Hace muchos,
demasiados años, cuando vivíamos en la calle del Obispo, teníamos un vecino que
sentía un terror irrefrenable a las tormentas. Quizá por ello había
desarrollado un sexto sentido y lograba presentirlas hasta tres o cuatro horas
antes de que se presentaran. Nunca fallaba. Lucía a media mañana un sol esplendoroso
y él, sintiendo que se le erizaban los pelos de la nuca, angustiado y
descompuesto, vaticinaba: «Me cago en mi suerte puñetera: hoy va a haber tormenta.
¡Y de las gordas!». Y, efectivamente, a más tardar en la siesta, se abrían lo
cielos y el dios del Antiguo Testamento lanzaba toda su furia contra nosotros.
Antes de que se declarara el cataclismo, y con la imperiosa necesidad de estar
rodeado de gente que solapara su pavor, el zahorí de las borrascas ponía rumbo
a la cafetería La Marina, y allí se
apalancaba hasta que el Yahvé
iracundo se adormecía, seguramente cansado de atormentarnos. Traigo esto a
colación porque algo parecido me pasa a
mí con la primavera, estación a la que detesto sin paliativos. Parecería, a
simple vista, que lo tengo mucho más
fácil que él porque el calendario es el calendario y se sabe cuando,
astronómicamente, hará acto de presencia. Pero no es de equinoccios de lo que
estoy hablando, ni de rigidez de fechas y horarios, sino de espíritu, de
esencia melosa y presentida. Este año, según el Instituto Geográfico Nacional, la
maldita ha hecho su entrada el miércoles 20 de los corrientes, a las 22 horas, 58 minutos, hora oficial
hispano-peninsular. Pero yo llevo barruntándola y sufriendo sus estragos desde
el mes de febrero. Porque estoy convencido de que antes de su entrada triunfal
y programada, manda por delante bocanadas de su naturaleza empachosa para que
nos vayamos preparando, y debo de tener ese sexto sentido del que hablaba para
detectarla e, incluso, para somatizarla.
La
sintomatología de este caso de prognosis posesiva viene a ser la misma año tras
año. Empieza con un ligero tembleteo de los párpados, a veces alternativo, a
veces sincrónico, acompañado de un malestar indefinible y móvil, una angustia
imprecisa que, con frecuencia y para agravar el cuadro, alimenta hipocondrías
yacentes. Eso conlleva la activación de mi ciclotimia crónica que, entonces, alcanza
una virulencia extrema tanto en el grado como en la velocidad de sus
oscilaciones y me hace pasar, sin solución de continuidad, de estados de un nerviosismo misantrópico
casi histérico a otros de un abatimiento supino. Como es de suponer, ante
semejante cúmulo de calamidades, mi humor sufre cambios bruscos e
imprevisibles, siempre dentro de unos límites en los que no baja de los de un
perro acorralado. Esta lamentable situación dura hasta que la susodicha
eclosiona y se pavonea por calles y esquinas con todo su poderío edulcorante. Es,
llegados a este punto, cuando estos males emocionales hacen crisis y mi mermada
estabilidad psíquica va poco a poco normalizándose. Gracias a eso puedo dedicar
todos mis esfuerzos a defenderme de los asaltos exteriores que se avecinan,
segunda fase de esta operación de aniquilamiento que la naturaleza emprende
contra mí cada año.
Las primeras
avanzadillas de estos ataques son llevadas a cabo por el ejército de
innumerables bichos asquerosos, voladores y reptantes, que aparecen con los
primeros calores. Moscas, moscardones, avispas, abejas, abejorros, tábanos,
mosquitos, avispones, chinches, hormigas, cucarachas, garrapatas, arañas,
morgaños, chicharras, ‘langostos’, orugas y otros tantos más cuyos nombres
ignoro, campan a sus anchas por tierra, mar y aire sin otro propósito que no
sea mortificarme. A veces voy por las calles en un puro respingo intentando
esquivar los embates de estas legiones de sabandijas. Respingos que, en
ocasiones, acompaño con manoteos compulsivos alrededor de mi cara para espantar
presencias urticantes reales o imaginadas. Después, o al tiempo, viene la
agresión olfativa. ¿Hay un olor más repugnantemente empalagoso que el de las
mimosas en flor? Pues sí, el de las mimosas unido al de las florecillas del
cinamomo. Es una sobredosis almibarada que me lleva al borde del sopitipando. Peor
que una sesión continua de Alejandro
Sanz. Si a ello añadimos que hay
criaturas omisas en el aseo que ignoran que en esta época, con la excitación de
testosteronas y progesteronas varias, además del sudor, se activa el rezume de
otros fluidos corporales a los que hay que combatir con ración doble de agua
jabonosa, y que esta dejadez de la higiene les hace exhalar un penetrante aroma
acre, la mezcla odorífera y confluyente de lo melifluo y lo agrio puede llegar
a ser insoportable hasta la basca o la narcosis. De modo que ahí me verán por
la calles de Badajoz, entre quiebros compulsivos, manotazos histéricos y amagos
de vómito, presa de vahídos espasmódicos.
Si todo lo
anterior no fuera suficiente, aún me queda por aguantar la suprema cursilada de
aquellos que se empeñan en mezclar, en un revoltijo tópico y absurdo, primavera con poesía. No sé a quién pudo
ocurrírsele semejante estupidez antiestética. Y antipoética. Al tal resabido lo
condenaría yo a vivir en una constante efervescencia de verdor y olores nauseabundos,
rodeado de bichos repugnantes, asediado por una bandada de pajarillos cagones y
leyendo a Amado Nervo y a Rafael Pérez y Pérez por toda una
eternidad. O incluso por dos eternidades, primo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario