Mi nieta me está enseñando
a vivir, una vez más,
en una vida imposible
que no pude imaginar:
A regresar siendo el mismo;
a aprender de sus silencios
porque no todo es hablar.
Ella sabe que hay momentos
en que mejor es callar,
y entonces, coge mi mano
y se la acerca a su cara
para que yo la acaricie.
Mientras, me mira a los ojos,
sonriendo,
y acurruca su silencio
y su cabeza
en mirar cómo la miro
y en callar como es callar.
Y los ojos se le achinan
y se juntan con los míos
que, a veces, siente vibrar,
porque solo están pendientes
de no romper a llorar.
Y me cuesta convencerla
de que los abuelos lloran,
cuando menos te lo esperas,
de pura felicidad.
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