Cuando empiezan
a barruntarse las campañas electorales y, pasados los días, el barrunto se
transforma ya en una realidad constatable, siquiera sea de manera oficiosa,
esta España nuestra o, al menos mía, de nuestras o, al menos, de mis lágrimas,
se me desmorona sobre los hombros. Y me hunde en una desazón depresiva de la
que tardo en recuperarme. Porque es
entonces cuando toda la capacidad de histrionismo impostado, de labia endeble,
de paridas mayestáticas de los políticos que andan enfrascados en la contienda,
se dispara hasta límites difícilmente digeribles. Al menos para mi estómago de
ciudadano y de votante, de jubilado achacoso pero con un mínimo de sentido
crítico de lo que me rodea y de quienes me rodean. Y lo peor es que de esta
angustia no me libra el resultado de las urnas. Ni siquiera en el hipotético caso
de que este pudiera ser favorable a mi hipotético voto, si se me permite la
redundancia hipotética. No tengo escapatoria. Porque si a esta mi disposición
genética a la melancolía y al derrotismo añadimos el terco, irreprimible
aumento de un escepticismo (Mr.
Excepticus, ¿te acuerdas, Alejandro?)
que al compás de los años y los sueños que pasan va dejando en mis manos un poso
ineluctable de ausencias y esperanzas marchitas; por si el curso del tiempo que
a todos nos iguala no fuera suficiente para sentirme inútilmente pesimista ante
lo inexorable del silencio, escribo estas líneas temblorosas mientras escucho a
Bach. Y el regodeo en la música me sume en un oasis que es solo un espejismo en
el desierto, un sueño momentáneo, una ilusión con la que intento traicionarme a
pesar de que sé que es apenas quimera del ensueño, acaso una muralla protectora
que me impide morir. La realidad de cada despertar es a veces tan chata puertas
afuera, tan pedestre, tan vulgar, que acorrala y constriñe el paso del absurdo
que me asalta cuando quiero ser niño de nuevo, como si fuera entonces y el
silencio no hubiera transcurrido. Y, sin embargo, aprovecho que la vida es
poliédrica para refugiarme en ángulos cercanos y así esquivar sus propias dentelladas.
Cuando pienso
que quedan por delante dos meses de tabarra, me dan las siete cosas. Sobre todo
tras asistir a la última sesión parlamentaria que supuso el cierre de esta legislatura y que fue una primera
píldora que presagia el atracón que nos
espera. En ella, abrupta y desaseada, volvió a quedar patente, por enésima vez,
la penuria dialéctica de nuestros próceres, a los que se les ve el pelo de la
dehesa incluso cuando no están. Replican sin haber escuchado como niños que largaran
una lección aprendida de memoria en casa o recitaran la tabla del siete al
compás de la chasca del maestro. Se ríen sin venir a cuento alardeando de una
agudeza de la que carecen y, con frecuencia, tras expeler una memez de cuarto y
mitad de cuarto, se les ve tan orondos en sus escaños como si hubieran logrado
la cuadratura del círculo o descubierto el sexo de los ángeles. Excepto
honrosas y muy escasas excepciones, en fin, exhiben una imagen de mediocridad
que resulta dolorosamente patética. Es el riesgo que corren los voceadores de
mercadillo que mientras pregonan: “¡Vamos, señora, que me las quitan de las
manos: Tres bragas por un euro, oiga!”, se sienten como un alumno aventajado de
Demóstenes. Pues en esas estamos.
Y por si lo que
ya tenemos no fuera suficiente, hay un partido político, por el momento
extraparlamentario a nivel nacional (aunque mucho me temo que por poco tiempo),
Vox, que, por los antecedentes exhibidos, puede depararnos muchos momentos de gloria
parlamentaria. Si su líder, Santiago
Abascal, se nos presentó en sociedad a lomos de un brioso corcel anunciando
la Reconquista de España cual si fuera el trasunto reencarnado de don Pelayo,
ahora ha dado un paso más en su éxtasis mesiánico presentándonos Los Diez Mandamientos de la Ley de Vox,
de obligado cumplimiento para todos los cargos del partido. No he podido dejar
de imaginarme la escena en technicolor estilo MGM: En lo alto de los cerros de
Úbeda, el autoproclamado líder del pueblo elegido hincado de rodillas ante un
yugo y unas flechas que arden sin consumirse, mientras la voz atiplada y de
dicción confusa de Franco le dicta (que
es lo suyo) los fundamentos del dogma ‘voxiano’. Y con el Espíritu Santo en
forma de águila imperial sobrevolando la escena, claro. Protagonizada por Santiago Abascal, como Moisés; Smith ‘boinaverde’, como Josué;
Pedro
Sánchez, como Ramsés II; y
Franco, como él mismo por la gracia y el lerele de dios. En fin, delirios de
unos y otros aparte, los mandamientos no tienen desperdicio. Son todo un
ejercicio empachoso y pelmazo de un amor a España y a los españoles, de
exigencias de honradez y sacrificio que suena a cartón piedra, a muletilla de ‘bien
queda’, a piropos de ligón de discoteca que lo que busca es refregar la
cebolleta. Y si cuela, cuela, primo.
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