domingo, 18 de octubre de 2020

LOS AÑOS Y EL SILENCIO

           

Yo era el bebé rechoncho del centro.

           El día en el que escribo lo que ahora leen es pura anécdota, un detalle aleatorio que nada aportará a lo que aquí yo diga. Y, además, no tengo ganas de mirar el calendario para saber. Lo que me importa es la luz de este sábado y de aquel momento, la efeméride intrínseca del ahora de entonces. Porque tal día como el cual, ese de 1952, 17 de octubre, hace 68 que me asomé al mundo en el Sanatorio de San Francisco.  En Badajoz, España. Nací, mellizo de una niña que esperó media hora mi llegada, a las dos horas y treinta minutos de un día viernes. Y, a pesar de ser el décimo hijo de mis padres, con lo que, por aquello de la enseñanza genética, el aprendizaje y la herencia cromosómica, debería haber sabido comportarme como un buen neonato, pues no fue así, porque no lloré al hacerlo, quizá por sentirme feliz y liberado al no tener que compartir un espacio agobiante, tal vez insuficiente, en los adentros maternos. Las lágrimas vinieron en un después urgente e inmediato, tras de los cachetes que recibí en las nalgas y que, al hacerme llorar, salvaron una vida, la mía, que recién empezaba.

 

Mi melliza y yo.

            Conforme los años han ido viniendo y a su compás, no al mío, incorporaron oscuridad o luz a mis silencios, llegado tal día como el descrito y desde un tiempo atrás de no sé cuándo, he tenido presente entre mis manos una frase de Mark Twain (
Samuel Langhorne Clemens en los carnés), que se quedó grabada en mi mollera desde que la leí y que, para mí y mis neuras, fue, sin duda, un hallazgo definitivamente prodigioso: «Cuando era joven podía recordarlo todo, aunque no hubiese ocurrido; pero ahora estoy perdiendo facultades y dentro de poco ya no voy a poder recordar nada, salvo las cosas que nunca han pasado», decían al unísono Mark y Samuel. No sé qué edad tendrían uno y otro cuando dijeron esto que dicen que dijo uno de ellos, el otro o ambos, pero aunque yo no haya llegado todavía a una indigencia memorística que me obligue a inventar recuerdos y creer en ellos, bien es verdad que, sin saber en el día en el que vivo, me apabullan imágenes y sensaciones tan nítidas, tan claras, tan limpias, tan palpables de aquel sentir de entonces, que deben ser verdad. Mayormente, porque conozco los límites de mi capacidad para poder soñar quimeras que puedan distorsionar lo que yo he sido. Y hay imágenes tan firmemente ancladas a mi ensueño, que me impiden dudar de su certeza.  

 

Quiero decir, llegado a este momento y sin duelo emocional de ningún tipo, que he pasado la vida queriendo convivir con mis carencias, para tener constancia de aquello que no he sido ni jamás podré ser. Y he derrochado sueños obsesionado en un afán maníaco de recuperar tiempos, de almacenar razones (causa-efecto)  y, así, saber quién soy por lo que fui y, llegado el momento, a quién o qué me enfrento con mí mismo por no haber sido o ser como ahora soy. Recapitulo olores, angustias olvidadas, recuerdos polvorientos, como un bibliotecario que cataloga libros e incunables. Y la vida vivida se vuelve, en perspectiva, un presagio de intentos, de acasos imposibles, presencias fugitivas que duermen en estantes olvidados que nadie alcanzará. Un trabajo baldío. Un deambular adrede, sonámbulo y estéril buscando la constancia callada de la pérdida.

 


Vivir, llegado el caso, es tan sólo un relámpago que ilumina el silencio de una tarde de siempre que empieza a amanecer en el ocaso, con una luz marchita que quiere escabullirse de la noche, último sueño absorto de un amor infinito, sin remedio y sin tasa. Y el presente es la espera de un futuro impreciso, una melancolía más profunda y más tenue, más difusa, más íntima, que se aferra a los pasos indecisos que deambulan, sin rumbo, camino de la nada de un silencio obligado. Ilusión retroactiva, incompleta torpeza de las horas que sueñan.  

 

Dúctil como la vida que se fue, la infancia es una ausencia que vive el imposible de ser lo que ya ha sido y nunca vuelve si no es en la distancia del recuerdo, o en el absurdo amargo del olvido. Y seguir se transforma, cuando menos lo espero, en el afán absurdo de volver a un presente que no existe sino en el inventario de todo lo que ignoro, de lo que pudo ser y no conozco. Me recuesto en mis muertos para dormir el tiempo de este  dulce soñar de amaneceres falsos, sintiéndome culpable de estar vivo. Y, sin saber cómo recompensarles su  presencia, me  duermo amodorrado en el recuerdo sin que ellos hagan nada, tan sólo lo que pueden hacer y mejor saben, que es estar muertos. Y en su silencio ausente, ayudarme a vivir mientras los pienso. No pueden escapar de mi egoísmo: «Es la triste ventaja que tenemos los vivos».

 

 

3 comentarios:

Caita dijo...

El Hoy se ha quedado huérfano. Te echo de menos los sábados ....... primo

Caita dijo...

El Hoy se ha quedado huérfano. El desayuno de los sábados ya no sabe igual. Te echo de menos .... primo

Caita dijo...

El Hoy se ha quedado huérfano. Cuanto te echo de menos los sábados ... primo