Desentrenado como estoy, cojo carrerilla y empiezo
a escribir este artículo de reingreso a mi curso «articulístico» el 22 de
agosto, a las 22:36 horas. Más que nada por darme un margen de tiempo, ¿suficiente?,
para poder machacarlo y machacarme antes de lo imposible. Y así, buscando una ayuda que solo puedo encontrar en
mi propia historia, repaso lo que escribí desde 2017 en circunstancias como ésta.
En cualquier caso, un repaso estéril porque, desde el mes de marzo, este año no
puede compararse a ninguno de los anteriores. En aquellos, la vida transcurría
a su ritmo, seguía su curso con las dosis de angustia que cada cual sufriera o quisiera
añadirle por el hecho de ser. Al fin, la natural extrañeza que supone, con
frecuencia, el estar vivo. En éste, ha sido la angustia la que se ha
enseñoreado de nuestros pasos. Y la que nos ha obligado (al menos, en mi caso) a incorporarles la
parte alícuota de gozo necesaria para celebrar el hecho de sobrevivir y, además,
poder hacerlo sin despeñarnos por la pendiente de la desesperación. Y todo este
desvelo agobiante, por culpa de la catástrofe sin paliativos que ha supuesto el
proceso de «transición hacia una nueva normalidad», que es la estrambótica y
ridícula denominación con la que, los cabezas de chorlito de la clase política gobernante,
bautizaron a la situación paradisíaca que íbamos a disfrutar tras el estado de
alarma y que, a la postre, no ha sido más que una desastrosa vuelta atrás, un
regreso incuestionable a los infiernos víricos.
No sé por qué extraña asociación de ideas, o quizá sí, este retorno a nuestro pasado más cercano me ha hecho recordar la primera entrega de la trilogía peliculera de Robert Zemeckis, Back to the future, titulada en España Regreso al futuro, y en Hispanoamérica, creo que con más rigor lingüístico y cinematográfico, Volver al futuro o De vuelta al futuro. Aunque, en cualquier caso, creo que lo correcto hubiera sido titularla sustituyendo la palabra ‘futuro’ por ‘presente’. Pero, ya saben, la mercadotecnia tiene sus vasallajes. En fin... reproduzco la sinopsis que de esta comedia de ciencia ficción hace FilmAffinity: El adolescente Marty McFly, (Michael J. Fox), es amigo de Doc, (Christopher Lloyd), un científico al que todos toman por loco. Cuando Doc crea una máquina para viajar en el tiempo, un error fortuito hace que Marty llegue a 1955, año en el que sus futuros padres aún no se habían conocido. Después de impedir su primer encuentro, deberá conseguir que se conozcan y se casen; de lo contrario, su existencia no sería posible. Gracias a su amigo Doc, consigue su objetivo y, al fin, vuelve al presente del año 1985 del que partió. Marty, en la ficción, pudo volver. Pero nosotros, en la realidad contundente que vivimos, nos hemos quedado abandonados en un pasado próximo y tenebroso, acaso con la sensación de estar viviendo una pesadilla recurrente. Es la diferencia de estar bajo el amparo de un científico que, loco o cuerdo, sabe lo que se trae entre manos; o sometidos a los dictámenes de unos dirigentes políticos incompetentes y malintencionados, un “comité de expertos” fantasmagórico y un hipnotizador mercenario y alopécico apóstata, colaborador necesario y cómplice de la hecatombe, emboscado entre las sombras de su gabinete “monclovita” cual doctor Caligari redivivo.
Y ya que me pongo repipi, decir que El gabinete del doctor Caligari, es una película muda de terror de 1920, cumbre del expresionismo alemán, que nos narra las andanzas de un loco que utiliza a un sonámbulo, Cesare, para cometer asesinatos. Una metáfora de «la autoridad brutal e irracional ejercida sobre el hombre común condicionado y su renuncia a rebelarse contra la autoridad trastornada». Si tuviera que seguir parangonando la película con la situación atribulada en la que nos encontramos, el papel de Cesare lo adjudicaría, sin duda, a Pedro Sánchez. Con matices, por supuesto, porque él es un sonámbulo hipnotizado pero despierto, poseído hasta la insania por un ansia enfermiza de permanecer entronizado. Todo lo que no sea eso, le es indiferente. Cuando veo en televisión sus apariciones con estética cutre de figurín de Hogar y Moda, pantalón pitillo y ademanes ensayados, largando sinsorgas ampulosas y rollos patateros y falaces al dictado, me pasa lo que al albañil gallego accidentado, que «pierdo mi presencia de espíritu». Y, en mi desvarío, me lo imagino iniciando un torpe zapateo de claqué tal que un Fred Astaire de baratillo, que es lo que la iconografía de su oropel y su impostura me sugieren.
He de reconocer que este hechicero oculto que padecemos, convencido como estoy de que es factótum de nuestras desdichas, tiene una especial sabiduría para ofrecer sus servicios a políticos más o menos camuesos que, sin él, serían apenas nada: muñecos de madera inanimados. En Extremadura, este Gepetto Caligari se conformó, entre otras chorradas, con vestir a Monago con un chándal fosforito y hacerlo retozar patéticamente entre encinas. Ahora ha coadyuvado a que el número de infectados por la pandemia alcance cifras de marca mayor, porque la “nueva normalidad” sigue acumulando muertos, ingresados y brotes a lo bestia. A todo esto, Simón, el simpaticón, nos dice, tras más de 47.000 nuevos contagios en la semana pasada, que la situación «no es buena», (¡joder con la ambigüedad semántica del epidemiólogo!). Mientras, Sánchez, bajo la nueva consigna de «España puede», él, que no ve más allá de su ombligo, pide «altura de miras» a la oposición al tiempo que amenaza con una legislatura de 40 meses. Pues si se cumple su vaticinio, con la pandemia descontrolada de por medio, España quizá pueda, ¡ojalá!, pero a saber cuántos llegaremos a verlo, primo.
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