sábado, 2 de marzo de 2019

LA TABARRA POLÍTICA


Cuando empiezan a barruntarse las campañas electorales y, pasados los días, el barrunto se transforma ya en una realidad constatable, siquiera sea de manera oficiosa, esta España nuestra o, al menos mía, de nuestras o, al menos, de mis lágrimas, se me desmorona sobre los hombros. Y me hunde en una desazón depresiva de la que tardo en recuperarme.  Porque es entonces cuando toda la capacidad de histrionismo impostado, de labia endeble, de paridas mayestáticas de los políticos que andan enfrascados en la contienda, se dispara hasta límites difícilmente digeribles. Al menos para mi estómago de ciudadano y de votante, de jubilado achacoso pero con un mínimo de sentido crítico de lo que me rodea y de quienes me rodean. Y lo peor es que de esta angustia no me libra el resultado de las urnas. Ni siquiera en el hipotético caso de que este pudiera ser favorable a mi hipotético voto, si se me permite la redundancia hipotética. No tengo escapatoria. Porque si a esta mi disposición genética a la melancolía y al derrotismo añadimos el terco, irreprimible aumento de un escepticismo (Mr. Excepticus, ¿te acuerdas, Alejandro?) que al compás de los años y los sueños que pasan va dejando en mis manos un poso ineluctable de ausencias y esperanzas marchitas; por si el curso del tiempo que a todos nos iguala no fuera suficiente para sentirme inútilmente pesimista ante lo inexorable del silencio, escribo estas líneas temblorosas mientras escucho a Bach. Y el regodeo en la música me sume en un oasis que es solo un espejismo en el desierto, un sueño momentáneo, una ilusión con la que intento traicionarme a pesar de que sé que es apenas quimera del ensueño, acaso una muralla protectora que me impide morir. La realidad de cada despertar es a veces tan chata puertas afuera, tan pedestre, tan vulgar, que acorrala y constriñe el paso del absurdo que me asalta cuando quiero ser niño de nuevo, como si fuera entonces y el silencio no hubiera transcurrido. Y, sin embargo, aprovecho que la vida es poliédrica para refugiarme en ángulos cercanos y así esquivar sus propias dentelladas.

Cuando pienso que quedan por delante dos meses de tabarra, me dan las siete cosas. Sobre todo tras asistir a la última sesión parlamentaria que supuso el cierre  de esta legislatura y que fue una primera píldora que presagia el  atracón que nos espera. En ella, abrupta y desaseada, volvió a quedar patente, por enésima vez, la penuria dialéctica de nuestros próceres, a los que se les ve el pelo de la dehesa incluso cuando no están. Replican sin haber escuchado como niños que largaran una lección aprendida de memoria en casa o recitaran la tabla del siete al compás de la chasca del maestro. Se ríen sin venir a cuento alardeando de una agudeza de la que carecen y, con frecuencia, tras expeler una memez de cuarto y mitad de cuarto, se les ve tan orondos en sus escaños como si hubieran logrado la cuadratura del círculo o descubierto el sexo de los ángeles. Excepto honrosas y muy escasas excepciones, en fin, exhiben una imagen de mediocridad que resulta dolorosamente patética. Es el riesgo que corren los voceadores de mercadillo que mientras pregonan: “¡Vamos, señora, que me las quitan de las manos: Tres bragas por un euro, oiga!”, se sienten como un alumno aventajado de Demóstenes. Pues en esas estamos.

Y por si lo que ya tenemos no fuera suficiente, hay un partido político, por el momento extraparlamentario a nivel nacional (aunque mucho me temo que por poco tiempo), Vox, que, por los antecedentes exhibidos, puede depararnos muchos momentos de gloria parlamentaria. Si su líder, Santiago Abascal, se nos presentó en sociedad a lomos de un brioso corcel anunciando la Reconquista de España cual si fuera el trasunto reencarnado de don Pelayo, ahora ha dado un paso más en su éxtasis mesiánico presentándonos Los Diez Mandamientos de la Ley de Vox, de obligado cumplimiento para todos los cargos del partido. No he podido dejar de imaginarme la escena en technicolor estilo MGM: En lo alto de los cerros de Úbeda, el autoproclamado líder del pueblo elegido hincado de rodillas ante un yugo y unas flechas que arden sin consumirse, mientras la voz atiplada y de dicción confusa de Franco le dicta (que es lo suyo) los fundamentos del dogma ‘voxiano’. Y con el Espíritu Santo en forma de águila imperial sobrevolando la escena, claro. Protagonizada por Santiago Abascal, como Moisés; Smith ‘boinaverde’, como Josué;  Pedro Sánchez, como Ramsés II; y Franco, como él mismo por la gracia y el lerele de dios. En fin, delirios de unos y otros aparte, los mandamientos no tienen desperdicio. Son todo un ejercicio empachoso y pelmazo de un amor a España y a los españoles, de exigencias de honradez y sacrificio que suena a cartón piedra, a muletilla de ‘bien queda’, a piropos de ligón de discoteca que lo que busca es refregar la cebolleta. Y si cuela, cuela, primo.

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