo era un Elogio de la música, en el que mi
hermano y su cuna usurpada aparecieron sin que yo los llamara. Pero ahí
estaban. Decía entonces: «Yo creo que ya cantaba antes de hablar. Al menos
no recuerdo cuándo hablé, pero al ocupar en el dormitorio de mis padres la cuna
de mi hermano muerto, a
veces, ellos dormidos, me despertaba con la luz que se colaba por las rendijas
de la persiana. Y, quizás aburrido, cantaba. Posiblemente nada, solo intentos
carentes de armonía. Tenía apenas dos años y aún vive entre mis manos ese
querer coger la luz de las mañanas, esa felicidad de no ser nada, acaso un
despertar de notas sueltas que olía a polvos de talco y a ternura. Música al
fin y al cabo. Ahora, según dice mi santa, también canto dormido...».
Nunca había escrito de Quico tan descaradamente
como ahora, quizá porque, como digo, no le conocí y no sabría qué contar de una
relación que no existió por culpa de mi niñez y de su temprana e injusta
muerte. Pero, de un tiempo a esta parte, me lo encuentro en mis desvelos como
en un afán de recuperar lo imposible, de remediar lo que no tiene remedio. Y, a
través de nuestra madre, casi reconozco su voz en el silencio de las horas que
se fueron. Una manera de volver adonde nunca estuve o, tal vez, de volver a oír
lo que nunca fui consciente de haber oído. O ansia de rellenar vacíos y
pérdidas; de vivir la ilusión de una quimera poblada de fantasmas que vienen a
mis manos para que les dé vida. Porque no me conformo, y él tampoco, a no
reconocernos en el asombro de vivir esa otra vida que anida en los silencios.
Conversamos, callados, con él en mis adentros, de lo que nos perdimos, de su
cuna, los sueños y el llavero de madre, dorado y musical. Y del tiempo, claro,
tema muy socorrido en ascensores y panaderías. Y sin duda también en los
viajes... aunque éstos sean astrales, primo.
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