Hace ya más de 10 años que el HOY me llamó para
abrirme sus puertas a una colaboración que, en su periodicidad y enjundia, dejó
a mi libre albedrío. Sólo me dijeron cuál debía ser, con cierta holgura, la
extensión de lo que escribiera porque, obviamente, debía ajustarse al espacio
adjudicado. Sin ninguna otra indicación ni en los temas que abordara, ni en la
frecuencia de mis envíos, ni en la forma ni en el fondo. En esa situación,
anárquica, gloriosa, libre y desenvuelta, estuve unos meses. Hasta que me
ofrecieron hacerla mensual. Y accedí. Al tiempo, me pidieron que fuera
quincenal. Y accedí. Y al tiempo, que por qué no semanal. Y accedí. Y gracias
doy a los espíritus de Larra, Camba, Chaves Nogales y Jaime Campmany, a quienes
me encomendé para que no me ofrecieran una colaboración diaria. Me imagino que
Ángel Ortiz, director entonces, y sus colaboradores, también se encomendaron a
ellos para no ofrecérmela. Aunque quizá no les hizo falta si me conocían, por
poco que fuera.
Quiero decir que en el HOY
me he sentido, y me sigo sintiendo, absolutamente libre. Porque jamás me han
hecho indicación alguna que pudiera coartar mi libertad de expresión, ni de
opinión, ni de ser como soy, que tampoco me la han hecho a pesar de haberla
sufrido de manera continuada, por mi puñetera costumbre de mandar los artículos
los viernes por la tarde, apurando el tiempo de juego, a pesar de que más de
una vez, imagino, estuvieran, con razón, acordándose de mis muelas por pelmazo. Y he de
decir, de nuevo, que jamás hubo un reproche por la inquietud de cierre que
pudiera producir mi desaliño tardón. Ni de Marisa, ni de ‘El Zurdo’, ni de Rodríguez
Lara, ni de Juan Domingo, ni de Celia, ni de Ángel, ni de Manuela. La última
vez que me he pasado de cuerda en el retraso fue la semana pasada, que cuando
envié el artículo eran las 19:12 horas. Y, tras mis disculpas por el exceso, la
contestación de Celia, he de decir que fue exquisita: «No te preocupes.
Gracias. Un abrazo». Qué más puedo pedir, prima.
Es por eso por lo que no entiendo
los comentarios, generalmente anónimos, que leo en las redes acusándolo, ya
ven, y dependiendo desde qué rincón se originen, de una cosa y de su contraria.
Todos tenemos derecho a disentir de lo
que nos dicen, e incluso de cómo lo hacen, pero otra cosa bien distinta es
anatemizar a los que no digan lo que nosotros queremos oír o, en este caso,
leer. Se puede ser crítico con el sesgo ideológico de este o aquel periódico, pero
no entiendo ese afán inquisitorial de algunos de despreciar lo que no viene en
apoyo de su manera de ver las cosas. Sobre todo, porque a nadie obligan a leer
lo que no quiera leer o a creer lo que no quiera creer. Es cierto que la prensa
vive en sus lectores, pero no de ellos, ni de sus neuras o de sus obsesiones. Apañada
iría si así fuera. Y, a mayor abundamiento, en el caso que nos ocupa, basta
repasar la nómina de articulistas que escribimos en el HOY, unos periodistas
del mismo y otros no, para comprobar que viene a ser un mosaico de
sensibilidades ¿políticas?, ¿ideológicas?, muy similar al que conforma nuestra
sociedad. Otra cosa es que, actualmente, esta sociedad en la que vivimos esté
cada vez más polarizada, más dividida en compartimentos políticos estancos en
los que la intransigencia dogmática (valga el pleonasmo) ha adquirido carta de
naturaleza.
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