Vuelvo a abril. Regreso así al silencio de
palabras ahogadas, contraluz mortecino de una casa que nunca fue la mía. Revivo
aquella tarde sonámbula y terrible de pasos sin motivo y sin destino, aquella
tarde eterna de un alma intermitente que vivía entre los sueños y la inminente pérdida
y que yo imaginé, cuando la vida era un amor constante dormido en unos ojos que,
aún sin poder ver ya, me miran compasivos cuando creen que no miro, apenas un
recurso de poeta arrinconado. La luz de aquel abril me sigue acompañando sin
remedio y al final, la metáfora, ese pispás de folios y cuadrículas, ese
destello cóncavo de encuentros y de hallazgos, se hizo carne presente,
inaprensible y triste y fría y lejana. El tiempo, sin embargo, inconmovible y
terco, cumpliendo con su espíritu, siguió siendo. Y abril, a su costado, también
siguió su rumbo por el aire como presencia cierta de un dolor inconsútil,
permanente. Yo no sé en qué momento del trayecto descansó entre mis manos y
escrutó sus vacíos. Yo no sé en qué momento abril dejó de ser un mes y pasó a
ser la sombra de la melancolía, el paradigma exacto de mi huida hacia adentro.
No sé por qué me asalta y me conmueve hasta destartalar los goznes de mi alma.
No sé por qué lo siento como una emoción ácrata. Porque no sé qué es. Ni
siquiera si existe fuera del calendario. ¿Un subterfugio absurdo para
reconocerme mientras sueño, un complejo de culpa por intentos estériles, una
excusa poética para justificar la lejanía ficticia con la que miro el mundo? «Está anidando abril en mi ventana», canté
como un presagio mucho antes del dolor que abril me trajo. Pero, a partir de
ahí, dejó su impronta para siempre en la ventana absorta de mis ojos. Y ahí
sigue atormentándome mientras me da la vida mostrándome quién soy cuando, en
silencio, recupero mis pasos.
Vuelvo a abril, como se vuelve siempre al amor. La
voz quebrada y áspera de Roberto ‘Polaco’
Goyeneche me llena a borbotones los oídos. Él le cantaba al sur y yo
aprovecho el ritmo del tango de Piazzolla
y hago de abril el ámbito de un constante regreso a los encuentros que ya no
serán más. Abril es el refugio de mis sueños. Del brazo de Jesús Delgado Valhondo renuevo en este pálpito «el milagro de huir
donde volvía». Y deambulo con él por la quimera de aquel tiempo de siempre y de
la vida. Me aferro de su mano tratando de entender qué dicen los silencios, qué
anuncian las ausencias, qué preguntan mis muertos. Se mezclan los momentos,
atropelladamente, y mis ojos, entonces, duermen en un ayer que es mi mañana. Se
confunden los tiempos. Se confunden las penas entre un sinfín de voces y de
risas, de nombres, de misterios. Por encima del campo y de los cerros, del
paisaje que la ventana enmarca delante de mis ojos, hay una luz distinta que arrulla
a la mañana como una madre triste que meciera una cuna vacía y desheredada,
ausente de futuro. La cuna en la que yacen mis recuerdos. La cuna en la que
duermo y me despierto tratando de atrapar un fulgor repentino que se cuele,
furtivo y despistado, por entre las rendijas del silencio.
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