(Fuente: El país) |
Pero, vamos a lo que es la verdad irreversible de
este tinglado trágico, que no son sino los
cadáveres, los muertos. Indefensos ante las tropelías interesadas de los que
juegan con ellos, de quienes los transmutan en peones de un ajedrez macabro y miserable
que debería alertarnos, a los vivos, de la entidad moral de los unos y de sus
contrarios, los muertos, repito, no pueden rebelarse y protestar. Porque ellos
sólo pueden seguir muertos, callados, entregados, a su pesar, a la pura
estadística, manipulada o sí. Y ‘salvapatrias’ de opereta, para qué te cuento, primo.
Los hay, en esta España de nuestros pecados, de todos los colores: azules,
rojos, morados, lilas, grises, pardos, negros, amarillos, entreverados... Pero,
¿y los muertos? Pues los muertos, sacándolos
del pálido, no entienden de colores. Ni de más escenario que no sea el del
silencio en medio de la nada. Y de eso se aprovecha la pandilla indecente que
los lleva en sus prédicas políticas de arriba para abajo, sobándolos, sin
ningún respeto, en un magreo mugriento y repugnante. Porque los muertos callan,
solos e indefensos, sin saberlo. Porque los muertos no pueden hablar.
Llegado este momento, plomizo y propio y triste, pienso
si no será la vida apenas el recuerdo de un presente fugaz. No obstante, para
andar errabundo por ella y por mis sueños, no me ha hecho falta este
confinamiento impuesto. Hace ya muchos años que soy esclavo de la línea
quebrada de un estado interior imprevisible y ácrata. Sin ir más lejos, la
tarde en la que escribo (jueves 30 de abril; 18:30 horas) anda titubeando
sensaciones sin saber dónde estar, si en el brillo del sol o en la gris luz
sumisa de las nubes. Y al entregarme a su forma de ser y a sus caprichos, me
contagia sus dudas y me hace ir del júbilo a la pena. En cualquier caso, hace
tiempo que vivo en los dientes de sierra que mi vida y mi forma de ser me han
ofrecido. De modo que estar solo con mis neuras no es algo que me duela
especialmente. Lo que me duele es el tener que hacerlo por narices. Por eso
lloro más. Baste que me hayan dicho que no puedo salir, para querer salir a
donde nunca he ido, ni falta que me hace. No sé dónde he leído, en estos días,
algo sobre la posibilidad de introspección que nos brindaba este confinamiento.
Y la verdad es que pensé que si esta situación aumentaba la mía de esconderme
en mis sueños, posiblemente no podría, jamás, escapar de mí mismo. A no ser que
alguien (mi santa o mi amigo Tomás, por
poner dos ejemplos) me dieran unas buenas collejas que me sacaran del arrebato
interno. No me importa vivir conmigo mismo, pero no soy capaz de soportar que
me lo impongan, porque eso me llevaría a no poder quererme, a ponerme a la cola
de quienes me detestan. Y entrar en una situación del todo absurda: mamporro
va, mamporro viene, y a ver quién es más chulo de los dos, si yo o mi otro.
Son ya las 19:30 horas.
Creo que he sido aplicado a la hora de escribir. Se me han quedado dentro de
las manos muchas lágrimas, mucho afán de decir, muchos silencios. Y un ansia
renovada de desprecio a todos los que viven en un mundo alejado de la ‘gente’
que nombran sin saber qué están nombrando; a los aprovechados que nos toman a
todos por cretinos, y a los inútiles encaramados al poder que piensan que los
muertos son tan solo números que, oscilando, pueden descabalgarlos de su
chollo.
Y, mientras tanto... yo sigo sin poder ver a mi
nieta. Y ya no encuentro lágrimas precisas que expresen lo que siento. Pues
eso, primo.
(En Castelar...) |
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